Literatura

Yuset, la aventura de la palabra

Efraín Elías Yaber Díaz

15/09/2025 - 06:10

 

Yuset, la aventura de la palabra
El mercado de Lorica / Foto: La Palabra

 

Capítulo 1: El desembarco

El barco lanzó a Yusef en el puerto de Cartagena en 1910. Venía con la ropa empapada de sal y  con la esperanza húmeda de tantos días en altamar. No entendía el español: apenas el eco del francés aprendido a medias y la melodía materna del árabe que le rondaba en la cabeza como un rezo.

La ciudad era un hervidero de colores y olores inéditos, un laberinto donde el ayer colonial y el mañana incierto bailaban entre el rumor del mar y el aroma del café recién molido. Cada piedra parecía guardar un secreto escrito en árabe. Cada sonrisa desconocida era un faro en su oscuridad.

En el barco ya le habían contado que, desde hacía treinta años, otros paisanos habían desembarcado en estas mismas aguas. Llegaban con las manos vacías y la maleta llena de ilusiones. Recorrieron pueblos y veredas vendiendo telas, espejos y cacharros, cobrando a plazos como sacerdotes del fiado. La ilusión de Yusef era encontrarlos: algún paisano que hablara su lengua, un padrino que lo encaminara en el arte de comerciar en estas tierras de calor y promesa.

Y así se le apareció. Don Simón K. Sfeir Madjrumi, alto, enjuto, con la mirada de quien pesa cada palabra antes de soltarla, lo recibió como a un hijo. Era uno de los patriarcas de la colonia levantina en Cartagena. Con voz pausada le enseñó la primera ley de la diáspora:

—Disciplina, Yusef. El árabe no descansa. El único descanso será cuando uno muera, ahí tendrás toda la eternidad para descansar. Aquí, el trabajo es tu oración.

Le entregó mercancía, una libreta para apuntar cuentas y lo despachó en una canoa rumbo a Lorica, con una advertencia que se le clavó en el pecho:

—Si tienes diciplina y constancia, saldrás adelante.

Capítulo 2: El bautizo del Sinú

El viaje fue un bautizo. A un lado, esa selva verde que lo cegaba con su brillo; al otro, el mar azul que hervía de corales y peces multicolores. Cuando el Sinú se abrió en brazos del mar, la furia del agua lo dejó sin aliento. Entonces cayó un aguacero de abril, de esos que tumban techos, y Yusef pensó que allí había tanta agua como arena en su tierra.

No tuvo tiempo de filosofar: un comprador lo llamó desde otra embarcación. Abrió un saco, mostró calderos, platos y pocillos, y cerró sus primeras ventas sin bajarse de la canoa. Lo apuntó todo en la libreta, mojado y tembloroso, sin saber si era de lluvia, de calor o de emoción.

En la galería del mercado de Lorica lo recibió el caos: voces gritando precios, mulas cargadas de plátanos, pescadores de piel curtida. Y cuando más perdido se sintió, una voz lo llamó en árabe por su nombre:

—¡Yuset!

Era Hakim, veterano del comercio, que ya había recibido noticia de su llegada por medios de Simón, su viejo amigo. Con una sonrisa le puso la mano en el hombro:

—Hermano, no estás solo. Aquí estoy Yo para enseñarte el camino.

Hakim lo introdujo en los secretos del fiado, ese invento fenicio que a Yuset al principio le pareció una locura: entregar la mercancía y confiar en la palabra del cliente. “Aquí la palabra vale más que la firma —decía Hakim—. Aprende a leer los ojos, Yuset. Ellos nunca mienten.”

Poco a poco aprendió. Una mujer con mirada esquiva podía esconder un billete en la enagua; un hombre demasiado hablador terminaba debiéndole hasta el saludo. Afinó el olfato para detectar al buen cliente.

Por las noches, sentado en la galería donde Danila, con un café fuerte entre las manos, veía cómo en Lorica se cruzaban los mundos: el indígena, el negro, el mestizo y el árabe, todos comerciando bajo el sol del Sinú.

