Ocio y sociedad

Tras la ruta itinerante de un tintero

María Ruth Mosquera

17/01/2017 - 06:25

 

La figura menuda aparece en la cabecera de la calle 17 y se desliza casi inadvertida a través de la zona de carretera del viejo Valledupar. Anda con pasos urgentes y serenos; alterados sólo cuando es ‘tragado’ por la boca de alguna tipografía, para reaparecer luego con dos vasos menos de café en sus termos y 800 pesos más en el bolsillo.

En su senda itinerante se encuentra con los clientes de siempre que lo esperan para tomar su porción diaria del oscuro líquido que les sacude la pereza, y progresivamente va alivianando el peso de los cinco termos que cargó aún de noche en su casa al sur de Valledupar.

La suya es una vida cíclica que lo ha mantenido por nueve mil doscientos días circundando la misma órbita de empleados bancarios, tipógrafos, diagramadores, encuadernadores, vendedores de almacén, zapateros, farmaceutas y gente del común que se encuentra en el camino y piden que le sirva un tinto.

Siempre dispuesto a regalarle una sonrisa a sus clientes, Gildardo Mora delimita con sus pasos cada recoveco de Valledupar, camina sobre los recorridos que hizo ayer, los mismos que hará mañana, sirviendo tintos y añejando su experiencia que lo ha posicionado como ‘El más’ entre los más de 100 tinteros que a diario le ponen la cara al sol para rebuscarse el sustento de sus hogares en la capital del Cesar.

“Muchas personas me esperan, saben que yo les vendo un tinto bueno, una aromática bien preparada, el café de leche o el chocolate; la gente me dice que me compra porque ando bien cambiado”.

Al decirlo, un orgullo tímido se asoma en sus ojos negros y se refleja por su camisón blanco, su jean y gorra azul y unas gafas que le atemperan el brillo canicular de mitad de la mañana. Pero tiene razón, sus clientes aseguran que ningún otro tinto sabe igual al suyo; afirmación sustentada tal vez en la maestría que hace que su café tenga un sabor y olor sinigual, matizado con un toque secreto delatado por aromas a canela, jengibre y clavos de olor.

Al llegar a la Galería Popular desocupa varios de sus termos y regresa por la calle 17 a dejar los últimos sorbos de la mañana. Ha sido una ‘mañana buena’, tal como lo presagió al salir de su casa y mucho antes, cuando decidió dejar la vida trashumante y anclarse en Valledupar, donde después de una breve y poco exitosa incursión en las ventas de casetes y frutas, aterrizó en una calle con dos termos llenos de café, preparados empíricamente, acudiendo al capital simbólico adquirido en sus años de vida campestre.

Hace un alto en su camino, distensiona su rostro y, dejando ver sus dientes irregulares; se regresa a su niñez en Plato, Magdalena, donde se crio ordeñando vacas, recolectando café, tirando machete y entregado a otros quehaceres que lo mantuvieron lejos de una escuela; “apurao firmo mi nombre”.

Cuando tuvo edad de decisión, se fue a buscar nuevos horizontes y le dio la vuelta a La Guajira, sin encontrar nada diferente a lo que había dejado en su terruño, excepto cinco mujeres que en las noches de soledad le apaciguaron la urgencia viril y se dejaron sembrar sendas semillas que germinaron y hoy sobreviven como testimonio de la vida andariega de este hombre que encontró reposo en Valledupar, al lado de una mujer con la que disfruta los almíbares del amor adulto, desde hace 10 años.

Gildardo hace un alto en sus recuerdos y se despide de repente: “Ya voy tarde porque a esta hora me espera la gente del banco”; sirve un tinto caliente, lo entrega y se va con paso apresurado para ‘ponerse al día’ con el tiempo y reponer los minutos que se detuvo a conversar sobre ese oficio que lo hace feliz porque le da para vivir tranquilo, con los dos ‘viajes’ –diez termos- que vende a diario.   

En yuxtaposición, cuatro cuadras más arriba, José González re-anda los pasos del día anterior, con el mismo cochecito con cinco termos llenos de tinto, aromática, café con leche y chocolate; avanza sin pausas, asediado por el sol, al que se le esconde debajo de un árbol frondoso que le ha servido de cómplice durante los cuatro años que lleva haciendo lo mismo, intentando entender la contradicción de vender bebidas calientes en una ciudad canicular, tratando de hallarle sentido a la inverosímil creencia que el tinto quita el calor.

Se sienta en el muro de siempre y, entre tintos y aromáticas, le reprocha a la vida la forma ruda como lo arrancó de la serenidad de su hábitat pastoril para arrojarlo sin salvavidas a la gran urbe que lo dejó perplejo, sin equilibrio para seguir una ruta que se le volvió inestable.

