Literatura

Carmen Matojo

Arnoldo Mestre Arzuaga

04/02/2013 - 11:30

 

Nadie sabe cuándo ni cómo llegó al pueblo, lo cierto fue que desde su llegada las mujeres se sentían incómodas con su presencia. Decían que sus hombres estaban trastornados por sus atributos físicos; era alta, delgada y de tez morena, del color de la canela, sus nalgas de potranca cerril se contoneaban al caminar, como si el peso de una bajara detrás de otra en un movimiento invariable.

Eran como dos rocas talladas y moldeadas perfectamente por el mejor escultor: fundidas en una diosa griega que adornaban su trasero, las prodigas y redondas tetas con sus pezones puntiagudos a punto de romper al delicado brasier que les servían de sostén, su frágil cinturita parecía no soportar la carga y preciosa obligación, su rostro angelical siempre estaba acompañado de una sonrisa que dejaba al descubierto una dentadura fascinante, la pequeña cicatriz que tenía debajo del pómulo izquierdo  hacía su belleza más exótica, la contextura de su rostro y su risa seductora enloquecía de amor a todo hombre que se le acercaba.

Se podía decir con todo el sentido de la palabra que Carmen, era una hembra sensualmente bella, razón tenían las mujeres de Sagarriga de la Candelaria, para estar preocupadas por la fidelidad de sus maridos.

Llegó sola a la cantina del negro Córdoba, era sábado y ese día José Manuel Baute había entregad mucho dinero a los balsameros.

Lucía un vestido rojo, medio paso a la moda y muy escotado, que dejaba al manifiesto gran parte de su adornado pecho, sus labios pintados del mismo color del vestido descollaban la brillantez de su negra y suelta cabellera.

Estaba sentada al lado del cantinero, cuando Humberto Fragoso, un joven recién salido de prestar sus servicios al ejército, se aventuró a invitarla a bailar. El pick up repiqueteaba el éxito del momento “Alicia la flaca”, todas las miradas de la atiborrada cantina se estrellaban en los movimientos de la pareja, consciente de lo que estaba ocurriendo.

Humberto sacó al cerco todo su ardor de buen bailador, lo que aprendió en los ratos de inacción con sus compañeros de servicio militar. Quiso impresionar al público y a Carmen, pero le salió el tiro por la culata. El encanto fue la hermosa mujer, el vestido ceñido a su cuerpo y los movimientos cadenciosos la hacía más atrayente y femenina, todos se embelesaban viendo aquella esbelta figura en movimiento, la forma cómo se contorneaba, sostenida en las altas, delicadas y punzantes zapatillas que le servían de apoyo, estas amenazaban romperse con su peso o que en cualquier momento se iban a enterrar en el piso.

Al terminar la pieza musical, la siguiente fue más dócil; “OH magia blanca, magia blanca que me embruja, magia blanca tienes tú”, la apacible y romántica canción se prestaba para que el baile fuera más pausado y los cuerpos tuvieran más arrimo y restregón. Humberto haciendo caso omiso a las indiscretas miradas, dio rienda suelta a su maestría de buen seductor:

–Qué bien bailas. Se nota a leguas que eres de la ciudad, ¿cómo te llamas?

–Carmen –contestó ella sin recular.

–Carmen ¿qué? –renovó Humberto.

–Solamente Carmen, lo demás no importa, en mi trabajo solo existen nombres, los apellidos se olvidan, como también las largas conversaciones, vine a este pueblo, porque me dijeron  que el bálsamo estaba dejando buenas ganancias y es posible que algunos hombres quieran compartirlas conmigo, por unos cuantos pesos les puedo dar mucho amor, si te interesa háblame no más de eso, lo demás sobra, como también si no tienes dinero te agradezco que me sientes porque estoy perdiendo tiempo –le dijo muy seria mirándole el rostro.

–Podemos hablar y llegar a un acuerdo –contestó Humberto.

–No hay más que hablar. Si quieres estar conmigo págame dos pesos, tómalo o déjalo –le dijo ella–: nos vamos a sentar, pero no te comprometas con nadie, déjame hacer una vuelta y ya te caigo.

Ella de nuevo se hizo al lado del cantinero. Humberto después de acompañar a Carmen hasta el sitio donde se sentó se dirigió directamente a la mesa donde se encontraba su amigo Epaminonda Guerra, un conocido balsamero temido en el pueblo por su bravuconería y poca educación, por cierto ya se encontraba bastante pasado de alcohol. Al verlo llegar, se puso de pié, lo abrazó entusiasmado y le dijo:

–Primo, usted si baila, pero esa hembra es la tapa suya, siéntese y pida lo que quiera.

–Primo vengo a molestarlo, se trata precisamente de la hembra, me pide dos pesos para acostarse conmigo y yo acabo de llegar del ejercito y no cuento con nada, préstemelos.

