Literatura

Ernest Hemingway: el análisis de un estilo literario

José Luis Hernández

02/03/2022 - 04:25

 

Ernest Hemingway: el análisis de un estilo literario
El escritor Ernest Heminway / foto: archivo PanoramaCultural.com.co

 

Hemingway no siempre describe a los personajes de la misma forma. A veces recurre a una descripción directa, aunque siempre con poca valoración subjetiva, como por ejemplo en el siguiente fragmento de La corta y feliz vida de Francis Macomber:

“Francis Macomber era muy alto, y salvo tal exceso, muy bien formado. Trigueño, con los cabellos cortos como un remero, tenía los labios más bien delgados. Se lo consideraba hermoso. Vestía ropas de safari de la misma clase que Wilson, pero las suyas eran nuevas. A los treinta y cinco años se conservaba en buen estado físico, era notable tenista, había logrado marcar varios records de pesca mayor y acababa de demostrar, de manera bastante pública, que era un cobarde.[1]

El autor selecciona algunas características físicas y del comportamiento del personaje para definirlo. Incluso, en el ejemplo, cuando realiza una valoración subjetiva no es el narrador el que se hace cargo de la misma: “Se lo consideraba hermoso”; hace partícipe de la valoración a un cúmulo mayor de personas. Además, sus oraciones son precisas en la selección de rasgos característicos que distingan a esos personajes, como en Shakespeare and Co.:

(…) Sylvia tenía una cara vivaz de modelado anguloso, ojos pardos tan vivos como los de una bestezuela y tan alegres como los de una niña, y un ondulado cabello castaño que peinaba hacia atrás partiendo de su hermosa frente y cortaba a ras de sus orejas y siguiendo la misma curva del cuello de las chaquetas de terciopelo que llevaba. Tenía las piernas bonitas y era amable y alegre y se interesaba en las conversaciones, y le gustaba bromear y contar chismes (…)[2]

En ambos ejemplos se observa una estructura similar: primero se enumeran características físicas, luego la vestimenta, y por último, rasgos de la personalidad.

Otra forma de descripción de personajes que emplea Hemingway es el diálogo, elemento muy presente en sus relatos. Un caso paradigmático es el de Los Asesinos, donde el narrador aparece en forma escasa y el peso de la trama recae en los diálogos. Así, el carácter de los dos asesinos del cuento, Max y Al, queda plasmado por su forma de interpelar a los empleados del café al que van a esperar a su víctima:

(…)

-¿Qué está mirando? –dijo Max a George.

-Nada

-¿Cómo nada? Me estaba mirando a mí.

-Tal vez el muchacho quería hacer una broma, Max –dijo Al.

George rió.

-Usted no tiene que reírse. ¡No tiene que reírse!, ¿entendido?

-Está bien –dijo George.

-¿De modo que piensa que está bien? –Max se volvió hacia Al-. Oye, piensa que está bien.

-¡Oh!, ¡es todo un pensador! –dijo Al. Continuaron comiendo.

(…)[3]

Se advierte cómo se evita emplear aclaraciones: en ningún momento se dice que Max dijo tal cosa con contenida violencia, o que tal otra con sarcasmo. El lector puede inferir esos rasgos por el fluir mismo de la conversación.

Algo similar ocurre en Las nieves del Kilimanjaro. Si bien aquí el narrador está mucho más presente que en Los Asesinos, el carácter ciclotímico de Harry en su agonía, o el maternalismo con que lo trata Helen, igual que su posición social, así como el resto de sus peculiaridades salen de los diálogos que mantienen:

(…)

-Sí, es cierto; lo decía cuando te hallabas bien; pero ahora reniego de ello. No comprendo por qué debía sucederte esta desgracia. ¿Qué hemos hecho para que el destino se ensañe contra nosotros?

-Y todo por haber olvidado ponerme yodo en el primer momento. No le di importancia, porque nunca me infesto. Luego, el rasguño empeoró, debido, probablemente, a que usé solución simple de ácido fénico, lo que paralizó los diminutos vasos sanguíneos, y la pierna comenzó a gangrenarse-. Miró a su compañera, y agregó-: ¿Qué otra cosa podría ser?

-No pensaba en eso.

-Si hubiéramos contratado a un buen mecánico en lugar de un chófer kikuyu medio salvaje, habría revisado el tanque del combustible, y el cojinete del camión no se habría quemado.

-No es ése mi sentir.

-Si no hubieras dejado a tu gente, a tu execrable gente de Westbury, Saratoga y Palm Beach para unirte a mí…

-¡No es posible que digas eso! Me uní a ti porque te amaba. Es, pues, injusto que te expreses de esa manera. Te amo, y siempre te he amado. Dime, ¿he dejado de inspirarte amor?

-¿Qué dices? ¡Nunca te he querido!

(…)[4]

Este mismo diálogo introduce la escena, al contar las vicisitudes que han tenido que pasar en ese lugar que, si bien no se aclara que es Tanzania (salvo por el título), hay un par de datos que permiten inferir las características del paraje: en este caso, un lugar lo suficientemente riesgoso como para que el rasguño de un arbusto provoque gangrena, y un lugar donde habita la etnia kikuyu. En el resto del relato, la presencia de buitres (ni siquiera se los nombra como buitres, sino como “pajarracos” y es su descripción la que permite deducir que se trata de buitres) y hienas, y la descripción de la sabana ubican al lector en el lugar sin necesidad de llamarlo por su nombre.