“Sabe señorita; yo vivía tranquilo en mi finca con mis animalitos, mis sembrados, mis hijos y mi mujer, pero eso se puso muy revuelto por allá y ellos me dijeron que si iba a esperar que nos pasara lo que le pasó a la otra gente…”. Se le aguan los ojos y le falla la garganta al contar que vio morir a muchos amigos y le tocó malvender sus 50 hectáreas de tierra productiva, de 45 millones de pesos, en solo 15, y salir con muy pocas pertenencias porque no hubo tiempo de empacar todo.

“¿Y ahora qué voy a hacer?” fue la pregunta que masticó por una semana al llegar a Valledupar; solo pudo encontrar la respuesta cuando se descubrió gritando “tinto, tinto” mientras caminaba bajo un sol inclemente, sosteniendo cinco termos que ese primer día regresaron casi llenos a su nuevo hogar de un barrio periférico de Valledupar. Ahí estaba. A esas calles lo llevó la vida sin que él así lo escogiera. No le gusta ese oficio, pero es consciente que a sus 71 años no aplica para un cargo en empresa alguna.

“Esto de fácil no tiene nada, pero ¿qué más puedo hacer?”. Cuando sus utilidades se lo permitieron compró un cochecito para arrastrar los termos y darle un poco de descanso a sus brazos añosos que cuando llegan las 11 de la mañana le reclaman una tregua, apenas justa, teniendo en cuenta que está levantado desde las tres de la madrugada, cuando junto con su esposa–madre de sus 11 hijos mayores de 40 años- se levanta a poner las ollas en el fogón para preparar el producto del día. 

“Uno se siente en el aire imagínese. Después de vivir sin necesitar nada, pasar a necesitarlo todo; eso es muy duro”. Es por eso que le gustaría poder hablar cara a cara con Dios y pedirle “que me cambie esta vida que tengo y que me dé la opción de terminar mis días haciendo algo más para no estar en este oficio”.

Se deja encontrar por el sol, entonces continúa su recorrido, se detiene un momento en el Parque de las Madres, sirve unos cuantos vasos de bebidas calientes y se pierde con su carrito de termos y el sol al hombro.

Como Gildardo y José existen cientos de nómadas callejeros en el Caribe colombiano, que saltan de sus camas antes que los gallos comiencen un canto matinal, tan predecible y rutinario como el oficio de ellos, siempre delgados, no se sabe si por contextura o por el desgaste físico que les representan los miles de kilómetros andados sobre las mismas cuadras de la ciudad.

Ellos, los tinteros, forman una simetría en los perímetros urbanos de las ciudades, de modo que, sin proponérselo, cubren todos los espacios, hacen fugaces ingresos a oficinas, almacenes, tiendas y tipografías…  para continuar su itinerario que termina solo cuando se ha escurrido la última gota de café de sus termos.  

Ellos aportan sus pasos, la lozanía de su piel y su esfuerzo para exorcizar los bostezos de las diez de la mañana o las tres de la tarde cuando las ganas de una siesta tienen que ser ahogadas con el sabor singular de un buen café caliente.

Su trabajo no solo arrastra lo simple o complejo de conocer la piel del sol, de soportarlo con o sin sombrero, cargando termos con bebidas calientes; de caminar las mismas calles que se vuelven monótonas; esa es la parte sencilla, porque en la otra cara del oficio, han tenido que sobrevivir a muchos desagravios, incluidas las ‘vacunas’ que han tenido que diezmarle a personas que viven al margen de la Ley, a la furia inhumana de los atracadores que se toman solo un segundo para despojarlos del producto del trabajo de todo un día, dejándoles tan solo los termos llenos de cansancio e impotencia.

Pero mientras la vida no les haga una mejor oferta, seguirán su rutina constante de caminar lo caminado, sirviendo tintos, aromáticas, café con leche y chocolate a sus clientes de la calle que siempre los esperan con gratitud.

 

María Ruth Mosquera

@Sherowiya

 

1 Comentarios


Berta Lucia Estrada 17-01-2017 11:53 AM

Cuando yo era pequeña, e incluso cuando era adolescente, ese empleo no existía en Manizales; lo vi aparecer en la década del 90, cuando Colombia se sumió en una crisis económica que nos dejó a muchos sin los aptos que habíamos comprado y pagado varias veces su valor inicial. La historia de este hombre es, sobre todo, la historia de los desplazados por al violencia, por la guerra que el gran infame siempre negó y que siempre azuzó.

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