Capítulo 3: El almacén El Progreso

Los años pasaron. Los sacos dejaron de ser prestados: con los ahorros compró su primer lote de mercancías en Cartagena. Fue un día de júbilo: ya no dependía de nadie, podía arriesgar lo propio.

Abrió primero un toldo en la plaza, luego un local de madera, hasta que levantó una tienda con estantes donde las telas colgaban como banderas de colores. La gente ya no lo llamaba “el turco nuevo”, sino don Yuset. Hasta el cura del pueblo le fiaba vino para las misas.

El día que inauguró su tienda con un letrero escrito en castellano torcido —“Almacén El Progreso”—, los loriqueros entendieron que aquel muchacho flaco que había llegado sin hablar una palabra de español ya era parte del alma del pueblo.

Yuset lo supo también. El mismo que un día había bajado del barco empapado de mar y miedo, ahora tenía un destino con nombre propio: El Progreso.

Capítulo 4: La colonia levantina

La primera vez que Yusef entró a la casa de la colonia levantina en Lorica, sintió que había abierto una puerta secreta a su infancia. El patio olía a café recién colado, pero también a cardamomo y a pan árabe horneado en fogones improvisados. Allí, bajo un techo de palma, se mezclaban los recuerdos del Levante con la humedad del Sinú.

Había hombres de bigotes espesos que hablaban con voz grave, mujeres vestidas con batas floreadas que parecían mantos orientales, y niños que corrían entre las hamacas gritando palabras en árabe y en castellano, sin distinguir fronteras.

Lo recibieron con júbilo, como si fuese un primo perdido. Nadie lo preguntó dos veces: era paisano, y eso bastaba. Uno le puso un plato en la mesa, otro le llenó un vaso de anís, y las mujeres, como si adivinaran su nostalgia, le sirvieron hojas de parra rellenas que sabían igual que en su aldea.

En las noches se reunían alrededor de una lámpara de kerosene para hablar del viejo país. Recordaban las colinas de piedra, los olivos plateados, el canto del muecín al amanecer. Pero también se reían de la nueva tierra, de cómo los loriqueros se sorprendían al verlos comer garbanzos, o de cómo nadie lograba pronunciar sus apellidos.

A veces el orgullo se mezclaba con la melancolía. “Aquí somos comerciantes, pero allá éramos campesinos de montaña”, decía un anciano, encendiendo un cigarro. Otro respondía: “El río Sinú es nuestro nuevo desierto: a veces nos da todo, a veces nos lo arrebata.”

El tema obligado era siempre el matrimonio. Las familias de la colonia hablaban de casar a Yusef con alguna de sus hijas. Decían que era buen partido: trabajador, disciplinado y con la tienda en crecimiento. Pero Yuset, que aún llevaba en el pecho la soledad del viaje, esquivaba la conversación con una sonrisa tímida y un “inshallah” que lo sacaba del apuro.

Hakim, más práctico, le dio un consejo que se le quedó grabado:

—No importa con quién te cases, Yusef. Lo importante es que la familia crezca aquí, en estas tierras. El árbol no vuelve a la semilla: la semilla se entierra y da frutos donde cae.

La colonia era más que un refugio: era un muro contra la nostalgia y una escuela de supervivencia. Allí aprendían a ayudarse unos a otros, a fiarse entre paisanos, a mandar cartas a Palestina con noticias escritas en un castellano torcido. Entre ellos se decían “hermanos”, aunque no compartieran sangre, porque compartían la misma herida: haber dejado todo atrás para empezar de nuevo.

Yusef, que había llegado a Lorica como un forastero, entendió esa noche que ya no estaba solo. Tenía una familia nueva, con raíces profundas en dos tierras distintas. Una patria doble: una que recordaba y otra que estaba aprendiendo a amar.

