Medio ambiente

Diario de un pescador

María Ruth Mosquera

05/02/2016 - 04:30

 

Foto: María Ruth Mosquera

Rodrigo abre los ojos y se sienta en su lecho. A tientas, calza las chanclas que ha dejado a los pies de la cama; iluminado por la lámpara de la esquina, cruza la cocina y sale al patio trasero de la vivienda, donde entra en un cuartico sin techo, con pareces de tablas y un tanque lleno de agua. Suelta despacio el agua con una vasija plástica y la siente deslizarse desde su cabeza y recorrerle el cuerpo, mientras desde patios lejanos le llegan cantos de gallos y mugidos de la noche que se va.

Es increíble la frescura que se siente a esa hora en Chimichagua, comparada con los 38 grados, y a veces más, que por lo general soporta en sus faenas de pesca. De regreso al cuarto, pasa de nuevo por la cocina y un olor a café recién colado se le mete por la nariz y lo invade por dentro; se detiene un momento, cierra los ojos, inhala con fuerza y retiene por unos segundos el aire aromático en sus pulmones; es como si quisiera consumir el café sin beberlo.

“¿Cómo durmió negra?”, le pregunta a Diana, la mujer que lo ha acompañado durante doce años y ha parido, de parto natural, sus dos hijos. “Bien mijo”, responde ella, extendiéndole una taza de café, que él recibe y sigue hacia el cuarto, donde hay una muda de ropa sobre la cama. “¿Qué le pasaba anoche mijo? Lo sentó levantarse varias veces”, pregunta Diana desde la cocina. El hombre guarda silencio. Se viste con rapidez y regresa con su mujer, que ya le tiene servido el desayuno: bollo limpio con queso y más café. “Nada, negra. Es que de pronto se me fue el sueño otra vez”. Desayuna despacio mirando en silencio a Diana que se ha sentado a acompañarlo, como todos los días. “¿Está desganado, mijo?”, insiste ella. Rodrigo inhala y esta vez exhala con fuerza el aire. “No se preocupe, negra. Dios proveerá”. Le da un beso en la frente y sale en silencio, llevando con él el ‘equipaje de pesca’ que deja listo todos los días a un lado de la puerta.

La luz del día aun no acaba de asomarse. Llega a la orilla de la ciénaga de Zapatosa, donde ya lo espera un compañero de faena. Suben a una canoa y navegan ciénaga adentro, al mismo ritmo de la mañana que se va haciendo plena.

En casa, Diana no deja de preguntarse qué le pasa a su esposo. Le preocupa su estado depresivo y supone que tiene que ver con la situación de la pesca. Sabe que el pescado se está acabando y cada vez es más difícil para Rodrigo y para las cerca de siete mil familias de pescadores, diseminadas por los municipios de Chimichagua, Chiriguaná, Curumaní y Tamalameque, en el Cesar, así como El Banco, en Magdalena, que dependen económicamente de este cuerpo de agua. Pensando en eso prepara a sus hijos, los envía a la escuela y se queda en casa, ocupada en los quehaceres cotidianos y preocupada por la situación económica de los suyos.

Pasado el mediodía, regresa Rodrigo. Trae sus herramientas de pesca y el dinero, no mucho, que le han pagado por las mojarras que capturó con su compañero, las cuales vendieron a compradores que esperan la producción en la orilla. Su mujer le hace bromas y logra sacarle la primera sonrisa del día. Se sientan a almorzar juntos arroz, con pollo guisado, plátano amarillo y limonada de panela. De pronto, Rodrigo suelta el tenedor y se queda en suspenso mirando a su esposa, ante la mirada de alarma de ésta. “¿Se acuerda, negra, de cuando cogíamos bastante pescado, que usted y las mujeres nos esperaban allá en la orilla? Todo ese pescado que agarrábamos, bocachicos grandísimos…”. Hace otra pausa, mira el pollo en el plato y evoca: “Me acuerdo que usted me esperaba pa’ fritar el pescado del almuerzo”. Es una sensación de preocupación, tristeza y nostalgia de la que el pescador no logra liberarse. Descansa una hora, toma otro baño rápido y, justo cuando los niños llegan de la escuela, él sale de nuevo a ejercer la carpintería, sin ser carpintero, entendiendo que es la única manera de completar los recursos que le deja la pesca y tener el sustento diario de su familia. “Vaya con Dios mijo”, lo despide Diana.

