Literatura

Florentino Ariza

Diego Niño

25/01/2024 - 01:15

 

Florentino Ariza

 

El primer correo llegó el martes 3 de marzo. Era corto: apenas siete líneas. Corto y hermoso. Muy hermoso. No te imaginas cuánto. Lo leí muchas veces. Quería saber quién lo había escrito. Pero nada. Venía desde una cuenta de correo equis y firmado por un tal Florentino Ariza, el protagonista de El Amor en los tiempos del Cólera que espera a Fermina Daza por medio siglo.

El siguiente martes llegó otro correo. Corto, hermoso, peligroso. Empecé a creer que mi jefe se había enamorado de mí. Luego pensé que era una broma de los de Contaduría. Ya sabes, esos idiotas que viven burlándose de todos. Después me di cuenta que no podían ser ellos porque si ni siquiera escriben bien su propio nombre, mucho menos van a escribir algo tan bonito.

Porque una cosa es contarte y otra que leas el correo. Recuerdo que en una parte dice: “Eres la más hermosa de mis melancolías”. Y más adelante “En mi alma hay un verso para cada herida”

El siguiente martes llegó otro correo. Mejor que el anterior. Decía que me había visto en el restaurante y se había enamorado de mí con solo verme. Después se hizo amigo de alguno de los empleados de la empresa quien le dijo cómo me llamaba y mi cargo. El resto fue relativamente fácil: buscar mi correo en los portales de empleo en los que subo las propuestas de trabajo.

Ese correo sí se lo respondí. Le di las gracias y le di mi correo personal. Nada más. Doce palabras. Sólo eso. No quería que pensara que soy una fácil que se lo da al primero que me escribe bonito.

La siguiente semana me escribió al personal. Fue un correo descarado. Parece que el muy imbécil creyó que ya me tenía al borde de la cama. Se me salió el Chucky. Le dije de todo. Que respetara, que no fuera abusivo, que estaba casada con un hombre maravilloso.

Aunque debo confesor que Gustavo, mi esposo, de maravilloso no tiene ni la eme. A toda hora me trata como si fuera uno de los obreros con los que trabaja. De esos que le viven cepillando la espalda y diciéndole ingeniero esto, ingeniero aquello. Más de una vez he tenido que pararlo para que me trate bien, que le baje a la grosería, que está tratando con una mujer. Con Su mujer.

Al siguiente día me arrepentí de lo que le escribí a Florentino, ya sabes, el tipo que me escribía los correos. Tú sabes que a las mujeres nos gusta que nos digan cosas bonitas, que nos hagan sentir como si fuéramos lo mejor del universo. Y eso era justamente lo que hacía él. Para qué lo voy a negar. Con tres palabras me hace sentir como una princesa. Por eso me daba miedo perderlo por culpa de un berrinche.

Pero el siguiente martes envío el correo pidiendo disculpas. Fue tan dulce. Tan hermoso.

Pero no le respondí. ¿Qué le iba a decir? Que sufriera un rato. Que pensara que no le respondería nunca más. Que le bajara a la intensidad. Que no fuera tan confianzudo.

 

Y así lo tuve por dos meses. ¡Dos meses!

Pero a él no le importó: todos los martes llegaba su correo. Cada día escribía mejor. Imagino que se pasaba la semana haciendo borradores hasta que le quedaba perfecto.

Por ejemplo, una vez inició el correo diciendo: “Irrumpiste en mi vida como las tormentas que se tejen en las nubes bogotanas”. Imagina la belleza de hombre. Otras veces decía: “No sabes cuánto pido al cielo para que te extravíes en el callejón de mis sueños”. Me tenía matada. Pero yo no le respondía. Lo tenía castigado.

Todas las noches lo imaginaba. Primero pensé que era un tipo alto, buenísimo, con unos brazos musculosos y abdomen marcado. Después me puse a pensar que un hombre así, no escribiría tan hermoso. Entonces lo imaginé serio, con pinta de intelectual. Luego que era un señor de cabello blanco, de mirada profunda, de aquellos hombres que saben todo sobre la vida.

Mientras tanto mi esposito iba de mal en peor. Cada día llegaba más tarde y con peor genio. Hasta me daba miedo saludarlo. Me gritaba a la menor provocación. Si acaso me hablaba cuando quería sexo. Para evitar problemas yo dejaba que hiciera sus cosas y al final me hacía a un lado. Al menos esa noche dormía tranquila: normalmente da vueltas, maldice, se levanta y luego se acuesta refunfuñando. No duerme ni deja dormir. Una mamera ese tipo. Si pudiera me iba a dormir a otro cuarto para poder tener una noche en paz. Pero me da embarrada con él.

Pero los correos no son lo mejor. La semana pasada, para mi cumpleaños, Florentino me envió un ramo de rosas. No me preguntes cómo se enteró de mi cumpleaños, porque no sé. Debe tener algún informante en la oficina. No hay otra explicación. Lo único malo es que no traía tarjeta ni nada. Cero pistas.