Capítulo 5: Entre el río y la plaza

El mercado de Lorica era un teatro sin telón ni descanso. Desde el alba, el río Sinú descargaba canoas cargadas de plátanos, yucas y pescados plateado que todavía brincaba en los costales, de bagres pintados que tenían el tamaño de una canoa. Los pregones se mezclaban con el rebuzno de las mulas y el murmullo del agua, formando una sinfonía desordenada que solo los loriqueros entendían.

Yuset, con su acento extraño y su libreta siempre húmeda de sudor o de lluvia, aprendió a moverse en ese caos como quien aprende un nuevo rezo. Al principio, los gritos lo aturdían: “¡A cincuenta gajo de guineo! ¡A quinientos el quintal de yuca! ¡A la orden el bocachico fresco!”. Pero con el tiempo descubrió que esas voces eran también música, y que en cada regateo se escondía un acto de confianza.

Había clientes de toda índole. La señora Sara, por ejemplo, siempre pagaba con un billete escondido en el corpiño, como si temiera que alguien le robara hasta la respiración. El compadre Enrique Luis, en cambio, era famoso por su labia: hablaba tanto que terminaba llevándose la mercancía y dejándole a Yuset la promesa de un pago que nunca llegaba. “Ese le debe hasta al aire”, murmuraban en la plaza, pero todos le seguían fiando, como si la simpatía fuera moneda corriente.

El negocio de Yuset no estaba solo en el mostrador, sino en las calles polvorientas. Cargaba los sacos en burro o en chalupa, y recorría caseríos enteros ofreciendo espejos que devolvían rostros asombrados, peinetas que brillaban como joyas, jabones perfumados que hacían suspirar a las muchachas. Los hombres pedían machetes y calderos, pero eran las mujeres quienes llevaban la cuenta verdadera del hogar. “Ellas siempre guardan un dinero secreto”, le repetía Hakim, y era verdad: más de una pagaba sin que el marido lo supiera.

Lo que más le maravillaba a Yuset era cómo en la plaza se cruzaban mundos distintos. El indio zenú ofrecía sombreros tejidos como mapas del río; el negro de orilla vendía pescado fresco envuelto en hojas de bijao; el mestizo regateaba con la astucia de quien nació entre trueques. Y allí, en medio de todos, estaba él: un árabe con la voz trabada en castellano, pero con la paciencia intacta.

El río era cómplice y enemigo. En verano bajaba manso, como un espejo azul donde las canoas flotaban sin prisa. En invierno se desbordaba con furia, arrasando puestos enteros del mercado y obligando a salvar la mercancía como si fueran hijos propios. Más de una vez Yuset tuvo que correr con sus telas al hombro mientras el agua le lamía los tobillos.

Con el tiempo, ya nadie lo veía como forastero. “Ahí viene don Yuset”, decían los pescadores cuando lo veían llegar con su libreta bajo el brazo. Los niños corrían tras él para ayudarle a cargar paquetes a cambio de caramelos. Y hasta las burros, cansados de su trajín, parecían reconocer su voz.

El mercado se convirtió en su escuela y su casa. Allí aprendió que el comercio no era solo vender: era escuchar, observar, saber quién merecía confianza y quién no. El fiado dejó de parecerle una locura y se volvió un arte, tan antiguo como las caravanas de su tierra.

Yuset, que había llegado mojado de mar y miedo, ahora caminaba la plaza con la seguridad de quien pertenece. Y aunque todavía tropezaba con el idioma, había encontrado otra lengua más poderosa: la del trato, la mirada y la palabra empeñada.

Capítulo 6: Amores y alianzas

Si algo nunca faltaba en Lorica, además del olor a pescado fresco y al café tostado, eran los chismes. Y cuando Yuset empezó a levantar cabeza con su negocio, los murmullos corrieron por el pueblo como pólvora en mecha seca:

—Ese turco no tarda en casarse.
—Dicen que ya le tienen una novia entre los mismos paisanos.
—No, hombre, yo lo vi hablando muy quedadito con la hija de doña Lucy.

