Ocio y sociedad

La muerte del matarife

Arnoldo Mestre Arzuaga

15/06/2016 - 06:30

 

Lo que sucedió en Sagarriga de la Candelaria era esperado por todos sus habitantes. Los hechos que acontecieron con antelación, pronosticaban la tragedia del cuatro de marzo de 1961, fecha en la cual se unieron en matrimonio dos personas descendientes de troncos familiares arraigados del pueblo.

Muchos le dieron la razón a José Rafael Maestre. El cura lo provocó cuando intencionalmente, mientras se encontraba celebrando los bautizos que se realizaban anualmente para las fiestas patronales, fingía leer la biblia y con los codos le rozaba morbosamente el busto a una joven madrina que tenía al frente.

José Rafael, que hacía las veces de padrino, se percató de las maniobras mañosas del cura, indignado procedió a llamarle la atención: ¡Padre, respete o le corto la barba sin jabón! Pero como el sacerdote persistió en su morbosa actitud, sacó una navaja automática del bolsillo de su pantalón y de un solo tajo le cortó la larga y espesa barba. La reacción del cura fue inmediata, suspendió los bautizos, maldijo al pueblo deseándole todos los males terrenales y se marchó sin celebrar los actos religiosos que continuaban. De modo que ese año la procesión de la virgen de la Candelaria se hizo pero sin sacerdote.

Por otra parte, para esa misma época muchas personas, especialmente los trasnochadores, afirmaban haber visto en horas de la madrugada a una hermosa mujer vestida con un camisón de dormir blanco caminando delante de ellos por la calle principal, luego se desviaba por la que conduce directamente al cementerio y luego se esfumaba misteriosamente.

Las versiones en el pueblo estaban divididas. Unos afirmaban que se trataba del alma en pena  de la mujer de un agente del resguardo, asesinado por su compañero al frente de su casa. Después de haber decomisado varias mulas cargadas de tabaco y de chirrinchi, discutieron acaloradamente no se sabe por qué, se escuchó un disparo, la mujer abrió la puerta y encontró a su marido ahogándose en un charco de sangre. Después de sepultarlo, desapareció y no se supo más de ella.

Los defensores de la segunda versión afirmaban que se trataba de un acto sacrílego, en el que las aspirantes a brujas volantonas se reunían con satanás en la parte posterior del cementerio y allí, en medio de la ceremonia, las potenciales brujas ruñían los huesos de los difuntos engulléndose las pocas fibras musculosas que quedaban adheridas. En pleno banquete aparecía el rey de las tinieblas en forma de un macho cabrío, se cuadraba de espaldas así que su trasero quedaba enfrentado con la cara de las aspirantes y les expulsaba gases malolientes. Finalmente desaparecía envuelto en un torbellino de humo riéndose a grandes carcajadas y dejando en el ambiente un desagradable olor a azufre.

Los incrédulos tenían una tercera versión. Decían que se trataba de una mujer adúltera que aprovechaba la oscuridad para encontrarse con su amante y escogía la parte de atrás del cementerio para despistar a las lenguas viperinas y a los curiosos que decidieran seguirla.

Todo comenzó en la cantina de Celso Gutiérrez. Allí departían animadamente con la mesa llena de envases de cervezas vacías y sendas llenas en sus manos, Héctor Fernández y Enrique Valera. Aparentemente, todo estaba bien. De repente, un hombre gritaba cada vez que se terminaba la canción que sonaba en el pick–up. ¡Repítela, Celso, hasta que se raye! Como el hombre persistía en que se repitiera el mismo tema musical. Héctor miró hacía la mesa donde se encontraba, percatándose que se trataba de Pedro Morelos y compartía mesa con su primo José Mejía. Dos individuos muy peligrosos por lo belicosos y pendencieros, protagonistas de peleas y escándalos todos los fines de semana. La canción seguía rodando, narraba la historia de un hombre, que era borracho, parrandero, jugador y se llevaba a las mujeres más bonitas.