Epaminonda casi no lo dejó terminar, se quito el sombrero vueltiao que llevaba puesto, golpeó varias veces con él la mesa y, mirando al recién salido soldado, le dijo:

–Usted es pendejo, pida lo que quiera y cuente con esa plata, ese polvo con esa coya no se lo embaraja nadie.

–Gracias, primo –respondió Humberto ya más alentado. Epaminonda no paraba de hablar–. Ahorita mismo hacemos una vuelta.

Le hizo una señal al cantinero con la mano derecha dándole a entender que ya regresaban, se puso de pié e invitó al soldado para que lo acompañara, fuera de la cantina. Lo rodeó con el brazo izquierdo apoyando la mano sobre el hombro del soldado, al caminar abrazado le servía de sostén para mantenerse en pié y no balancearse, los tragos comenzaban a tener efecto en su humanidad, y mientras andaba seguía hablando:

–Puede ser que ese viejo pendejo me vaya a salir ahora con que no tiene plata, porque no le vendo más bálsamo.

Después de cruzar la plaza del pueblo llegaron a la tienda del comprador de bálsamo. Eran como las once de la noche cuando José Manuel Baute despertó a su mujer.

–María, María, parece que están tocando la puerta.

Uy, Dios mío, quien será a esta hora –corroboró la mujer.

Se quedaron callados un instante y, entonces, oyeron claramente los golpes en la puerta acompañados de la voz de epaminonda:

–Sr. Baute, Sr. Baute, hágame un favor –seguía golpeando con insistencia repitiendo lo mismo. Después de un silencio se sintió del interior de la casa una voz muy familiarizada para el recién llegado:

–Ya lo atiendo primito– seguido del ruido que producen el correr de las trancas que aseguraban la puerta.

–A ver primito, ¿en qué le puedo servir?

–Perdóneme, señor Baute, que lo haya despertado, pero tengo una urgencia, necesito que me adelante cuatro pesos y se los descuenta el próximo sábado del bálsamo que le entregue –El viejo José Manuel Baute era un entendido comerciante famoso en la región por su forma cortés y familiar de tratar a sus clientes para obtener una utilidad, sin vacilar le contestó;

-Con mucho gusto, primito. Usted sabe que ésta es su casa y, cada vez que le pueda servir, ocúpeme sin pena –volvió de nuevo al interior de su negocio y regresó con cinco pesos ofreciéndoselos al recién llegado, que sorprendido le dijo:

–Sr. Baute, solo necesito cuatro.

–No importa primito, la plata nunca sobra, que tenga buena noche y recuerde que el sábado lo espero, ojala tenga suerte esta semana y me traiga un poco más.

De nuevo en la cantina, ya sentados Epaminonda sosteniendo el sombrero vueltiao con la mano derecha en alto sobre su cabeza, lo giró, dándole a entender al cantinero que trajera cerveza para los dos, por otro lado Humberto le hacía señas a Carmen para que se acercara a la mesa. Ella inmediatamente respondió al llamado y se sentó a su lado.

Entre bailes, risas y vulgaridades e imprudencias de Epinamonda, el tiempo fue transcurriendo, el alcohol iba haciendo su efecto, ya Humberto trataba a Carmen, como si fueran viejos amantes, las caricias eran mutuas, Epaminonda finalmente cedió a los efectos del trago, reclinó su cabeza sobre la mesa haciendo nido con sus brazos, se quedó dormido y roncaba como un león enfurecido.  La cantina fue quedando sola,  finalmente rodó por el suelo y por su corpulenta figura no fue posible levantarlo, ni sacarle del bolsillo del pantalón los cinco pesos que le adelantó el viejo José Manuel Baute por compra del bálsamo, como era conocido por el cantinero, al cerrar el establecimiento lo dejaron que pasara ahí el resto de la noche.

Humberto y Carmen, agarraditos de la mano abandonaron el lugar, recorriendo toda la calle principal y finalmente llagaron hasta la última casa, a la salida del pueblo, donde Carmen tenía arrendada una pieza de madera, independiente de la casa principal, apenas entraron se desbordaron en caricias fuertes, los cuerpos se buscaban deseándose, Humberto en un santiamén despojó a Carmen del vestido rojo, la ropa interior fue a parar a un rincón de la habitación, rápidamente también se deshizo de su ropa, cuando todo parecía inevitable, ella reaccionó bruscamente, se puso de pié  se cubrió anudándose una toalla a la altura del busto y le dijo:

–No me has pagado, sin plata no puede haber nada.

–Cómo negrita, qué vamos a pensar en eso ahora, además te diste cuenta que no pudimos despertar ni parar a Epaminonda, para que me prestara los dos pesos que acordamos.

–Quisiera que me entendieras pero no puedo acostarme contigo sino  me pagas. Además, tú eres como un policía, y no puedo acostarme gratis ni con músicos, chóferes ni policías y tú eres uno de ellos. Explícame por qué me salas el culo. Es un tabú como una especie de maldición, que tenemos las mujeres que nos dedicamos a esta actividad, si lo hago caerían sobre mí todas las desgracias e incluso puede hasta afectar el pueblo, menos a ti.