En la colonia levantina, el tema era conversación obligada. Las familias lo miraban como a una pieza de oro que había que engarzar en el lugar correcto. “Un muchacho trabajador, disciplinado y con tienda propia no se puede desperdiciar”, decían las matronas, mientras servían café con dátiles en las tertulias.

Más de una lo tanteó con indirectas, ofreciéndole de postre a las hijas en edad casadera. Yuset sonreía, bajaba la cabeza y se refugiaba en un “inshallah” que lo libraba de dar respuestas. La verdad era que todavía cargaba la soledad del viaje y no quería que el matrimonio fuese una obligación comunitaria, sino un afecto nacido sin cálculo.

Pero Lorica tenía sus propias leyes. Las muchachas del pueblo suspiraban cuando lo veían pasar con sus telas al hombro y la libreta bajo el brazo. Decían que sus ojos negros traían mares lejanos y que su acento extraño lo hacía aún más interesante. Más de una iba a su tienda con la excusa de comprar un espejo, solo para verlo sonreír.

Aquello no tardó en dividir las opiniones. Los paisanos más ortodoxos fruncían el ceño:
—Un árabe debe casarse con árabe.
Mientras que los loriqueros, más prácticos, decían:
—¿Y qué carajo importa? Si el amor no entiende de pasaportes.

Hakim, con su humor de comerciante curtido, le dio un consejo entre trago y trago de café:
—Mira, Yuset, en este pueblo las alianzas se hacen en la cama y en el mostrador. Y la mujer se asegura con la bragueta. Cásate con quien quieras, pero asegúrate de que te ayude a crecer, porque aquí, solo, uno no progresa.

Yuset guardó silencio. Sabía que tarde o temprano tendría que tomar una decisión. En su corazón se debatían dos nostalgias: la de su tierra lejana, que le pedía mantener la sangre, y la de esta nueva patria, que lo llamaba con voces de tambor y gaitas.

Las noches se le hacían largas. A veces soñaba con una mujer de ojos oscuros que lo esperaba en Palestina. Otras veces, con una loriquera de risa sonora que lo arrastraba a bailar porros bajo la lluvia.

El pueblo entero esperaba el desenlace como si fuese una radio novela. Y Yuset, mientras tanto, seguía caminando la plaza, sonriendo entre murmullos, sin saber todavía que el amor sería su negocio más arriesgado.

Capítulo 7: El olor del progreso

El día que Yuset trajo desde Cartagena un cajón lleno de perfumes franceses, Lorica entera lo olió antes de verlo. El aroma a jazmín, a rosas y a sándalo se escapaba por las rendijas de la caja como un presagio de otro mundo. Las muchachas de la plaza, acostumbradas al sudor del río y al olor recio del tabaco, no podían creer que existiera algo tan fino.

—Eso huele a cielo —dijo una, llevándose el frasco a la nariz.
—Eso lo que huele es a pecado —replicó otra, con la sonrisa traviesa.

La tienda de Yuset se convirtió en lugar de peregrinación. No solo vendía telas y espejos: ahora exhibía radios que hablaban en castellano peninsular, lámparas que encendían la noche con luz de día y peines de carey que parecían coronas. Cada objeto nuevo era un milagro, y los loriqueros iban solo a mirar, como quien visita una iglesia sin rezar.

El letrero “Almacén El Progreso” empezó a tener sentido. Los campesinos que llegaban en burro al mercado entraban con los ojos muy abiertos, como si hubieran cruzado a otra época. Algunos salían con un jabón perfumado envuelto en papel fino, otros con una peineta de lujo para regalar a la mujer en su aniversario. Había incluso quien fiaba un espejo entero, convencido de que la modernidad valía el riesgo de la deuda.

El cura del pueblo, siempre celoso de lo nuevo, terminó bendiciendo la tienda a regañadientes. “Dios proteja este negocio”, dijo con la cruz en alto, aunque después compró fiado un radio para escuchar las misas desde la Arquidiócesis de Bogotá, deuda que como siempre se la endoso a Dios.