Enrique se dirigió a Celso diciéndole: “¡Hombe, Checho, nosotros también estamos consumiendo, cambia esa vaina y ponte uno de Alejo Duran!” La repuesta vino de parte de José Mejía, se puso iracundo levantó una silla para estrellársela a enrique en la cabeza, pero no contó con la rapidez de Héctor para desenfundar su revólver, antes de soltar la silla ya tenía un tiro en el hombro. El impacto lo impulsó hacia atrás y luego se fue de bruces al suelo.

El caos fue total, en pocos minutos la cantina quedó sola, las fritangueras de al frente gritaban: ¡Lo mató, lo mató…! Así que en pocos minutos, a pesar de lo tarde de la noche, el lugar se llenó de mucha gente, principalmente de Morelos y Mejía, quienes llegaron armados de escopetas, palos y machetes. Entre tanto, Celso el cantinero había escondido a Héctor y a Enrique en un cuarto contiguo a la cantina, donde también llegó la muchedumbre pidiendo que se los entregaran. Empujaban la puerta con violencia para derribarla. Héctor desde adentro disparaba al techo para ahuyentarlos. Estando en eso, Brígida, una de las fritangueras, gritó: José está vivo, está vivo…  Todos corrieron al sitio donde se encontraba José, que ya empezaba a incorporarse. Oportunidad que aprovecharon Enrique y Héctor para escabullirse. corrieron y corrieron sin parar dejando atrás las voces lejanas que decían: ¡Se fueron, se fueron…! Hasta llegar a “la isla”, la finca de Cristóbal Quintana.

Éste, por la hora, se sorprendió de verlos, después que le contaron todo, le pidieron que fuera al pueblo a recoger información, así que muy temprano “Poba”, como lo llamaban cariñosamente, ensilló su yegua “La Galana”, montó, picó espuelas y, al poco tiempo, regresó muy optimista: “No se preocupen, muchachos, que el hombre está bien, solamente fue un rasguño y ya el doctor Gil Aguancha lo atendió”.
Gracias a la intervención oportuna de algunas personas prestantes de la población, que actuaron como padrinos de las partes, éstas llegaron a un acuerdo: Héctor se comprometió ante el inspector de policía de Valledupar, a cancelarle todos los gastos a José y una vez cancelado el asunto quedaba olvidado, pero al día siguiente de la tragedia, cuando llegó la policía a escuchar los testimonios, muchos sostenían en su versión que ha José no le pagaron nada, otros decían que Héctor le entregó el dinero a su hermano Ismael y éste se lo había apropiado, dándole a entender a su hermano que se lo había entregado a José.

Lo cierto fue que los días siguientes al arreglo las cosas eran normales, Héctor siguió con su actividad de matarife, la cual había escogido desde su regreso del batallón de buena vista, lugar donde permaneció por espacio de seis meses prestando el servicio militar, donde se distinguió como gran tirador con arma corta. Su negocio marchaba bien, se había ganado la confianza de muchos ganaderos que le vendían a bajos precios los animales que rechazaban los mercados de Barranquilla y Valledupar.

En poco tiempo se hizo célebre, porque tenía un gigantesco buey al que llamaba “el Vacano,” un caballo que bailaba los corridos y rancheras mexicanas, a quien denominó “el Chávelo”, y un perro llamado “Primo nando”. Con este equipo no había novillo mostrenco que se le escapara. Con la ayuda del Chávelo y Primo nando, lo amarraba, después se lo acuellaba al Vacano, y éste lo conducía directo al matadero. Estos animales nadie los reclamaba, pertenecían a las cimarroneras de las ganaderías en extinción de los Pumarejos y de los Piñeres.

