Ocio y sociedad
La descomunal fortuna de don Pepe Sierra
Con toda seguridad, son escasas las personas en el país -y concretamente en la Costa Atlántica- que tienen algún conocimiento sobre la existencia de don Pepe Sierra, el habilidoso campesino analfabeto que con una consagración ejemplar y un esfuerzo inquebrantable logró consolidar una inmensa fortuna y convertirse en el hombre más rico e influyente de Colombia a comienzos del siglo pasado.
Conocido también como “El Becerro de Oro” o “El Campesino Millonario”, don Pepe constituye, al lado de otros labriegos de condiciones similares, el selecto grupo de personajes que ha dado vida al mítico prototipo del campesino antioqueño: pragmático en sus inversiones, ahorrativo en sus gastos e ingenioso para producir dinero.
La sagacidad y la especulación fueron las armas que le sirvieron para engordar su descomunal riqueza que alcanzó a superar, en ese entonces, los veinte millones de pesos y llegó a ser —caso único en la historia nacional— más solvente que todos los gobiernos de su época. Por esta razón, la manera sencilla como un campesino de origen humilde y rústicos conocimientos escolares acumuló, engrandeció y administró uno de los mayores capitales del siglo XIX y comienzos del XX han convertido a don Pepe en un personaje de leyenda y le han merecido un rincón destacado en las célebres páginas de la historia colombiana. Por eso a finales del siglo pasado, don Pepe fue seleccionado por varios órganos informativos y periodísticos como uno de los personajes del siglo XX.
José María Sierra -su nombre completo- nació en el histórico municipio de Girardota, bellísima e industrial población situada al norte de Medellín y famosa en su tiempo por sus trapiches de cañas, el aguardiente de contrabando y los gallos de peleas. Su educación fue limitada y no sobrepasó la cartilla de cartón, la suma y la resta y la escritura garrapatosa.
Escasamente sabía firmar, y su rúbrica era un trazo indescifrable. A un escribiente, que en la vejez pretendió enseñarle la ortografía de la palabra “hacienda”, lo remató en el acto: “Mire, joven, yo tengo setenta “aciendas” sin hache, ¿y usted, cuántas tiene con h?” Inició la acumulación de su fortuna a los catorce años cuando tuvo su primera parcela que heredó de la repartición de la finca de sus padres entre siete hermanos, y a los veinte ya su patrimonio originaba comentarios.
Era infatigable: trabajaba sin descanso de día y de noche, dedicado a la cría de ganado, siembra de caña y fabricación de panela. Los sábados y domingo era arriero. En su madurez se dedicó al remate de las rentas estatales y a la inversión de bienes raíces. La expansión de su patrimonio fue visible en terrenos de Antioquia, Valle del Cauca, el viejo Caldas y Cundinamarca, donde llegó a tener setenta “aciendas” ganaderas muy bien organizadas. En Bogotá ejerció su poderío a lo largo de la Calle Real -actualmente Carrera Séptima- hasta la hacienda Hatogrande en el corazón de la sabana -hoy casa de los Presidentes-. Don Pepe siempre tuvo claro que en una economía débil e inflacionaria como la colombiana “lo único que engordaban eran los lotes de terreno y el ganado que pastaba en ellos”.
Diferente a las costumbres de los grandes ricos y potentados de la historia, don Pepe no era amante de los viajes, jamás salió de Colombia, odiaba las comodidades, detestaba los banquetes y vivía de manera franciscana: nada de lujos ni cosas superfluas. Se vestía con pantalones bastos, camisas fuleras y jamás usaba zapatos. Como caso curioso, su acentuada fama de mujeriego -tuvo alrededor de veinte hijos- iba acompañada con la de miserable y tacaño, pues consideraba “el ahorro como el valor fundamental”.
A finales del siglo XIX cuando se fue a vivir en Bogotá no aumentó en lo más mínimo los gastos de representación social de su familia. De gallero y apostador en los bajos fondos de San Victorino terminó viviendo en la Calle Real, en medio de los bancos y los opulentos, en una casa modesta con escasos enseres y ausencia de adornos.
Al ensanchar su poder económico, muy pronto desapareció su timidez de campesino, convencido de ser el único capaz de sacar de apuros a los paupérrimos gobiernos de la época. Los presidentes Rafael Núñez, Miguel Antonio Caro, José M. Marroquín, Jorge Holguín, Rafael Reyes, Ramón González Valencia, Carlos E. Restrepo, José Vicente Concha y Marco Fidel Suárez figuraron entre su lista de clientes. A todos les hacía préstamos personales. Casó a su hija Clara con un hijo del presidente Rafael Reyes y pisaba con frecuencia las alfombras del Palacio de San Carlos, siempre calzando cotizas. En 1916 retornó a Medellín y allí murió cinco años después, atacado por crisis nerviosas y fuerte arterioesclerosis, acompañadas de su crónico desinterés por los negocios. Hoy, la fortuna que amasó hace más cien años, a pesar de las múltiples subdivisiones, sigue siendo sólida.
Eddie José Daniels García
eddiejose2@gmail.com
Sobre el autor
Eddie José Dániels García
Reflejos cotidianos
Eddie José Daniels García, Talaigua, Bolívar. Licenciado en Español y Literatura, UPTC, Tunja, Docente del Simón Araújo, Sincelejo y Catedrático, ensayista e Investigador universitario. Cultiva y ejerce pedagogía en la poesía clásica española, la historia de Colombia y regional, la pureza del lenguaje; es columnista, prologuista, conferencista y habitual líder en debates y charlas didácticas sobre la Literatura en la prensa, revistas y encuentros literarios y culturales en toda la Costa del caribe colombiano. Los escritos de Dániels García llaman la atención por la abundancia de hechos y apuntes históricos, políticos y literarios que plantea, sin complejidades innecesarias en su lenguaje claro y didáctico bien reconocido por la crítica estilística costeña, por su esencialidad en la acción y en la descripción de una humanidad y ambiente que destaca la propia vida regional.
2 Comentarios
Era mi bisabuelo... No reconoció a mi abuelo Roberto.
Entonces yo soy su tataranieto y que pena que fuera tan avaro, Dios ya le dio su recompensa. Descansa en Paz se parecía mucho a mi Tío Roberto Cifuentes. Pero siendo mi tío una gran persona que tanta falta no hace.
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