Cada día estoy más ansiosa de saber quién es. De saber cómo es.

Para completar, el idiota de mi esposo no se acordó de mi cumpleaños. En la noche, cuando le mencioné que estaba de cumpleaños, sacó tres billetes de cincuenta mil y los tiró en la mesa de noche al tiempo que decía: “cómprese algo bonito”. ¡Imagina al atarbán! De verdad que estoy aburrida con sus groserías y sus desplantes. No veo la hora de separarme de él.

***

No fue difícil encontrar su dirección de correo. Sólo necesité buscar su empresa en un portal de empleo. Lo difícil fue escribirle. Nunca me había dado a la tarea de redactar un correo de esa naturaleza. Ni siquiera cuando era adolescente.

Al tercer correo quise medirla. Me fui de frente, sin rodeos. La respuesta fue larguísima. Pretendía dejar claro que era una mujer decente, que estaba felizmente casada, pero terminó siendo un rosario de quejas en el que no entendí nada.

Después hubo un silencio de más de dos meses.

Pero no crea que ese silencio me desanimó. Al contrario, trabajaba más duro para que cada correo fuera mejor que el anterior. Leía novelas, poemas, cuentos. Me fui encarretando con la literatura.

Pienso que mi vida habría sido diferente si hubiera sido escritor en vez de ingeniero. Hay dinero y estatus, no lo niego. Pero el costo es alto. Todos los días hay que lidiar con los problemas en las obras, pelear contra el tiempo, saltar matones cuando no desembolsan el dinero. La vida se escapa entre los dedos sin que pueda hacer nada para detenerla. Estoy seguro que al final de mis días tendré la sensación de que perdí la vida por estar calculando azimuts y contando billetes.

Los escritores hacen lo contrario: viven intensamente. Se van a la guerra, se enamoran de las esposas de sus amigos, se desbarrancan en el alcohol y las drogas. Después, con balas en la espalda, con puñaladas en la pierna, en el manicomio, dejan el testimonio de su dolor, de su desorientación, de sus temores. No sé si lo hacen para que nos entretengamos quienes no vivimos al extremo o porque la escritura es la única manera que tienen para sobrevivir.

En fin.

El caso es que, a pesar de los inconvenientes en las obras, siempre había tiempo para leer un poema o un cuento. Y siempre hubo tiempo para releer los correos que le envíe o para ir construyendo el siguiente. A veces un verso me ponía en circunstancia. Escribía el correo de un solo golpe. Después lo iba puliendo hasta que quedaba listo para enviárselo.

Para su cumpleaños le envíe un ramo de rosas. Me habría gustado ver la cara de sorpresa que tuvo cuando lo vio entrar a la oficina. Aún debe preguntarse cómo supe de su cumpleaños. Le aseguro que no imagina que soy yo quien le escribe. Y menos aún porque ese mismo día, pero en la noche, me hice el loco. Le dije que había olvidado su cumpleaños y le lancé tres billetes sobre la mesa para parecer un hijo de puta. Porque si hay algo que podemos hacer los hombres es eso: ser unos completos hijos de puta.

Algunas veces hasta olvido que es a ella a quien le escribo. Sus palabras son diferentes a las que me dice normalmente. Parece otra mujer. Más comprensiva. Más atractiva.

Con decirle que semanas atrás envió una selfie en la oficina. Se ve hermosa: sus ojos enormes, brillantes, parecen sugerir noches de sexo salvaje. Le confieso que esa foto me excita. Y me excita mucho. Quise decírselo en un correo, pero temí que desapareciera de nuevo, como sucedió meses atrás.

Este no es momento para que desaparezca.

La idea es que la próxima semana le pondré una cita en algún restaurante. Esa semana estaré fuera de la ciudad porque debo ir a Cali. Es decir, en teoría yo, su esposo, estaré de viaje. Eso le ayudará a decidirse. Al menos le quedará más fácil mentir. Además, con las cabronadas que le he hecho, no le será difícil desprenderse del peso moral.

Así las cosas, todo parecerá perfecto.

Imagino que se pondrá la faldita roja que tanto me gusta. Quizás desempolve las medias de malla que se ponía años atrás para acompañar esa faldita minúscula. Porque si hay algo que tiene ella es que se cuida: cero grasas, cero harinas, gimnasio tres veces a la semana. Con decirle que está mejor que cuando tenía veinte años.

Muero por verle la cara cuando yo entre al restaurante con una rosa en la solapa, que será la manera de reconocerme. Ver su desconcierto. Quizás llore. Después, cuando pase la sorpresa, comeremos, tomaremos vino e iremos a bailar. Luego el motel al que íbamos cuando éramos novios. En la madrugada del sábado, si hay suerte, repetiremos faena y luego desayunaremos como la pareja que dejamos de ser a causa del matrimonio.

 

Diego Niño

@Diego_ninho 

Sobre el autor

Diego Niño

Diego Niño

Palabras que piden orillas

Bogotá, 1979. Lector entusiasta y autor del blog Tejiendo Naufragios de El Espectador.

@diego_ninho

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