Literatura

Los mapas de la ficción

Benjamin Casadiego

27/02/2018 - 03:25

 

 

Cada novela tiene su mapa; algunos son explícitos, otros no tanto. En el mapa de la ficción los personajes toman decisiones, por lo general decisivas para sus vidas; o no las toman, las dejan en un aplazamiento infinito que de igual forma deciden sus vidas y el curso de una historia.

Mi afición por los mapas es anterior a la lectura y ahora creo que leo para buscar allí mis mapas. El mapamundi que cada quien tiene dibujado en su cabeza, supongo, tiene sus particulares colores y sensaciones; de allí que para mí, el curso del Amazonas o el croquis de Lima dibujados por Vargas Llosa, me parecen oscuros, mientras que las islas del Pacífico Sur, narradas por el mismo autor, resulten transparentes y brillantes.

He llegado a pensar que, en las novelas donde el escenario es local, el escritor está implicado en un paisaje propio, lleno de percepciones contradictorias, de amor y odio, mientras que al narrar otros espacios el gran escritor peruano parece liberarse del paisaje original. Desde esa mirada, he venido trazando un mapa particular del mundo, con sus claridades y oscuridades, con sus colores, miedos y prejuicios. Algunas regiones las puedo ver claramente, mientras con otras tengo dificultades insalvables. Disfruto la visión del Bósforo desde el balcón de la casa natal de Pamuk en Estambul, incluso puedo transitar sus calles bulliciosas, pero me cuesta imaginar el interior de sus hogares; lo mismo sucede con Hungría o el sur de India: hay un velo que me oculta lo esencial de esos lugares, de la vida al interior de lo cotidiano; pero en cambio siento la niebla de los Cárpatos en Rumania llevado por Bram Stoker, nacido justamente en Berlín, o disfruto el misterio y la mística de las montañas en Nepal y camino como lugareño por cualquier ciudad del Japón de Yoshimoto, Kawakami, Tanizaki, Mishima, Kawawata o Murakami: todo está allí, a un palmo de mis ojos. Las casas, los matices de luz, los rostros y los motivos de la gente. El lugar.

Habito lugares escritos: ese breve y expandido litoral de García Márquez, su mapa de la casa que se extiende por el Caribe oral de las abuelas; las historias que fluyen desde el sur de los Estados Unidos hacia El Limón de Anacristina Rossi en Costa Rica; un pedazo de la India en el mapa de Naipaul en Puerto España, Trinidad; o los inmigrantes chinos de La Habana en Zoé Valdéz. ¿Cómo explicar eso? Misterio. Las búsquedas del lector son tan misteriosas como la pre-memoria del escritor. Ambos tienen un arquetipo que tratan de descifrar en el papel.

Los mapas preceden mi experiencia sensorial con el mundoKeraban el Testarudo de Julio Vernes requirió ese mapa de la infancia para consumar el placer de bordear el Mar Negro, sus pueblos, sus noches llenas de intrigas, sus culturas. Joseph Conrad, hombre de mapas y naviero, cruza la ficción con la memoria para poder decir en El corazón de las Tinieblas: “Cuando era muchacho me apasionaban los mapas. Podía pasar horas mirando Sudamérica, África o Australia inmerso en los placeres de la exploración”. Y aunque en la novela no se mencione ellugar, la conexión dramática la definen dos ríos perfectamente identificados: el Támesis y el Congo. Es al mencionar el Congo de sus mapas de muchacho cuando sentimos la imperiosa necesidad de correr tras un mapa para ver lo que ese marino mercante de origen polaco descubrió exactamente en su mapa: “Pero había en él un río en particular, un río grande y poderoso, que aparecía en el mapa semejante a una inmensa serpiente desenrollada, con la cabeza en el mar, el cuerpo quieto curvándose sobre un vasto territorio y la cola perdida en las profundidades de la tierra. Y mientras observaba el mapa en un escaparate, me fascinó como una serpiente fascinaría a un pájaro, a un pequeño e incauto pajarillo”.  Desde arriba me asomé al mapa de África para ver ese río convertido en serpiente y sentir el mismo hechizo que Conrad sintió de muchacho.

