Literatura

Crónica: El hijo del juglar

Luis Carlos Guerra Ávila

23/07/2012 - 11:25

 

Corría el primer cuarto del siglo veinte, la mañana estaba oscura. Toda la noche quiso llover, las nubes eran negras.

Todo indicaba que ese día no iba a salir el sol, el pueblo estaba tenso, algunos muy nerviosos, otros serenos y seguros del reto que tenía el compadre de toda la vida. No en vano, el ambiente era propicio para tal acontecimiento.

El negro Alejo y Pacho Rada hacían los preparativos para que todo saliera bien. Pendientes de todos los detalles, le dieron el último toque al acordeón, alistaron las botas, escogieron el mejor caballo y la mejor silla de montar.

No se les podía escapar nada porque la vida de su compadre dependía de ellos, y fue así, en medio del trajín, cuando él se presentó. Sintieron su llegada con el chirriar de la puerta y el ruido de la madera, pues, le hacía falta una bisagra.

A esa casa siempre le faltaba algo. Por ejemplo, el techo, que era de palma presentaba un hueco originado por una rama, que por alguna razón se desprendió del palo de mango: se lo estaba comiendo el comején.

Un día, el negro Alejo cortó las palmas con el fin de arreglarlo, pero, nunca pudo terminarlo. Las palmas seguían al lado del palo de mango donde las colocó. A una de las paredes, donde dormía el compadre, le hacía falta tres varas de bahareque y el barro se había caído.

Las tres varas yacían al lado de las palmas, pero esas, por orden del compadre, no las colocaron porque él decía que allí entraba una brisa fresca que venía del río Guatapurí y lo ventilaba cuando dormía.

Pacho Rada atizaba el fogón situado encima de un mesón construido con ramas de roble. Un agradable olor a café molido delataba a qué se dedicaba en ese momento. Cogió tres totumas pequeñas, las llenó y las sirvió al negro Alejo y a su compadre Francisco.

Tomar café los 3 juntos era como un ritual. Siempre lo hacían por la mañana, era una cita a la que casi nunca faltaban y sólo hablaban después que hubieran terminado de disfrutar de aquel placer que les brindaba el tomar café.

Pero ese día no hablaron, un silencio extraño los acompañaba. Ellos sabían que ése era el día y que la hora había llegado. No había nada que decir, las cartas estaban echadas y ya no se podía retroceder.

Existía un duelo, y no era un duelo común y corriente. Era un duelo con el mismísimo Diablo, y Francisco el Hombre no se le arruga a nada, eso lo sabían Pacho y Alejo porque, sus personalidades son iguales.

Francisco el Hombre llegó hasta la tinaja de barro que se encontraba en una esquina de la casa y llenó el calabazo de agua fresca. Luego, se sentó en una butaca, amarró sus botas se puso de pié y entró al cuarto, caminó hacia una tablita que simulaba ser una repisa.

Allí estaba la imagen del Santo Ecce Homo. Se santiguó con la señal de la cruz y casi en un suspiro dijo: “Ave Maria Purísima”. Miró por la ventana y observó la Sierra Nevada. Una brisa fresca le acarició la cara, la misma brisa fresca que viene del Río Guatapurí, esa misma frescura que llevaba el agua del calabazo.

Salió de la casa, cogió la montura y él mismo le puso los aperos a su caballo. Era su costumbre, no dejaba que nadie lo hiciera por él. Colocó el acordeón amarrado a la silla por el lado de adelante y, una vez terminada esa labor, se acercó donde sus compadres del alma.

Los abrazó y les dijo: “Encomiéndenme a Dios”. Se montó en su Caballo y se marchó. Miró para atrás y alcanzó a observar al pueblo despidiéndolo.

Las nubes aun eran negras, cargadas de agua. El cielo estaba cerrado, totalmente oscuro y no sabía cuánto tiempo había transcurrido. Llevaba un galope suave y seguro. Su compadre alejo se lo aconsejó, pero, por instinto de Juglar, sospechaba que ya se encontraba cerca del lugar escogido.

“Es un reto y soy un hombre de palabra”, pensaba mientras seguía galopando. Fue justamente ahí donde se le presentó el diablo. Los árboles crujían. Cayeron rayos y centellas y de las entrañas de la tierra hizo su aparición, mitad humano y mitad bestia con cachos como de toros y escupía fuego por la boca.

