Opinión

Crecer en el Caribe colombiano

Diógenes Armando Pino Ávila

28/10/2016 - 05:50

 

Nacer en un pueblo del Caribe es una experiencia única que entraña un aprendizaje de costumbres y tradiciones de fuerte arraigo en el alma. Nacer en un pueblo del Caribe colombiano marca de por vida a la persona, pues le pone la impronta de ser un individuo, sencillo, amable y bullanguero, que toma la vida como un fiesta que hay que gozar todos los días, y que sin importar las circunstancias se tiene que vivir el presente con alegría pensando en un futuro que puede ser aún mejor, y si se puede, pachanguero.

Crecer cobijado por el manto tutelar de mis tías abuelas, hermanas de mi abuelo materno, solteronas y con solvencia económica,  es otra de las experiencias que nunca olvidaré, pues todos los días y todos los actos realizados en el seno de ese hogar están marcados por la ritualidad que dictaba la costumbre y la tradición familiar, es decir, todo fue un proceso iniciático que me preparaba para la vida de adulto, un aprendizaje con códigos muy particulares nacidos en la oralidad que se transfieren de generación en generación, no sabemos desde cuándo y mucho menos sabemos hasta cuándo.

El hombre del caribe colombiano, desde temprana edad, comienza a aprender por observación directa, costumbres que no olvidará en el transcurso de su vida y que le marcarán por siempre. Yo, por lo menos, no olvido la premura con que mis tías abuelas cubrían los espejos de la casa con paños y sábanas cuando sonaban los primeros truenos de una tormenta eléctrica, pues tenían la creencia de que los espejos atraían a las centellas. Crecí viendo las tías abuelas hacer pequeñas cruces con las hojas de palma de vino que usaron el domingo de ramos de ese año y que llamaban «ramos benditos» los que quemaban dentro de una jofaina de peltre que usaban como pebetero con la esperanza de que Dios amainara la tempestad desbocada que con furia tronchaba las ramas de los árboles del patio.

Todos los días por las mañanas me encomendaban entrar al dormitorio de mis tías abuelas a retirar los restos de las velas derretidas en los dos candeleros con que iluminaban al San Antonio de madera que tenían dentro de un nicho, debía dejar limpio de espermas los candelabros e insertar y encender dos nuevas velas para su adoración.  Aprovechaba esa entrada en solitario para abrir los dos grandes baúles de madera donde con sumo cuidado guardaban sus ropas, me encantaba el olor que despedían las pequeñas ramas de resedad anudadas en un pañuelo en el interior de esos baúles y me entretenía en leer las anotaciones de nombres y fechas de natalicios, matrimonios y muertes de familiares que estaban escritos con tinta verde y letras grandes en papel carta de líneas, adheridos a la parte interna de la tapa de los baúles.

Recuerdo el aroma mañanero de café que salía de la cocina y se esparcía por toda la casa y la voz de mis tías abuelas contando historias de la guerra de los mil días y otras anécdotas vividas por ellas o por familiares ya desaparecidos. Me deleitaba escuchando la voz suave de ellas contando cuentos de la tradición oral, los milagros del Santo Cristo, las apariciones de espantos en el Callejón del peligro o la recomendación de infusión de barbas de maíz para curar el mal de orina.

No olvido que la actividad escolar se sufría, pues los castigos con férula eran el pan de cada día, el aprendizaje de las tablas de multiplicar eran un suplicio y la repetición memorística de textos dictados por el maestro eran parte de la tortura. Todo este sufrimiento lo olvidábamos al salir de la escuela. Por las tardes, a escondidas, nos íbamos al río a aprender a nadar. El regreso a casa después de esas incursiones, la hacía cada cual a su manera, con rezos y oraciones pidiendo a Dios que en casa no supieran de nuestras aventuras, ya que en caso contrario, la azotaina era ineludible.

De cuatro a seis de la tarde la familia se reunía en el patio en torno a un radio JVC Nivico a escuchar las radionovelas de la época. Más tarde nos sentábamos a la mesa y después de orar ingeríamos la humilde cena bendita por el señor. Por la noche me dejaban salir a jugar en la otra calle, donde vivía mi abuela, ahí nos encontrábamos los muchachos a y jugábamos los juegos tradicionales de nuestro pueblo hasta que se oía la voz de alguna de las mamás llamando por su nombre a su hijo, esa era la alarma que nos indicaba la hora de partir a casa a bañarnos, hacer las tareas para después acostarnos a dormir, no sin antes acompañar a las mujeres a rezar el rosario.

Cada vez que evoco mi niñez en San Miguel de las Palmas de Tamalameque me identifico con la frase atribuida a Edward Thomas: “El pasado es la única cosa muerta cuyo aroma es dulce”.

 

Diógenes Armando Pino Ávila

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Sobre el autor

Diógenes Armando Pino Ávila

Diógenes Armando Pino Ávila

Caletreando

Diógenes Armando Pino Ávila (San Miguel de las Palmas de Tamalameque, Colombia. 1953). Lic. Comercio y contaduría U. Mariana de Pasto convenio con Universidad San Buenaventura de Medellín. Especialista en Administración del Sistema escolar Universidad de Santander orgullosamente egresado de la Normal Piloto de Bolívar de Cartagena. Publicaciones: La Tambora, Universo mágico (folclor), Agua de tinaja (cuentos), Tamalameque Historia y leyenda (Historia, oralidad y tradición).

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