Soy lector de mapas, y las historias sólo las entiendo con un mapa a la mano, porque si no me pierdo, no dentro de la novela –que es un requisito-, sino fuera de ella. Cuando mi amigo el escritor Luis Barros Pavajeau me envió el borrador de su novela Los bordes del Mar, que tiene todo el esplendor del Caribe desde el primer párrafo, hice la travesía en una goleta de finales del siglo XIX desde Saint-Pierre (hoy Fort-de-France) en Martinica hasta Riohacha y Santa Marta, para sentir ese viaje y cerciorarme de si realmente Adèle, el personaje central, había viajado en un barco de verdad o en uno de papel, y poder ajustar a tiempo esos vacíos técnicos que terminan convirtiéndose en vacíos espirituales.

Si bien hay novelas con mapas bien dibujados, hay otras que nos juegan malas pasadas y alcanzan a desconcertarnos; escritores que ocultan con malevolencia el lugar geográfico donde sus personajes deambulan y entonces comenzamos a perder piso a medida que pasamos las páginas. Es el caso de El desierto de los Tártaros del escritor y periodista italiano Dino Buzzatti (1906-1972). ¿En qué fantástica e irreal frontera está ubicada la Fortaleza Bastiani, asediada desde hace miles de años por los Tártaros? Nunca lo sabremos exactamente, sólo alcanzaremos a intuir el espacio donde el escritor imaginó la fortaleza y los hechos que allí ocurrieron (o no ocurrieron). Las claves las da el escritor con la única mención de un pueblo vecino a la fortaleza llamado San Rocco, donde de vez en cuando los soldados bajan en busca de vino y mujeres. Eso es todo.

Sabemos, nos lo dice el prólogo de Borges, que Buzzati nació “en la antigua ciudad de Belluno, cerca del Véneto y de la frontera con Austria”. De los once San Rocco que registra el mapa de Italia, uno está en la región del Véneto, muy cerca de la ciudad natal de escritor. Un hombre de fronteras extensas y desoladas se imagina una historia fantástica en una frontera kafkiana, donde soldados esperan desde hace generaciones la llegada de un enemigo, tal vez real, tal vez imaginario, que algunas veces creen avistar en la lejanía de la llanura como una mancha oscura que apenas se mueve en el horizonte. El lugar, me atrevo a asegurarlo, es el lugar de su infancia, el impresionante Parque Nacional de los Dolomitas, de la región de Belluno y es en el Albergue de las Tres Cimas, una hondonada de inmensas montañas escarpadas y llanuras áridas, donde está ubicada la fortaleza. Todo es ficción, incluso la frontera, pero el espacio es el lugar de la infancia recobrado. Es la memoria. Al fin de cuentas estamos marcados por ese mapa inicial regional y por el plano de nuestra casa de infancia.

Los mapas, tanto en la ficción como en la vida real, trazan la vida de los humanos. Kurtz, el oscuro personaje central de El Corazón de las Tinieblas, decide tarde el regreso a Europa donde lo esperaba su novia y tal vez un recibimiento de héroe: la selva lo atrapa, lo mata y se lo traga. “Lo poco que quedaba de su fatigado cerebro se veía ahora perseguido por oscuras imágenes… Imágenes de fama y opulencia que giraban servilmente alrededor del don inextinguible de la expresión noble y sublime. Mi prometida, mi puesto, mi carrera, mis ideas… Tales eran las cuestiones sobre las que versaban sus ocasionales manifestaciones de elevados sentimientos. La sombra del Kurtz original frecuentaba la cabecera de la cama donde yacía aquella huera réplica, cuyo destino era ser enterrada poco tiempo después en el moho de la tierra primitiva.”