–Pensé que no ibas a venir, dijo el diablo.

–Francisco el Hombre cumple lo que promete, respondió.

–Sabes que si pierdes me entregarás tu vida y el pueblo de Valledupar desaparecerá.

–No voy a perder. Soy el que mejor toca el acordeón en toda la comarca, por eso eligió mi pueblo.

–Ja ja ja –reía el diablo–. Te callaré con mis notas.

De nuevo se abrió la tierra y apareció un acordeón hecho en oro puro. Las correas con motivos brillantes y los pitos de piedras preciosas. El diablo comenzó a tocar con una melodía del viejo mundo, sacaba notas en una forma magistral y de sus notas brotaban estrellas. Era un espectáculo musical sin precedentes.

–Ahora te toca a ti, le dijo el diablo a Francisco.

Francisco el Hombre desamarró el acordeón de la silla de su caballo. Se lo puso en el pecho y comenzó a tocar un “Son” de Pacho Rada con una melodía excelsa que su compadre le había enseñado.

Luego, de una forma prodigiosa que solo los juglares saben hacer, sus dedos ajustaron la nota para recrear un “Paseo” de su compadre Alejo Durán. El Diablo no podía dar crédito a la belleza de la música que estaba escuchando y, bastante enojado, le preguntó:

–¿Cómo se llama esa música?

Francisco el Hombre le contestó sin dejar de tocar.

–Música Vallenata.

Inmediatamente interpretó un “Merengue" y una “Puya”, y cuando a punto estaba de finalizar, Francisco el Hombre invocó el nombre del Santo Eccehomo, tocó y cantó el padre nuestro al revés.

El cielo comenzó a clarear. Los Árboles dejaron de crujir. El diablo se sintió derrotado: imposible que un mortal le hubiera ganado con cuatro aires del Folclor Vallenato. Se fue empequeñeciendo y desapareció con una explosión.

Cuentan los que vivieron en esa época que en el pueblo se escuchó un estruendo. Se vio una gran nube roja y un fuerte olor a azufre que se mezcló con la brisa fresca venidera del río Guatapurí, acogiendo Francisco el Hombre en su entrada triunfal a las tierras del Cacique Upar.

Pasó mucho tiempo después de tal acontecimiento. El hijo del Juglar preparaba su acordeón para el gran duelo, pero esta vez era un duelo de juglares: los mejores acordeonistas del país se batían en franca lid, para escoger el mejor.

El hijo del Juglar se había preparado con mucha responsabilidad, ganando cada festival. Sin embargo, éste era el concurso más exigente de todos: el Festival de la Leyenda se había convertido en un verdadero mito.

Se dirigió hacía la ventana y sus mejillas se sonrojaron con la brisa fresca que venía del río Guatapuri. Regresó y llegó hasta la nevera, tomó un trago de un fino whisky para caldear los ánimos, llamó por celular al cajero y al guacharaquero. Se pusieron de acuerdo para llegar juntos, colocó los acordeones en el estuche y los cargó en la camioneta último modelo. Sacó una estampita del Santo Eccehomo, la besó y se despidió de su mamá. Le pidió que lo encomendara a Dios.

Al Día siguiente, sin nubes rojas, sin estruendos, sin olores a azufre, los periódicos a nivel nacional, resaltaban el triunfo del hijo del juglar.

Derrotó a sus contendores en la ejecución del acordeón en los cuatro aires del folclor Vallenato, “Paseo, Puya, Son y Merengue”, en la tierra del Cacique Upar, la misma tierra de Francisco el Hombre.

Luis Carlos Guerra Ávila

Finalista del Primer Premio de Crónica Ciudad Valledupar: “El hijo del juglar” resultó finalista del Primer premio de crónica ciudad Valledupar 2012. Su autor, Luis Carlos Guerra Ávila, nació en Codazzi Cesar el 9 de abril de 1962.

1 Comentarios


Reinel E.Rios Tariff. 01-05-2019 09:08 AM

Nuestra música vallenata es la raíz de la realidad que identifica el quehacer de un pueblo desde el campo donde nacen seres humanos con inteligencia y capacidad innatas para socializar los grandes talentos que perduran y son ejemplos de generaciones para que se conserve la autenticidad y la creatividad del ayer, que no fenece ..... Gracias.

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