Lo curioso era que, a pesar del brillo de la tienda, Yuset no perdía la costumbre de salir a vender de casa en casa. Decía que el verdadero negocio estaba en el camino: en el saludo del pescador al amanecer, en la risa de la mujer que escondía las monedas en el corpiño, en el niño que lo miraba como si fuera un mago. La tienda era su altar, pero la calle seguía siendo su templo.

Los loriqueros empezaron a decir que “El Progreso” no era solo el almacén: era una época nueva que Yuset había traído en su canoa. Yuset sonreía en silencio, consciente de que cada frasco de perfume y cada radio vendido eran semillas de un futuro distinto.

La plaza ya no olía solo a pescado y a panela. Ahora tenía un aroma nuevo, mezcla de jazmín, sudor y río: el olor del progreso.

Capítulo 8: La novia de ojos de gato

El destino no siempre atiende a consejos de patriarcas ni a cálculos de matronas. A Yuset lo casó la mirada de una mujer, tan felina que parecía verlo hasta el alma. Era hija de un loriquero de apellido Herrera y de una árabe que había llegado en los primeros barcos, esta enviudo muy joven, al morir su esposo de Malaria quedando en edad de merecer. Su hija mitad criolla, mitad levantina, tenía la piel canela, el cabello como río desbordado y unos ojos verdes, de gato montés, que brillaban incluso de noche.

Se llamaba Rosaura, pero todos la llamaban Zoraida, como su madre. En el pueblo decían que era demasiado libre: bailaba cumbia sin miedo al qué dirán, montaba caballo como un hombre y sabía regatear en la plaza con la astucia de tres comerciantes juntos.

Yusef la conoció una mañana, cuando ella entró a su tienda pidiendo un espejo grande “para ver si los ojos de gato todavía asustaban a la gente”. Él, torpe con el castellano, apenas pudo balbucear un precio. Ella le sonrió con la picardía de quien ya sabe la respuesta.

Los encuentros se repitieron. Al principio eran miradas en la plaza, luego conversaciones disfrazadas de compras. Ella probaba telas de colores y él fingía paciencia, mientras por dentro le temblaban las manos. Una tarde, bajo un aguacero de mayo, se encontraron en el portal de la iglesia, refugiados de la lluvia. Fue allí donde Yusef entendió que ya no tenía escapatoria: la nostalgia de su tierra se le había mudado a los ojos verdes de esa mujer.

El pueblo entero lo celebró con algarabía. Unos decían que “ya era hora de que ese turco se amarrara”; otros, que “los ojos de gato lo embrujaron”. La colonia levantina aceptó el matrimonio con resignación alegre: al fin y al cabo, Rosaura llevaba sangre árabe en las venas, y eso bastaba para legitimar la unión.

La boda fue un carnaval. En la plaza hubo tambor y gaita, pero también derbake y oud. Se bailó cumbia y dabke sin distinguir fronteras. El cura pronunció el “sí” entre incienso y campanas, mientras las tías árabes lanzaban ululatos que hicieron saltar a más de un loriquero.

Yusef, vestido de lino blanco, miraba a su esposa como quien contempla un milagro. Rosaura, con un velo bordado en oro y jazmines en el pelo, parecía una reina del río. Cuando él le tomó la mano, supo que ya no estaba dividido entre dos patrias: las dos habían venido a encontrarse en esa mujer.

Esa noche, mientras el pueblo seguía de fiesta, Yusef pensó que su mayor mercancía no eran telas ni perfumes, sino el amor que lo había anclado definitivamente a la orilla del Sinú.

Capítulo 9: Los hijos del mestizaje

El primer hijo de Yusef y Rosaura nació en una madrugada húmeda, cuando el Sinú corría manso bajo la luna. Lo llamaron Elías, nombre que sonaba a profeta en árabe y a patriarca en español. Los abuelos decían que en su mirada se notaba el Levante, pero en la piel morena se reconocía el Caribe.

