Literatura

Relato: En cenizas

Ana Milena Alandete

09/08/2012 - 10:42

 

Dormía tranquilamente. Sus sentidos despegados de la realidad. Se había tomado unas pastillas para descansar más de lo habitual. Para olvidarse de unos problemas con su esposa. Y sin embargo, mientras él derivaba en un sueño ameno, la realidad lo encaminaba con pasos firmes a la tragedia.
En otra sala, su esposa leía las cartas que le había escrito cuando todo comenzaba. Viajaba al espejo roto de la memoria y, como si fuera ayer, recordaba todas aquellas frases hermosas que se habían dicho.

Sólo eran recuerdos. Sus gestos de amor, esa mirada tímida, esa disponibilidad para estar con ella, esos abrazos que le quitaban el frío. La primera vez que se vieron en ese solitario parque: sólo él y ella, confesándose sus más atrevidos pensamientos con sus sonrisas tímidas y bajo la luna llena.

Fue amor a primera vista. Te amo en cada beso. Le decía “Te quiero” en cada caricia. Un beso en la mejilla. En él una sonrisa. Una mirada inocente y sincera de un niño estrenando su primer juguete. Su piel se erizaba hasta el momento de encontrar los labios de la novia y recibir los sentimientos correspondidos.

Sí, pero todo acabó. “¡Desgraciado!” Ella tomó su encendedor y, con furia, empezó a quemar todas las cartas. En cada palabra escrita había una lágrima y, sin embargo, todo ardió en un instante.

Luego, dejó la última carta escrita en la mesita de noche, regresó donde estaba su novio, le dio un beso en los labios y otro en la mejilla mientras dormía. Se dirigió otra vez a la sala y abrió la botella de vino que estaba en la mesa. Se la tomó casi de un trago, mientras veía cómo se prendía lentamente el sofá.

Abrió otra botella y se la tomó más rápido todavía. En su depresión no sentía nada. En el último trago, cerró sus ojos, queriendo encontrar calma, pero era muy difícil. Escuchaba y se recordaba la voz del esposo diciéndole: “¡Ya no te amo! Tú misma acabaste con todo este sentimiento, ¡Estoy cansado que me celes! De tus cantaletas todos los días, de los chismes de tus amigas, que me ven con mujeres en la calle y en lugares de baja reputación. Quiero divorciarme, para encontrar mi felicidad”.

––Perdóname ––decía ella––, voy a cambiar.

Y él respondía:

––Es demasiado tarde, ya se me acabó el amor.

II
Se enderezó para buscar un papelito. El guayabo la zarandeó, pero no la detuvo. Con su labial escribió: ¡Te necesito! ¡Perdóname!... Luego, volvió al sofá y ahí se quedó dormida mientras el fuego se consumía. “Es mejor morir que vivir para sufrir” se dijo a sí misma.

En el otro cuarto, el esposo se despertó a tiempo para escapar de las llamas. Salió a la calle precipitadamente y se encontró solo. Desorientado. No había carros a esa hora ni personas transitando. Era demasiado tarde y nadie contestaba el teléfono.

Unos largos minutos más tarde, pasó un carro de bomberos junto con la policía. El cuerpo de ella yacía sin vida: lacerado por las llamas, y el hombre vio impotente cómo intervenían para apagar las llamas y llevarse el cuerpo.

Lloraba buscando consuelo. No me desperté a tiempo. ¡Todo es culpa mía, no debí tratarla así! ¡Ella me amaba y yo lo que hice fue tratarla mal! ¡Nunca me lo perdonaré! Abrazó por última vez el cadáver de su esposa, pidiéndole perdón. ¡Maldita sea! Y en pleno sufrimiento, comenzó a divagar; recorrió todo lo que quedó de su casa y encontró dos cartas todavía legibles: la primera narraba algunos momentos amorosos que habían vivido y la otra, más pequeña, decía en mayúsculas y con pintalabios: ¡Perdóname, te amo!

III

Más tarde, ordenó que el cuerpo de su esposa fuera incinerado. Vació las cenizas en un cofre de cristal brillante, donde las observaba diariamente, jugaba con ellas, las esparcía en todo el piso. Él las recogía, las regaba en la cama, se acostaba encima, las tocaba con tanta delicadeza que llegaba a imaginar a su esposa abrazándolo. La palpaba y enredaba sus dedos en ella, imaginando que era su hermoso cabello.

Un día se levantó temprano, encendió el televisor, vio ese programa que juntos compartían en los momentos más delicados de su relación: “Cómo mantener un matrimonio estable”, y justamente hablaban de la ausencia de la mujer en el hogar. Entonces, sintió un vacio inmenso. Abrazó la almohada de la esposa y notó un escalofrió recorrer todo su cuerpo. La imaginaba acostada, él acariciando su largo y hermoso cabello.

Se arrepentía de no haberla escuchado por última vez. “Quería arreglar las cosas conmigo. Yo me encerré en mi egoísmo. No la dejé hablar. ¿Por qué no te escuché a tiempo? Dios mío ¿por qué?...”

Tomó las cenizas en sus manos las esparció por su cuerpo, se arrodilló. Pidió perdón. “Perdóname, mi amor. Yo te amo, toda la vida te voy amar. Pero la herida de mi corazón nunca va a cicatrizar”. Prendió el equipo de sonido y escuchó la canción que él le había dedicado; en cada momento la cantaba:

“El ángel de mi guarda eres tú –tarareaba algunas frases entre lágrimas–. Mi ángel eres tú, mi amor, quien me observa toda la noche mientras duermo. Quien en la mañana al despertar siempre está ahí. Te amo mi ángel”.

Tomó una botella de vino en sus manos, acarició las cenizas imaginando que eran los labios de su esposa, pensando que tal vez ella podría revivir, pero se estrelló con la realidad, sólo en sus manos había un polvo gris, sin alma y sin corazón. Todo era un recuerdo.

Ana Milena Alandete


A cerca de la autora: Ana Milena Andete nació el 7 de mayo de 1994 en Valledupar y desde la edad de 13 años se dedica a escribir cuentos. Su primera publicación fue una poesía en el diario El Pilón. Cultiva especialmente el género de la tragedia, el erotismo y la ficción.

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