En Las Palmeras Salvajes de William Faulkner, el mapa de la acción lo dibuja el río Mississipi, llamado El Viejo, y la historia de un presidiario en el centro de la gran inundación de 1927, que corre paralela, diez años después, a la de dos enamorados que atraviesan el este de Estados Unidos, desde Nueva Orleáns hasta Chicago, para intentar dar forma a un amor cargado de culpas que se hace, deshace y rehace día a día, hasta que en algún momento se aquieta en la comodidad y la decencia. “Porque el hecho de ser solventes por primera vez, de saber con seguridad de dónde vendría la comida de mañana… me había esclavizado y entregado a la decencia como cualquiera.”  Y es en ese momento donde los amantes, Wilbourne y Carlota, deciden regresar hacia las palmeras salvajes del sur, es decir al riesgo, una decisión con la que intentarían evitar convertir su amor en un mausoleo: “… me di cuenta a lo que íbamos, que el hambre no era nada, no podía hacer nada más que matarnos, pero que esto era peor que la muerte o la separación”, confesaría Wilburne a su amigo Mc Cord. Mientras Kurtz en la novela de Conrad intenta, demasiado tarde, salir de la selva para entrar a la comodidad de una vida de reconocimiento y aceptación social, la pareja de Faulkner busca regresar a la antigua condición de riesgo, pues ya se han dado cuenta del precio que han debido pagar por una vida cómoda. “No son las circunstancias las que eligen nuestras vocaciones, es la decencia la que nos convierte en quiromantes y dependientes y pegadores de carteles y motoristas y escritores de novelones”. Entonces deciden regresar a su mapa, el origen de su tragedia.

Uno se pregunta si el Kurtz de Conrad realmente deseaba salir de esa “comodidad” en el corazón de las tinieblas, allí tenía poder y era un sátrapa cuyas leyes las redactaba a su arbitrio: concluimos que sólo la enfermedad lo puso a dudar por un instante. Los lectores intentamos imaginarlo en la “ciudad sepulcral” como llama Marlow, el marino que fue y regresó del infierno, a ese lugar indefinido del norte de Europa que suponemos es Bruselas, viviendo con su prometida, regresando a su biografía que dejó inconclusa al partir para África: ¿Un periodista de prestigio, un compositor famoso, un filósofo, un hombre de ciencia?  Pero no lo imaginamos en su nueva vida: ha perdido su identidad y su época. Demasiado tarde para el regreso, la muerte le llegó antes de tiempo.

Como le llega a Giovanni Drogo en El Desierto de los Tártaros: un hombre que aplaza su partida de una fortaleza militar a la espera de que ocurra algo, algo importante, la heroica batalla que lo redimirá de la mediocridad. En esa espera pierde el contacto con sus orígenes hasta el punto de que su lugar natal se hace irreconocible para él; y sus antiguos amigos terminan por desconocerlo dentro del estrecho marco de sus vidas exitosas y protegidas. La muerte le llega justo a las vísperas de la gran batalla esperada por más de treinta años en la monótona vida de un cantón militar perdido en las montañas.

Tres viejos exploradores de mapas nos cuentan tres historias cruzadas por la tragedia de la espera y de la huida: una pareja de enamorados que escapa de la comodidad en busca de la tragedia; un déspota solitario con su particular idea del progreso desde la visión occidental que intenta huir, a destiempo, en busca del reconocimiento; un militar que espera la batalla que lo redimirá de su vida mediocre, con la que podrá regresar a su lugar convertido en héroe, sin saber que la batalla la tendrá que librar a solas con la muerte en un oscura posada de la montaña.  Las tres formas de la espera. Tres historias cuyo dibujo en el mapa parecen aquietarse como permanecen el infinito trazo y contextura de los ríos y las montañas donde sus héroes se mueven y se moverán por los tiempos de los tiempos, diminutos, insignificantes, justificando que existan escritores y lectores incautos, como el valiente recluso en la historia paralela de Faulkner, que en la cárcel no dirigía su profunda indignación hacia los abogados y jueces que lo habían condenado, sino a los escritores, “los incorpóreos nombres ligados a los cuentos, a las novelas por entregas… que según él lo habían empujado a su condición actual por su propia ignorancia y credibilidad…”

Un mapa es diseñado secretamente para nosotros y por allí transitamos, tal vez sin sospechar que el dibujo ha sido trazado por un oscuro escritor que se ríe en la oscuridad.

 

Benjamin Casadiego

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