Después vinieron más: muchachos con apellido extraño y acento loriquero, niñas de ojos verdes y cabello azabache que parecían sacadas de un cuento de Sherezade contado en medio de un fandango. Cada hijo era un mapa: una mitad traía el recuerdo del desierto y la otra, la brisa caliente del Sinú.

En el patio de la casa se cocinaba esa mezcla. Rosaura enseñaba a amasar arepas de maíz, mientras Yusef insistía en los kibbes de trigo y bocachico. Los niños crecían saltando entre dos mundos: en las mañanas desayunaban café con queso costeño, en las tardes mordían dátiles que llegaban en cajas desde Beirut.

La colonia levantina observaba con recelo y esperanza. Algunos decían que el mestizaje debilitaba la tradición, otros que era la única forma de sobrevivir en aquella tierra donde el río mandaba más que cualquier abuelo. Los loriqueros, en cambio, recibían a los niños con cariño: eran “los turquitos del barrio”, pero también sus compañeros de juego, sus aliados de escuela y de travesuras.

El negocio de Yusef empezó a llenarse de esas pequeñas manos. Los muchachos aprendían a despachar mercancías, a sumar fiados en la libreta y a recibir al cliente con sonrisa amplia. La tienda ya no era solo “El Progreso”, era la cuna de una familia que olían a las siete especias y a sancocho, a jazmín y a totumo.

Una tarde, mientras veía a sus hijos corretear por la plaza, Yusef sintió que la nostalgia de su aldea palestina se le había diluido. El exilio ya no dolía: su patria estaba allí, multiplicada en cada risa, en cada palabra inventada por esa prole mitad árabe, mitad criolla.

El Sinú, testigo de todo, parecía arrullar a la nueva generación con su canto lento. Y en los pregones de la plaza, entre pescados frescos y telas importadas, ya nadie distinguía dónde terminaba una raíz y empezaba la otra.

Los hijos del mestizaje eran la prueba viva de que Lorica, con su mercado bullicioso y su río caprichoso, sabía abrazar a los forasteros hasta volverlos parte de su propia sangre.

Capítulo 10: La obsesión del estudio

Para Yusef, todo el sacrificio de los años —los soles rajando la frente, los aguaceros borrándole el camino, las libretas repletas de fiados— solo tenía un sentido: que sus hijos fueran más que él.

—Yo crucé el mar con nada —decía, golpeando la mesa como si aún llevara en los bolsillos las monedas húmedas del primer viaje—. Ustedes tienen que cruzar el mundo con libros.

Rosaura lo miraba en silencio, con los ojos de gata que no se habían apagado. Ella entendía: Yusef no soñaba con haciendas ni con barcos mercantes. Su ambición era otra: que ninguno de sus hijos quedara atado al mostrador de la tienda ni a la rutina del fiado, sino que todos fueran profesionales, con diploma colgado en la pared y apellido raro estampado en pergamino universitario.

Elías, el mayor, estudió derecho en Bogotá. Se fue en un tren que tardó tres días en llegar a la capital, y cuando regresó en vacaciones, hablaba de códigos y constituciones con un castellano pulido que ya casi no dejaba ver el eco árabe de su padre.

La segunda, Salma, tenía la obsesión de la medicina. Pasaba las tardes estudiando anatomía en libros que Yusef compraba en Cartagena y que olían a tinta extranjera. Al final consiguió una beca en Medellín, y allá se convirtió en doctora, la primera mujer de la familia en llevar bata blanca.

Los otros hijos siguieron caminos parecidos: ingenierías, economía, arquitectura. Cada carrera era celebrada en la casa como una victoria colectiva. Yusef mandaba a enmarcar los diplomas y los colgaba en la sala, uno al lado del otro, como si fueran medallas de guerra.

—El progreso verdadero es este —decía a los vecinos, señalando las paredes repletas de pergaminos—. Las telas se acaban, el dinero va y viene, pero el estudio queda.