Visto de esta forma la situación económica de Héctor cada día mejoraba más. Por eso la noche que se encontraba en la cantina de Celso Gutiérrez, antes de armarse la trifulca, le estaba contando a Enrique, sus planes de casarse con Alma García. ¡Es la mujer que adoro, sus grandes ojos azules me tienen completamente enamorado, además por su forma de ser y por su carácter propio de su raza, al enfrentar a sus padres abiertamente para decirles que me quiere, todo esto me ha convencido y he decidido hacerla mi esposa”. Todo esto le estaba contando a Enrique, cuando Pedro Morelos se empecinó en escuchar la misma canción.

El tiempo siguió su curso. José Mejía, para borrar ese mal momento de su memoria, decidió irse a trabajar a otra región. Lo que no pasó con su primo Pedro. Su corazón estaba lleno de odio y cada día instaba a sus familiares a tomar venganza, públicamente había manifestado sus intenciones. “¡Héctor no se queda con esa! De los Morelos Mejía nadie se burla”. Esto repetía constantemente en la cantina y en sitios públicos. Luis Mejía, hermano mayor de José, era un hombre de escasa inteligencia, terco y testarudo, no tuvo estudios algunos. Desde muy joven se dedicó a domar mulas y potros cerreros. Lo que le negó el poderoso en materia gris, se lo retribuyó en fuerza y coraje, por eso fue presa fácil de su primo pedro para trasmitirle el odio y deseo de venganza que llevaba por dentro, de modo que ese cuatro de marzo convencieron a otro primo llamado Edilberto Morelos, conocido popularmente como Edilbertico, para llevar a cabo el funesto plan. Su meta era asesinar a Héctor en uno de los matrimonios, que les ofreciera una fácil huida después de cometer el hecho vergonzoso.

Entonces, como cuando un felino acecha a su presa en el abrevadero, a las afueras del matrimonio escogido se apostaron. Como todos los contrayentes eran amigos, decidieron visitarse para disfrutar de ambas  fiestas, cuando los Morelos y Mejía llegaron al sitio acordado. Héctor apenas venía del otro matrimonio, en compañía de los recién desposados Hugues Rodríguez y Esther, en su recorrido pasaron por enfrente de la casa de la madre de los Mejía, y como les tocaba subirse al pretil, decidieron cambiarse para el lado contrario. “¡Compadre Hugues, acuérdese que ahí vive la culebra mía, y a mí me van a matar, pero va a haber mucho trajecito negro en Sagarriga de la Candelaria!”, les dijo a los novios en forma de broma.

Los enemigos lo vieron llegar, pero consideraron que todavía no era el momento adecuado. La entrada de los recién desposados fue aplaudida por los invitados y Luis Enrique Martínez, que animaba la fiesta, tocó fuerte y melodioso el paseo: ¡el guayabito! canción compuesta por Lucas Gámez a su amigo Héctor, que al escucharla habló fuerte para que todos se enteraran: ¡En junio los invito al mío con Alma García!

Aparentemente, todo era dicha y felicidad, pero la muerte rondaba. Narcisa tamara, anfitriona de la fiesta, le hizo señas a Héctor para que ocultara el revólver y él lo ocultó en medio de los regalos, maniobra que observaron desde afuera los acechantes. Decidieron entonces valerse de Lucas Gámez, para que con engaños sacara a Héctor de la fiesta, éste se le acercó, y posando su brazo derecho sobre los hombros de Héctor le dijo: #¡Compadre, salgamos, que le añadí otra estrofa al paseo y quiero cantársela!”.

Apenas salieron, de la oscuridad aparecieron tres figuras bien conocidas por Héctor, el primero que habló fue“Edilbertico”: “¡Hijueputa , malparido, aquí nos vas a pagar el tiro que le diste a José!”. Al mismo tiempo le tiró varias trompadas que no hicieron blanco alguno, espacio que aprovechó Luis Mejía para estamparle una puñalada por la espalda con una cuchilla “mata ganado” bien filuda, que lo atravesó de pecho a espaldas, pero los atacantes no se percataron que Héctor, antes de salir, se había apoderado nuevamente de su revólver.

