Opinión
Conflicto y cultura
En los momentos excepcionales en que un gobierno empezó conversaciones para llegar a una paz negociada con grupos alzados en armas, la palabra cultura saltó como liebre detrás de los matorrales de la guerra. Apareció en el proceso que condujo a la desmovilización del M-19 y tuvo resonancia casi espectacular en las abortadas conversaciones del Caguán.
Siempre se ha hablado del papel que desempeña la cultura en el difícil camino de la guerra a la paz. Y no ha faltado el lirismo, como en las palomas del presidente Belisario Betancur o en el desfile de poetas y artistas llegados en peregrinación al Caguán.
La lectura de ¡Basta ya!, el Informe General del Grupo de Memoria Histórica, obliga a reconocer de nuevo la función de la cultura. Esta vez, en un papel menos lírico: tratar de ajustar la verdad a la emotividad individual y colectiva. Tal vez lleguemos al convencimiento de que es preferible recorrer el accidentado camino de una paz negociada a prolongar un ciclo de destrucción, igual o más espantoso que el reseñado en este informe.
Sin esos cambios de percepción y sentir, será difícil aclimatar la paz en la conciencia de las mayorías. Por ello hacen falta una pedagogía mediáticamente prolongada sobre los orígenes de la guerra y más información sobre sus actores y los daños materiales, culturales e institucionales causados durante cinco décadas.
Tenemos que aprender a vernos en el espejo roto de la Memoria histórica. Solo la soberbia y el narcisismo llevarían a pensar que ese espejo nos calumnia. No basta saber que, entre 1958 y el 2012, la guerra dejó 220.000 muertos, que el 18,5 por ciento eran combatientes mientras el 81,5 por ciento correspondía a civiles. No basta reconocer que el 15 por ciento de la población colombiana, casi 6 millones, fue víctima de desplazamientos forzados.
Memoria Histórica nos informa que, entre 1980 y el 2012, el 58 por ciento de las masacres (1.166) fueron cometidas por grupos paramilitares, el 17,3 por ciento (343), por las guerrillas y el 7,9 por ciento (158), por la Fuerza Pública. De los 27.023 secuestros perpetrados entre 1970 y el 2010, las guerrillas cometieron 24.482, es decir, el 90,6 por ciento, mientras los paramilitares fueron responsables del 9,4 por ciento restante.
Guerrillas, paramilitares y agentes del Estado hacen parte de esta Memoria, en proporciones que no eximen de culpa. Aprender a leer estas cifras será la más cultural y pedagógica de las tareas, pase lo que pase en la mesa de conversaciones de La Habana.
Les corresponde al Gobierno y a las instituciones del Estado dar crédito y valor institucional a estas Memorias y divulgar masivamente su contenido. Allí es donde entra el protagonismo de la cultura, con sus instrumentos de persuasión y su capacidad de ponerles corazón a las cifras. Tenemos que empezar a cambiar los patrones de conducta que nos atan al resentimiento, a la pendencia y a la justicia “vindicativa”.
Siempre existirá la tentación de buscar atenuantes a la versatilidad enfermiza de las guerras. Se querrá recargar la culpabilidad de uno vaciando de responsabilidad al otro, pero, por primera vez en nuestra historia reciente, la Memoria histórica es anterior al marco de una paz negociada.
Toda memoria, sin exclusiones, es un juicio de responsabilidad. Sin esa responsabilidad, el futuro queda envenenado. Más allá de las cifras espantosas, la verdad es la primera condición en el diálogo apaciguador entre víctimas y verdugos. La cultura del cara-a-cara tendrá que imponerse a la cultura del resentimiento elusivo.
Óscar Collazos
El Tiempo
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