Los loriqueros se admiraban de aquella familia de hijos universitarios. Muchos comentaban que los “turcos” traían una disciplina distinta, una terquedad sagrada que los obligaba a superarse. Pero otros murmuraban que tanta universidad los alejaba del pueblo, que los muchachos regresarían con aires de doctores y olvidarían el olor del Bagre seco.

A Yusef poco le importaban esas murmuraciones. Su obsesión era férrea: mientras él respirara, ninguno de sus hijos volvería a depender de un burro ni de una chalupa para ganarse la vida.

Porque, en el fondo, Yusef entendía que su viaje desde Palestina no había sido para abrir un almacén, sino para abrir un futuro. Y ese futuro tenía nombre propio: universidad.

Capítulo 11: El regreso de los doctores

Elías volvió a Lorica con toga de abogado y un castellano tan refinado que a veces los vecinos no le entendían ni jota. Había estudiado en Bogotá, se había codeado con magistrados y senadores, y al volver lo recibieron como si fuera un prócer. El padre lo presentó en la plaza con orgullo desbordado:

—Este es mi hijo Elias, doctor en leyes.

Pero pronto Elías descubrió que la justicia en el Sinú no cabía en los códigos. Los campesinos no hablaban de artículos ni de jurisprudencia: querían saber cómo salvar una parcela embargada o cómo defenderse de un terrateniente abusivo. Y allí, entre legajos amarillentos y trámites imposibles, se le fue yendo la ilusión capitalina.

Salma, la médica, regresó en vacaciones con su bata blanca. En la galería la rodeaban las comadres con niños febriles en brazos, pidiéndole consejos. Ella atendía con paciencia, recetaba remedios simples, y más de una vez se quedó sin dormir, al pie de un enfermo, recordando que la medicina no era glamour de hospital moderno, sino velar vidas con un candil prendido en la madrugada.

Los otros hijos tuvieron destinos distintos. El ingeniero prefirió quedarse en Medellín, donde las montañas ofrecían más proyectos que el río. La economista se instaló en Barranquilla, con oficinas que olían a aire acondicionado y papeles recién impresos. Cada diploma se había convertido en un mapa distinto, y no todos trazaban el camino de regreso a Lorica.

A Yusef se le mezclaban el orgullo y la tristeza. Orgullo porque sus hijos eran lo que había soñado: doctores, ingenieros, profesionales con nombre propio. Tristeza porque algunos ya hablaban del pueblo como un recuerdo pintoresco, como un sitio al que solo se vuelve en Semana Santa.

—Yo no me maté en este río para que ustedes olvidaran el río —les decía, con la voz quebrada.

Rosaura, más serena, lo consolaba:
—Déjalos volar, Yusef. Las alas que les diste no eran para amarrarlos, sino para que fueran más lejos que tú.

Yusef lo sabía. Pero cada vez que veía a los hijos dispersarse entre ciudades y diplomas, sentía que algo de su sangre quedaba atado a un andén lejano, como si el exilio que él había sufrido ahora lo viviera en carne propia, multiplicado en sus descendientes.

El río Sinú, imperturbable, seguía su curso. Testigo mudo de que, aunque los hijos se fueran, la raíz siempre quedaba en la orilla donde había empezado todo.

Capítulo 12: El regreso imposible

La casa que un día estuvo repleta de voces, risas y pasos descalzos, se fue quedando vacía. Los diplomas seguían colgados en la pared como banderas de victoria, pero los dueños de esos pergaminos ya no vivían allí. Elías, Salma y los demás habían encontrado un camino más rentable que el comercio de telas: la política.

Uno fue concejal en Montería, otro diputado en Barranquilla, otro se encaramó en las listas al Senado, y hasta la médica, cansada de los turnos eternos, se dejó tentar por un cargo en la Secretaría de Salud. Descubrieron que las promesas daban más réditos que las mercancías, y que en los discursos se vendía mejor la esperanza que en la plaza los espejos y las peinetas.

