Opinión

En la máquina del tiempo

Diógenes Armando Pino Ávila

20/10/2017 - 03:25

 

 

Viajando con otros paisanos desde mi pueblo hacia la capital del departamento, una de las pasajeras puso la conversación en el pasado, evocando esos tiempos idos, poblados del candor y la inocencia pueblerina, propia de los pueblos de la costa del caribe colombiano. Los cuatro pasajeros y el conductor del pequeño automóvil en que nos movilizábamos iniciamos, como en las series de ciencia ficción, un viaje fantástico, ya no íbamos en el taxi, sino en una máquina del tiempo y nuestro destino dejó de ser Valledupar convirtiéndose en la aventura de adentrarnos al pasado de nuestro pueblo, que con leves diferencias, es el mismo pasado de los pueblos costeños.

En ese viaje retrospectivo nos situamos en los años de nuestra infancia y recordamos maravillados cómo por las noches hacíamos ronda alrededor de los ancianos de la cuadra para escuchar sus cuentos de brujas, donde esos seres mitológicos, dotados de poderes sobrenaturales se convertían en enormes pajarracos que se posaban en los caballetes de las casas de sus víctimas, a lanzar sonoras carcajadas para infundir temor a las personas. Contaban los abuelos que las brujas, después de perturbar por varias noches a sus víctimas, lo sumían en un profundo sueño y luego lo sacaban de su lecho y lo depositaban en despoblado. La pobre victima despertaba en la mañana desorientada, desnuda y sin saber dónde estaba. Otras brujas se transformaban en enormes marranas que hociqueaban a los borrachos que osaban deambular de noche por el poblado.

Había noches donde nuestros mayores contaban las historias de espantos y apariciones (aparatos, le llamaban) que salían tarde en la noche por las oscuras calles del pueblo, asustando a los noctámbulos borrachos y a los infieles furtivos, que osaban desafiar la noche para encontrase con sus amantes. A las ocho de la noche, hora en que era obligatorio para jóvenes y niños irse a acostar, era cuando pasábamos de la diversión del oyente, al terror de irnos a dormir, ya que sobrecogidos de miedo temíamos ser víctimas de las brujas o de los aparatos. Afortunadamente, en ese entonces no había dormitorios ni camas individuales, sino que dormíamos en espaciosos aposentos y amplios catres donde dormíamos apretujados los hermanos o primos para darnos valor y protegernos de esos seres horripilantes  unos a otros.

Muy a pesar del terror vivido, la noche siguiente estábamos en casa del anciano, llevándole los tabacos para que de nuevo nos contara otras historias, esta vez nos contaba historias de Tío conejo, Tío burro, Tío tigre o Tía zorra, historias éstas adornadas por la picaresca de los animales, la ignorancia de otros y el agudo sentido de la viveza y el ingenio de Tía zorra. Otras noches contaban historias de personajes locales, difuntos ya, que tuvieron algún don natural o adquiridos por saberes ocultos. Recordábamos esas historias de hombres duchos en el arte de la pelea, que tenían secretos u oraciones que le daban el poder de la fuerza con la que dominaban a sus contrincantes. Algunos tenían, nos contaban los abuelos, incrustados en sus antebrazos un “algo” poderoso que llamaban “niño en cruz” o también algo que llamaban “piedra de ara” lo que les hacía invencibles.

Había noches en que la serie de historias era dedicada a la desobediencia de los jóvenes y los niños a los que siempre les salía el diablo asustándolos, como una forma de moldear nuestros resabios infantiles hacia las normas de conducta y convivencia en que en sana paz vivían nuestros mayores. Una de las series de cuentos más nutridas y más llamativas, eran las contadas en los días previos a la Semana Mayor, donde nos decían que el diablo andaba suelto haciendo travesuras, aprovechando la crucifixión de Jesús, por tanto, no se podía salir al campo, no se podía pescar, no se podía decir groserías, por esto debíamos ser lo más dócil que se pudiera, para evitar tener desagradables encuentros con los espantos o con el demonio mismo.

Fueron cuatro horas de viaje, pero en tan amena conversación, se nos hizo un instante, es decir viajando hacia el pasado nos transportamos a la velocidad de la luz y cuando nos percatamos ya estábamos en Valledupar. Tal vez un día de éstos continúe contándoles de este viaje maravillosos en el tiempo, el cual disfruté como ustedes no se imaginan. Sería bueno contarles a nuestros hijos y nietos éstas historias para que la magia pueblerina no muera.

 

Diógenes Armando Pino Ávila 

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Sobre el autor

Diógenes Armando Pino Ávila

Diógenes Armando Pino Ávila

Caletreando

Diógenes Armando Pino Ávila (San Miguel de las Palmas de Tamalameque, Colombia. 1953). Lic. Comercio y contaduría U. Mariana de Pasto convenio con Universidad San Buenaventura de Medellín. Especialista en Administración del Sistema escolar Universidad de Santander orgullosamente egresado de la Normal Piloto de Bolívar de Cartagena. Publicaciones: La Tambora, Universo mágico (folclor), Agua de tinaja (cuentos), Tamalameque Historia y leyenda (Historia, oralidad y tradición).

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