Patrimonio

Guilma Suárez, la heredera del cacique ‘Polo’ Camarillo

Samny Sarabia

12/09/2016 - 05:15

 

Guilma Suárez Caramillo,  la cacica mayor en el milagro de la Virgen del Rosario

Hipolito Camarillo Miranda es uno de esos personajes distintivos de la leyenda del milagro de la Virgen del Rosario, no porque haya presenciado el hecho sucedido hace más de 500 años en la región vallenata sino porque fue uno de esas personas que se esmeró por revivirlo cada año durante casi toda su vida.

El viejo ‘Polo’ Camarillo dentro de la leyenda representó al cacique indígena tupe que se alzó contra los españoles como consecuencia de una afrenta hecha a la cacica Francisca. Cada 29 y 30 de abril se hace un ejercicio de recuperar este hecho religioso anclado en el patrimonio cultural regional con el que se venera a la patrona de Valledupar en la Catedral del Rosario,  que en un principio era conocida como el Viejo Convento de Santo Domingo.

Además de ser conocido como el cacique de la leyenda y de no tener estudios académicos, a Hipolito Camarillo también se le distinguía como ‘El maestro’ por los lados de Azúcar Buena, donde los agricultores jóvenes o con menos experiencia tomaban sus enseñanzas en las prácticas campesinas para trabajar la tierra. El viejo, al igual que todos los de su época, se guiaba por la naturaleza, el sol y la luna para sacar adelante sus cultivos y labores.

Hasta 1958, ya con una edad muy avanzada tuvo la responsabilidad de prestar el servicio en la procesión de la virgen del Rosario como el cacique Coroponiaimo. Con su hermana Martina Camarillo, no solo compartió el vientre de su madre, también la advocación de María, puesto que ella también representaba a la cacica. Juntos heredaron a Guilma Rosa Suárez Camarillo - nieta de Hipólito-  el compromiso de salvaguardar esta tradición religiosa de gran importancia para el pueblo vallenato.

De niña iba y venía a la finca ‘Providencia’ que tenía su abuelo en Azúcar Buena.  Como su mamá Margot Camarillo no tenía casa propia en Valledupar, su padre Luis Arturo Suárez González arrendaba una, pero resulta que él tenía otro hogar con la señora Antonia Alvarado en casa de su mamá Juana González.

Cuando debían hasta tres meses de arriendo, Luis Arturo y Margot se iban a la sierra. Con ellos partía Guilma, nunca se quedó en el Valle. El apego que tenía con su madre no se lo permitió. Además, su felicidad siempre fue aprender las labores del campo junto a sus hermanos varones, cosa contraria a lo que hacía su hermana mayor; quien se quedaba a cargo de la otra mujer de su papá para poder estudiar. 

Cumplidos los 16 años de Guilma Rosa, su madre decidió no volver a la ‘Providencia’ y establecerse en arriendo en el barrio Cañaguate en una casa del señor ‘Chico’ Estrada, donde vendía todo tipo de comida y víveres para ahorrar y comprar un lote que le permitiera brindar techo a sus hijos. Logrando más tarde, su cometido, Margot compró un lote en San Joaquín en el que construyó una casa a la que se mudó sin aún colocarle puertas.

A pesar de las limitaciones, Guilma anhela ese tiempo en el que reinaba la unión familiar y todo se compartía, en el que se iba con su mamá, hermanas y tías a lavar al río. Extraña cuando en las reuniones familiares y amigos a falta de mesas sentaban a los niños en el piso, les abrían las piernas y les ponían el plato de comida al frente. “Eso era sabroso”, dice. “Me di el gusto de vivir esa vida y de criarme así”.

“Era lindo ver que, aún sin tener seguridad nuestra casa, solo con unas tablas que llevó mi papá de donde se construía Cicolac, no se metían a robar. Ni cuando íbamos y veníamos a los teatro Caribe y Cesar a ver a la ‘Tongolele’, una famosa actriz estadounidense de la época, estrella de grandes producciones mexicanas, ni cuando me iba con mi prima Betty Calderón encapuchadas a las fiestas y bailábamos ‘La pollera colorá’ hasta el cansancio en los carnavales que ya también se han perdido”, recuerda.

El proximidad de Guilma Rosa con el acto religioso se dio cuando aun siendo niña su abuelo la ponía junto a su hermano Rodolfo Enrique a bailar los pasos que se presentan en la procesión. Más adelante, lo hacía como una feligrés más recorriendo la peregrinación vigilante que su abuelo no lo tumbaran porque su edad ya sobrepasaba los 80 años.

En 1956 en plena manifestación religiosa y como una iluminación divina, Martina quien ya había cedido su lugar de cacica a otra persona, caminaba alerta a que su reemplazo desempeñara un buen papel y teniendo algunas objeciones, le dijo a Guilma que debería ser ella quien la sustituyera. Sin embargo, la joven rechazó la oferta porque consideró que los demás miembros, mayores todos no la respetarían como lo hacían con su tía.

Sin embargo, a los dos años ocurriría un hecho determinante en la vida de la heredera de Camarillo. Con gran dificultad, tuvo a la primera de sus cuatro hijos. Martha llegaría antecedida por una preclamsia, múltiples convulsiones de su madre, una precariedad médica propia de la época y la decisión de salvar solo a una de las dos. Catorce horas tuvieron que padecer ambas antes que un médico pudiera programarle una cesárea. Mientras esperaban, la bebé nació por parto natural el 14 de septiembre de 1958.

