Literatura

D´Avril

Edgar Arcos Palma

04/02/2025 - 06:15

 

D´Avril

 

Es penumbra en el atardecer, al superar la reja de hierro enmohecido la pareja duda en tomar el camino correcto en lo que parece una casona antigua, él se siente atraído por el sonido de un televisor encendido cuyo marco de pantalla plana ofrece un fondo rosa y un cantante atrae a intervalos a los escasos comensales que pronto se desentienden y escapan a la lectura de la presentación de quien quizá sea un excelente artista. Eso poco importa a la pareja que huérfanos de ayuda orientan sus pasos a una habitación que lejos está de ser un ambiente de restaurante. En dónde nos hemos metido. Es otro habitáculo de esa grande casona; una señora de edad, con toda seguridad de la casa, ocupa sus manos con dos agujetas en algo semejante a un tejido y acomoda su cuerpo en un gran sillón que tiene una etiqueta en uno de sus extremos; de vez en cuando mira la pantalla del televisor diagonal y cerca al sillón. La luz de la ventana allí es dadivosa y las facciones de la matrona son nítidas. Furtiva, lanza sendas miradas de complicidad a la pareja, excusa generosa su desorientación y les indica con un gesto donde instalarse. Ellos se sienten a la vez intimidados y traviesos al llegar al gran salón atiborrados de muebles dispares en formas, moldes, colores y tamaños acabando por instalarse en una mesa de color negro azabache para dos recias sillas color caramelo. La música soul, o blues o jazz es apta para ese momento. Un empleado, o dueño quizá, del negocio atraviesa la visual del hombre por momentos, lleva platos humeantes o unas copas, o unos vasos a un cliente instalado en una mesa cerca a la entrada -mira pues, por donde ha estado la entrada- retorna con nada en sus manos y se pierde en la mente del hombre ocupado en delinear el cabello ensortijado de marco rosa de su pareja mientras el cantante termina su actuación y la pantalla oculta el fondo y el ensortijado de ella es engullido por la pantalla plana. Ella habla, él escucha, un sesgo de cuello a su izquierda, otro hombre solitario en otra esquina con un suéter amarillo comiendo empanadas con ají verde; muebles dispersos en una improvisada sala, vitrinas de madera y vidrio alrededor, mesas ubicadas justo con espacio para el que quiera caminar por entre lo que da un aire de anticuario; cada uno de esos elementos tienen un precio fijado con letra grande. Él juega con el cartón que le ha sido puesto en la mesa para dos, lee a intervalos el menú, los platos del día, las bebidas y los postres que desaparecen llevados por el candor de la voz de la mujer de cejas negras perfectas, un marco adecuado para sus ojos negros. Ya habrá un resquicio para escoger los platos. Repara en sus ojos de una tierna evocación a las almendras en flor -a duras penas conoce un almendro, se promete indagar-, el óvalo de la cara de una perfección -estoy exagerando con la perfección, se dice- tal que no se concibe sin las bien delineadas pestañas, los ojos y la nariz y la boca; los gestos del hombre denotan abstracción total, no le importa nada ni nadie más. El hombre desea no parpadear, no perder detalle de cada segundo de movimientos de su acompañante para memorizarlo y vivir de ellos mañana…siempre. La tenue luz de las ventanas externas basta para un ambiente extraño, armónico en el espacio de un pasado reflejado en el mobiliario armónicamente desorganizado. Un sesgo de mirada rápida a la derecha y las ventanas del interior separan lo que parece ser un pequeño patio. En efecto, es una casa colonial, la madera se impone y la pareja corre en el tiempo atrás, no está el olor rancio de las viejas casonas, el aroma es una simbiosis de cocina, buen vino y amabilidad; dos copas de vino de “la casa” -no les fue ofrecida la botella y por tanto no se conoció la cepa, la casa ni el año- ella continúa hablando y con timidez la voz del hombre asiente y asegura un comentario acorde con el tema. Lo que hablan forma una coraza a manera de campana cada vez llena en sus límites amorfos, de letras, de frases, de aseveraciones, de dudas, de anécdotas;  risas, caricias de vez en cuando, una mano del hombre aprisiona una mano de la mujer, unos segundos después guardan de nuevo recato; todo cabe en esa campana que los acoge en la bruma de un sentimiento rubricado con un acertijo por resolver pues ni siquiera ellos se atreven a considerarlo como un noviazgo, un amorío, un acto de fe o simplemente las ganas de vivir a plenitud una vida que por momentos no existe cuando no están juntos. Ellos son la lumbre y la campana emite sonidos indescifrables. El empleado o dueño del restaurante se acerca y a través de la campana acuerda el pedido de los platos con una que otra sugerencia y la satisfacción es expresada en sonrisas plenas como queriendo expresar satisfacción en un solaz de penumbras y antigüedades, en una extensión del tiempo que ha perdido su rumbo fuera de sus ámbitos. Levantan sus copas y brindan.