Herido de muerte y casi borracho, puso en práctica lo que aprendió muy bien en el batallón buena vista, de un salto se tendió en el suelo y se escucharon seguidos cinco disparos. Luis Mejía alcanzo a correr algunos metros, pero sus piernas le negaron fuerzas, cayó tendido para no levantarse más. Su cuello estaba pasado de lado a lado. Pedro recibió dos tiros a la altura del pecho, y Edilbertico tenía otro tanto en el abdomen.

Inmediatamente, Héctor después de disparar se puso de pie, con una mano se cubría la herida tratando de mitigar el dolor y en la otra llevaba el revolver humeante, caminó varios metros y, finalmente, cayó en la plaza principal muy cerca de su casa. La confusión en el pueblo era total, los gritos de alegrías se convirtieron en llantos de mujeres desesperadas, la gente corría por todas partes, parecían bestias espantadas, alguna persona le dijo a “Chemane” Morelos, que su hermano era uno de los muertos, y éste sin hacer averiguación alguna, tomó una rula colín que tenía, corrió hacia la plaza donde se encontraba Héctor tendido y agonizante, y, le asestó un rulazo en el cuello que por poco le desprende la cabeza.

Estando en estas, llegó confundido Segundo Fernández, hermano de Héctor, un corpulento hombre que le ayudaba en el sacrificio del ganado, llevaba envuelta en papel periódico la cuchilla que usaba para descuartizar a los animales. Enloquecido por lo que estaba presenciando, sacó la cuchilla del papel y se abalanzó sin importarle la diferencia de las armas. “Chemane” alcanzó a machetearlo en el antebrazo, esto no detuvo su impetuosidad, lo puñaleó varias veces hasta derribarlo, después le arrebató la rula, y lo tasajeó de igual forma como lo hacía con las costillas de los cerdos, chivos y vacas que sacrificaba para el consumo del pueblo. Satisfecha con sevicia su venganza, se paró en la puerta de la iglesia y allí raspaba el piso con la rula, pidiendo Morelos y Mejía. Como nadie apareció, huyó, dejando al pueblo para siempre. Más nunca se supo de él.

Al día siguiente se supo la magnitud de la tragedia: tres muertos y dos heridos, Pedro Morelos y su primo Edilbertico, se salvaron milagrosamente, se debatían entre la vida y la muerte en el hospital Rosario Pumarejo de López, de la ciudad de valledupar.

El pueblo, como lo pronosticó Héctor, horas antes de su muerte, se llenó de mujeres vestidas de negro, que lloraban y lloraban tanto, que ya sus voces afónicas eran inentendibles, pero una decía en medio del llanto: “¡La culpa fue de José Rafael, por haberle cortado la barba al padre Jofre!”.

Dicen algunas personas que la noche antes de la boda en la parte de atrás del cementerio hubo mucha bulla y finalmente se escucharon varios aleteos como de aves pesadas y de vuelos torpes.

 

Arnoldo Mestre Arzuaga

nondomestre@hotmail.com

Sobre el autor

Arnoldo Mestre Arzuaga

Arnoldo Mestre Arzuaga

La narrativa de Nondo

Arnoldo Mestre Arzuaga (Valledupar) es un abogado apasionado por la agricultura y la ganadería, pero también y sobre todo, un contador de historias que reflejan las costumbres, las tradiciones y los sucesos que muchos han olvidado y que otros ni siquiera conocieron. Ha publicado varias obras entre las que destacamos “Cuentos y Leyendas de mi valle”, “El hombre de las cachacas”, “El sastre innovador” y “Gracias a Cupertino”.

1 Comentarios


Roger Córdoba Valera 08-06-2023 01:56 PM

En mi adolescencia mi abuela me contó esas historias de masacres

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