Yusef, sentado en su mecedora, lo observaba todo en silencio. Había soñado con hijos doctores y lo había conseguido, pero nunca imaginó que cambiarían la balanza de la tienda por la balanza de la política. A veces los veía en la radio o en los periódicos, hablando con un castellano cada vez más ajeno, y sentía que se le iban desdibujando.

Con Rosaura, la compañera de todos los soles y lluvias, volvió a quedar solo. Ella, con su paciencia de gata, le servía café en las tardes y escuchaba sus silencios. Yusef, en esas pausas, dejaba escapar un suspiro:

—Tal vez es hora de regresar a Palestina.

Rosaura no lo contradijo. Lo miraba con ternura, sabiendo que aquel regreso era un imposible. La aldea que había dejado ya no existía: las guerras, los años, el desarraigo la habían borrado. Palestina vivía solo en los recuerdos, en los cuentos que él les contaba a los nietos sobre camellos, desiertos y rezos en lengua antigua.

La verdad era que Yusef ya no tenía patria a dónde volver. Su patria eran los hijos, dispersos y ocupados en discursos. Su patria era Rosaura, con sus ojos de gata que aún lo miraban como el primer día. Su patria era Lorica, aunque le doliera verla perder a sus muchachos rumbo a las ciudades.

Esa tarde, mientras el río Sinú bajaba lento, Yusef comprendió que su destino no era regresar, sino quedarse. Su exilio se había transformado en raíz. Palestina era nostalgia; Lorica, presente. Y aunque los hijos se hubieran subido a las tarimas de la política, él y Rosaura seguían siendo la raíz silenciosa de la que había brotado todo.

Capítulo 13: El círculo que se cierra

Cuando Yusef ya pensaba que la vida solo le ofrecía tardes de silencio junto a Rosaura, el destino volvió a tocar la puerta. Una tarde de calor sofocante llegaron al pueblo dos jóvenes flacos, con la piel curtida y los ojos llenos de miedo: venían de Palestina, huyendo de la guerra.

Apenas los vio, Yusef reconoció en ellos el reflejo de sí mismo en aquel lejano 1910, cuando desembarcó en Cartagena con la ropa pegada de sal y la esperanza húmeda en los ojos. Los muchachos hablaban con el mismo acento áspero, traían la misma confusión, el mismo vacío de no entender las calles ni las palabras.

Los invitó a su casa, les sirvió café fuerte y pan de yuca, y al calor de la mesa les dijo lo que un día don Simón y Hakim le habían dicho a él:

—Aquí no están solos. Yo les enseñaré.

Desde ese día, Yusef se levantó temprano como antes, con bríos renovados. Volvió a caminar la plaza, a enseñarles a los jóvenes el arte del fiado, el valor de la palabra y la paciencia infinita de la constancia. Les mostró la libreta de cuentas, la sonrisa amplia al cliente, y hasta la manera de leer en los ojos quién era de fiar y quién no.

Los vecinos lo vieron rejuvenecer. En lugar de lamentos por los hijos ausentes, ahora había consejos para los recién llegados. En lugar de nostalgia por Palestina, ahora había memoria compartida con los que aún la traían fresca en el corazón.

Y así, con aquellos dos hermanos palestinos, Yusef entendió que la vida era un ciclo: él había llegado sin nada y alguien lo ayudó; ahora, en la vejez, le tocaba devolver lo recibido.

Esa noche, al cerrar los ojos junto a Rosaura, murmuró la frase que resumía todo su viaje, desde el mar salado de su exilio hasta las orillas dulces del Sinú:

“El destino del hombre no es olvidar de dónde viene, sino enseñar a otros cómo empezar de nuevo”.

 

Efraín Elías Yaber Díaz

2 Comentarios


Magda López 16-09-2025 09:31 AM

Qué historia hermosa! Cuando crees que estás llegando al ocaso, comienzas a vivir de nuevo: entregando todo lo que recibiste.

Claudia Olivares 17-09-2025 02:42 PM

Bellísimo ese cuento y una excelente narrativa.

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