La cotidianidad de Rodrigo es el reflejo general de los pescadores de la Ciénaga de Zapatosa, que con el paso de los años han sido testigos del deterioro de esta complejo cenagoso, que se ha afectado directamente la economía de las familias.

Alfonso López, pescador, chimichagüero, líder de una asociación de pescadores, lamenta profundamente las transformaciones que han tenido lugar en su entorno, en las tradiciones, en la cultura, al tiempo que evoca tiempos mejores: “Uno contaba con un producto de clasificación bueno, abundante; no se mataba tanto el pescador con la intención de sacar lo máximo, sino que había suficiente en la ciénaga. Las familias salíamos y traíamos dos, tres arrobas de pescado, ya fuera bocachico, blanquillo, pacora u otras especies y con eso nos manteníamos”. Era la pesca una actividad sostenible, según lo recuerda, “porque no había sistema de congelamiento, con cavas y grandes congeladores; ahora la captura se hace masiva, hay personas que pueden capturar 20 y hasta 40 arrobas y eso va directo a los furgones donde los congelan”.

Es una involución, producto de los muchos ‘espantos que le han salido al paso’ a la cultura de la pesca. Entre ellos se cuentan graves afectaciones ambientales, como la sedimentación de la ciénaga, la contaminación de las aguas y el uso inapropiado que en los tiempos de sequía hacen algunos ganaderos de los playones, soltando el ganado que pisotea y se come los huevos de los peces que buscan estas áreas de retiro de la ciénaga para desovar, de modo que no es posible que la recarga genética tenga lugar.  La introducción de nuevas técnicas de pesca ha resultado devastadora.

“Los métodos de pesca alcanzan dimensiones desproporcionadas, ha ocasionado la desaparición de algunas especies en la ciénaga, métodos como el chinchorro, la chincorra, el zangarreo, el cuerdita y el sistema trasmallo, cuyas dimensiones han sobrepasado dos y tres km de longitud, son muy nocivos para la ciénaga y lo que es el sustento y sobrevivencia de las familias pesqueras”, precisa Alfonso López.

Con estos métodos, los pescadores atrapan peces muy pequeños, por debajo de la talla mínima, de modo que tampoco alcanzan a cumplir su ciclo natural de reproducción. Y a todo esto se suma, la presencia de personas a las que denominan en la zona ‘acaparadores’, que les ofrecen créditos con altos intereses a los pescadores para que puedan contar con insumos o herramientas, comprometiendo el producto; es decir, el pescado que capturen, deben vendérselos a ellos, que los pagan a precios muy bajos. “Hay dificultades. Es un problema serio porque esos revendedores ya se van a la mitad de la ciénaga y allá mismo les compran el producto. Los pescadores ya prácticamente están ‘entrampados’ o empeñados con estos revendedores y difícilmente entrarían a competir en precio acá porque están bastante sumido a esos préstamos de pagadiario”, confirma Carlos Cadena, concejal del municipio de Chimichagua y sugiere, como una posible salida a la difícil situación, “comenzar con las políticas públicas, meterle gobierno a la ciénaga, hacerle control para poderla recuperar porque de lo contrario vamos a seguir con todas estas dificultades”.

Esta realidad ha ocasionado que muchas familias de tradición pesquera hayan tenido que abandonar su arte y dedicarse a otras actividades lejanas a su cultura, pero que les representan algún tipo de ingreso. “Se han ido construcción, carpintería, mototaxismo en las grandes ciudades, vendiendo jugos...”, cuenta Alfonso López.

Al conocer las dimensiones de la devastación, las consecuencias económicas, sociales, ambientales y culturales que han traído a una tradición milenaria como la pesca, y las lejanas esperanzas de una solución radical, se entiende porqué Rodrigo tiene decaído el semblante, porqué el sueño se le va por las noches, porqué su risa se ha ido, como lo han hecho los buenos tiempos de su pueblo.

 

María Ruth Mosquera

@Sherowiya

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