Humberto haciendo caso omiso  a las palabras de Carmen, también se puso de pié la rodeó con sus brazos y la llenó de besos en el rostro, se prendió de sus labios y suavemente la condujo hasta la cama, donde las caricias se extendieron, ella quiso poner resistencia, la voluntad la abandonó y se amaron una y otra vez hasta que el astro rey empezó a filtrar su luz por la unión de las tablas.  Entonces, ella volvió a la realidad, recordó lo prohibido y empezó a llorar angustiosamente.  Humberto la abrazó oprimiéndola suavemente hacia su pecho, y empezó a hablarle acariciándole el cabello.

–No llores, negrita, no tomes las cosas así, yo personalmente no creo en eso, además,  si es como tú dices debe haber una solución.

–Sí la hay,  tú tienes que ayudarme.

–Bueno, durante siete viernes, durante el primero de cada mes me consigues muchas flores amarillas, pueden ser girasoles, cañahuate o cualquiera, lo importante es que sean amarillas.

–¿Y eso para qué? –preguntó él sorprendido.

–Si durante siete meses hago baños de asiento con esas flores sin perder un solo viernes, la maldición no surte efecto sobre mí.

El tiempo fue transcurriendo, Humberto no volvió a ver a Carmen, tampoco le llevó las flores amarillas, ella siguió en su actividad, los balsameros la solicitaban todos los fines de semana y le pagaban muy bien, e incluso algunos se la llevaban para las balsameras como compañera sexual por varios días, pero algo raro le fue sucediendo a su cuerpo; su rostro angélico se transformó, la pequeña cicatriz que tenía debajo del pómulo izquierdo se creció ocupándole toda la mejilla como  una horrorosa herida cicatrizada.  El exuberante busto perdió la textura, el cabello se fue tornando cenizo, las nalgas se volvieron flácidas, perdieron la redondez, empezó a aumentar de peso y su figura ya no era atractiva, los balsameros dejaron de solicitarla, la propietaria de la pieza, como ya no le pagaba puntual, le dijo que la desocupara, así que una noche llegó con un cliente y encontró la pieza con un candado y todas sus pertenencias en la puerta.  Desde entonces dormía en cualquier parte, atendía a sus pocos clientes por lo que quisieran darle en los matojos y sitios solitarios. En la población comenzaron a burlarse de ella y a sus espaldas la llamaban Carmen Matojo.  Un día cualquiera, desapareció, dicen algunas personas del lugar, que la vieron en la estación ferroviaria, donde tomó un tren sin rumbo conocido.

También el pueblo tuvo su revés, los balsameros se fueron retirando poco a poco, ya no venían todos, hasta que al final ya no regresaron más, comenzaron a construir casas al lado de la línea férrea, donde crearon un caserío que le dieron por nombre San Juan Bosco.

La enorme tienda de José Manuel Baute, una tarde cerró sus puertas y no volvió a abrirlas más, los árboles de bálsamo fueron destruidos por los buldózer para darle la bienvenida al cultivo del algodón.

El balsamero Epaminonda Guerra, nunca pagó los cinco pesos a José Manuel Baute, quebrado y agobiado por las deudas se fue para Venezuela donde se empleó de ordeñador en la hacienda Valle Verde.

Entre tanto Humberto Fragoso, gozaba de las mieles de su juventud, preferido por las mujeres del pueblo por su galantería y seducción.  Todo esto sucedió porque Carmen no le cobró el polvo la noche que se estrenó en la cantina del negro córdoba.

 

Arnoldo Mestre Arzuaga

Sobre el autor

Arnoldo Mestre Arzuaga

Arnoldo Mestre Arzuaga

La narrativa de Nondo

Arnoldo Mestre Arzuaga (Valledupar) es un abogado apasionado por la agricultura y la ganadería, pero también y sobre todo, un contador de historias que reflejan las costumbres, las tradiciones y los sucesos que muchos han olvidado y que otros ni siquiera conocieron. Ha publicado varias obras entre las que destacamos “Cuentos y Leyendas de mi valle”, “El hombre de las cachacas”, “El sastre innovador” y “Gracias a Cupertino”.

4 Comentarios


zoraya pinzon 04-03-2017 02:23 PM

Hermoso cuento

zoraya pinzon 04-03-2017 02:24 PM

Hermoso cuento

Francia Elena Jiménez Guette 15-08-2017 08:02 PM

Me encantó, desde un primer momento me pareció muy interesante, tanto así que a medida que leía me emocionada más, y quería saber el desenlace, felicitaciones al Autor!

Francia Elena Jiménez Guette 15-08-2017 08:03 PM

Me encantó, desde un primer momento me pareció muy interesante, tanto así que a medida que leía me emocionada más, y quería saber el desenlace, felicitaciones al Autor!

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