De ese momento, Guilma no recuerda mucho, debido a que perdía el conocimiento con frecuencia por las convulsiones, razón que llevó a su familia a preparar la casa para su velación. Solo se tatuó en su mente uno muy especial cuando sintió que en su pecho caían las lágrimas de su abuelo Hipólito, seguramente causadas por felicidad de tenerla de regreso; abrió sus ojos y este le dijo: “Tuviste una chiche”. Así se les decía por aquellos años a los bebés.

Mientras Guilma Rosa asimilaba lo sucedido, se acariciaba el vientre buscando a su retoño cuando de repente su hermana le trajo a su niña y se la colocó al lado, ella la mira y vuelve a caer en ese estado inconsciente en el que habitó desde los cuatro días anteriores. Pasados 58 años, sigue convencida que fue un milagro de Nuestra Señora del Rosario por las oraciones que todos los habitantes del Cañaguate hicieron en su nombre.

Por el milagro que representó el nacimiento de su hija, ella siguió en la congregación para pagar la promesa que sus padres le habían ofrecido a la virgen. Iba cada año a la procesión y a la misa pero muy pendiente que todo se llevara a cabo según la tradición y las instrucciones dejadas por su abuelo. En una ocasión, Francisco Aramendiz a quien ‘Polo’ había encomendado para que fuera el cacique, quiso acabar las fiestas por un impase presentado con la virgen en la iglesia pero emulando a su abuelo o a la misma cacica Francisca, Guilma se opuso, defendiendo férreamente la tradición.

De sus 75 años de vida, más de veinte los ha dedicado a representar a la cacica mayor en el milagro de la Virgen del Rosario, aunque realmente han sido casi cuarenta en los que ha estado vinculada activamente a la celebración. Quiere que en su familia se respete y se continúe con el legado de Hipólito ‘Polo’ Camarillo Miranda, porque al igual que él, el servicio a la virgen va más allá de ponerse una manta cada año y salir a caminar el peregrinaje, representa su vida y anhela que ahora así como en el pasado se valore el respeto, la disciplina y la devoción no solo en la procesión, también en la cotidianidad de la vida.

Desde que su hija Martha nació fue ofrecida a la virgen como miembro de la congregación y sería de mucha satisfacción si ella pudiera heredarle su entrega y el compromiso. No obstante, si las cosas no suceden así, tiene claro tres cosas, primero, que su salvación la logrará siguiendo y viviendo la palabra de Dios, llevándola a su vida y dándola a conocer. Segundo, que tanto ella como su hija están con la virgen y ésta no tiene dueño  y por último, mientras tenga vida será la cacica porque es una responsabilidad moral y de amor filial con su abuelo Hipolito y su tía Martina Camarillo.

La leyenda

La leyenda dice que cinco siglos atrás se presentaron los españoles a la región y se adueñaron de las riquezas y del territorio de los indígenas que lo habitaban. No contentos con esto, tomaron a las indígenas como servidumbre. También relata la leyenda que había una hermosa india con una larga y linda cabellera llamada Francisca, la cacica. Así mismo tenían Antoñuelo, un niño indígena tupe; quien era el encargo de hacer los mandados, era el “corre, ve y dile”.

La belleza de Francisca, despierta celos en la esposa del capitán, éste la admiraba mucho. Un día la tomó desprevenida por el cabello, la ultrajó y se lo cortó; lo cual era una ofensa grandísima para Francisca y su tribu.

Escapándosele a la vigilancia de la guardia, Antoñuelo dio aviso de lo sucedido a Coroponiaimo, cacique de los tupes. Este pide ayuda a otras tribus indígenas de la región y se alistan a atacar a los españoles, a castigar la ofensa hecha a la cacica Francisca.

En medio de la riña, después de yacer en el piso muchos muertos y heridos de ambos lados, se aparece la imagen hermosa de la virgen, agarrando en su manto las flechas cargadas de fuego que los indígenas lanzaban contra el templo las viviendas de los españoles, impidiendo una  matanza mayor.

Al ver el esplendor de la figura de la mujer, los indígenas se dan a la fuga pero el capitán Antonio Suárez De Flórez, comandante de la Guardia Española los persigue hasta librar nuevamente una batalla en la laguna Sicarare y capturan al cacique. Sin embargo, antes de ser alcanzados por los españoles, los indígenas sacian su sed y proceden a envenenar el agua de la laguna con barbasco, una planta que todavía se consigue en la Sierra Nevada, utilizada por ellos para pescar, ya que no mataba sino que intoxicaba dejándoles sin impulsos para seguir la persecución.

Cuando ellos toman el agua, los indios escondidos en el monte alrededor de la laguna intentaron salir a acabar definitivamente con sus contrincantes pero nuevamente la virgen hace su aparición y con su báculo en mano, fue reviviendo uno por uno a los españoles. Es en ese momento cuando se produce el gran milagro de la virgen del Rosario, el mismo que cada año la congregación representa para que las nuevas generaciones lo conozcan y se apropien de él.

Los indígenas cuando vieron a la virgen dijeron: “Qué mujer y su cara bonita”. Expresión que fue tomada para denominar a la región de Azúcar Buena, no significa que la batalla se desarrolló en esos cerros, sino que el indígena quiso decir “Qué mujer y su cara buena”.

 

Samny Sarabia

@SarabiaSamny 

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