Ahora un jazz, eso lee entre líneas rosa de la pantalla, el hombre; intenta aguzar el oído y aparte de aceptar la sonoridad del trombón y de las trompetas no tiene idea de quien interpreta esa bella pieza, a su memoria acuden Ella Fiztgerald, Louis Armstrong, Dizzy Gillespie, Miles Davis, ninguno de ellos en la actual pieza, la voz de ella copa todos los espacios posibles de distracción y se vuelve a concentrar sus sentidos con devoción en los labios sensuales que lanzan letras y letras y un algo como una palpitación, el hombre abre la inquietud sobre la interrelación palabra-corazón. Éxtasis. Eso es. Un nuevo sorbo de vino tinto y los humeantes platos están ahora en la mesa, la campana toma una tonalidad de vidrio esmerilado, el humo de la carne desmechada y de la posta cartagenera ocupan vista, olfato y una leve salivación da paso al sosiego intercalado de una frase, otro sorbo de vino y una porción de alimento a la boca. Ambos mastican, ambos coinciden en el afecto, ambos maridan sentimientos y placer mundano. El tiempo vuelve a avanzar y la tarde se come las migajas de una pareja absorta en su mundo.

Una casa de techo bajo, acorazada de hierro forjado y un timbre para el ingreso a lo inesperado. Ahora fuera con la noche mordiendo sus instintos, mujer y hombre tomados de las manos se alejan a una prudente distancia, se detienen a admirar la original arquitectura donde acaban de dejar mensajes prometedores de un pronto retorno según el deseo del empleado o dueño del restaurante acostumbrado a despedir parejas con la complicidad de un lugar idílico. Juntos borran la esquina y dejan que la respiración acompase el frio capitalino. vuelven a vivir, sus dedos aprietan el ruego lastimando falanges sin importarles siquiera, sonríen mirándose con profundidad de vacío y asienten ante lo inevitable.

El hombre se ha ido, la mujer camina en dirección contraria con paso inseguro, aventura una mirada atrás a lo inalcanzable, cuenta eternidades mientras se empequeñecen en lo inexorable; ahora ella va con la cabeza gacha perdiéndose entre la gente de la gran capital a esa hora presurosa por volver a sus destinos. Chapinero despliega sus tentáculos nocturnos, pero para ellos el destino ya no existe, ya está trazado.

 

Edgar Arcos Palma

Médico y escritor nariñense

1 Comentarios


Lorena 04-02-2025 04:01 PM

La naturaleza simple, pero evocadora de D´Avril atrae a quienes buscan una conexión en un mundo sobre estimulado que no se detiene, nos recuerda la importancia al acto rebelde de frenar y ahora agrego: frenar para escucharte y recuperar la soberanía del cuerpo para vivir el placer y el gozo en libertad, desenraizando juicios, vaciando los estereotipos de su significado y desechando lineamientos impuestos. Exquisita lectura.

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