La combinación de estas formas de describir personajes, se puede encontrar en El anciano del puente. Allí, el narrador representa ciertas características físicas y de disposición en el espacio del viejo:

Un anciano con anteojos de armazón de acero y ropa llena de polvo estaba sentado a un lado del camino. Un puente de pontones atravesaba el río, y carros, camiones, hombres, mujeres y niños cruzaban en aquel instante. Los carros tirados por mulas se tambaleaban en la empinada orilla, al salir del puente, y los soldados prestaban ayuda empujando los radios de las ruedas. Los camiones subían y se alejaban rápidamente, y los campesinos caminaban con esfuerzo por la polvareda, enterrándose hasta los tobillos. Pero el anciano permanecía en su sitio, sin moverse. Estaba demasiado cansado como para seguir adelante.[5]

Se ve cómo se introduce al personaje en la escena. A la breve descripción inicial del anciano, le sigue la del lugar, con el énfasis en lo que está ocurriendo. Hay características en común que ayudan a unir al personaje con su entorno: el polvo, el cansancio (el tambaleo), los campesinos. Luego, el diálogo servirá para remarcar el estado de ánimo del viejo y reforzar así la descripción:

(…)

-¿Qué clase de animales eran? –pregunté.

-Eran tres animales, en total –me replicó-. Eran dos cabras y un gato, y cuatro pares de palomas.

-¿Y tuvo que abandonarlos?

-Sí. Por la artillería. El capitán me dijo que me fuese a causa de la artillería.

-¿Y no tiene familia? –le pregunté mientras observaba el extremo más alejado del puente, donde los últimos carros se apresuraban a bajar por la pendiente de la orilla.

-No –dijo-, sólo los animales que mencioné. El gato, por supuesto, se salvará. Un gato puede cuidarse solo. Pero no quiero ni pensar qué será de los otros.

-¿Y de qué bando político es partidario?

-De ninguno. No me interesa la política. Tengo sesenta y seis años. He caminado doce kilómetros y creo que no puedo seguir más.[6]

Nótese cómo el narrador entrevista de una forma periodística al protagonista para conocer quién es.

Un ejemplo perfecto de descripción de lugar en Hemingway lo da el cuento Río de Dos Corazones. Y es la interacción del héroe Nick Adams con ese entorno lo que define al protagonista. Se intuye desde el nombre apocopado ‘Nick’ que se trata de alguien joven; y la sensación de libertad, de vida al aire libre sin otra preocupación que disfrutar del paisaje y la pesca, también remiten a reforzar la idea de que el protagonista es una persona joven, aunque nunca se aclare la edad, ni se recurra a una descripción física que lo revele. Es algo que queda implícito en la escena y que deja ver aplicada la ‘teoría del iceberg’: “cualquier cosa que uno omita pero conozca sigue estando en la escritura, y su cualidad aparece.”[7]

Nick se incorporó. Apoyó la espalda contra la mochila que colgaba del tronco y pasó los brazos por las correas. Con la mochila al hombro se detuvo en el borde de la colina y observó la comarca y el río distante y luego bajó la colina, alejándose del camino. Era fácil la caminata ahora. La línea demarcatoria del incendio terminaba a unos doscientos metros de la colina. Después crecían los helechos, altos hasta el tobillo, y los pinos. Era un terreno ondulado, con subidas y bajadas frecuentes de suelo arenoso.[8]

El lector ve el paisaje (siente el paisaje) a través de los ojos de Nick, según la perspectiva del personaje. Cada característica, los árboles, la pradera, el río; su ubicación y apariencia, siempre con el estilo despojado de subjetividad de Hemingway, se perciben por la visión de Nick, del mismo modo que en El anciano del puente se observa al viejo, al puente, a la gente que cruza por los ojos del narrador – co-protagonista; o en Las nieves del Kilimanjaro es la vista del enfermo Harry, desde su camilla, la que nos deja ver la pradera, la selva y los animales acechantes. 

En definitiva, tanto con los personajes como con los lugares, Hemingway evita por lo general que el narrador describa según la impresión que le han causado esos objetos o personas, sino que se limita a tomar nota de los rasgos más notables, visibles a primera vista que resultan de la simple observación, o lo que se deduce de las conversaciones de los personajes. Y, además, omite adrede detalles que él conoce y que quedan implícitos en el texto.

Hemingway logra transmitir sensaciones olfativas y gustativas mediante el empleo de descripciones que prescinden de los calificativos que hacen referencia directa a un aroma o a un gusto. Es decir, por lo general, no utiliza frases como “tal cosa olía bien” o “tal otra tenía gusto ácido”, sino que emplea la misma técnica descrita para personajes, lugares y escenas.

Río de Dos Corazones abunda en descripciones de este tipo, como cuando Nick se pone a cocinar:

(…)Los porotos y los fideos se estaban calentando. Nick los revolvió y los mezcló bien. Empezaron a formarse burbujas que subían a la superficie con dificultad. Había un buen aroma. Nick sacó una botella de ketchup y cortó cuatro rodajas de pan. Las burbujas se formaban con más frecuencia. Nick se sentó junto al fuego y levantó la sartén. Sirvió la mitad de la comida volcándola en un plato de lata. Nick sabía que estaba demasiado caliente y vio cómo se deslizaba con lentitud por el plato. Le echó un poco de ketchup. Los porotos y fideos estaban aún demasiado calientes. (…)[9]

La sensación de fritanga, de grasitud, de algo espeso, la transmiten esas dificultosas burbujas y ese lento deslizar de la comida por el plato. Nótese que la única referencia subjetiva es “había un buen aroma”, que funciona más bien reforzando el resto del párrafo descriptivo, casi como si fuera un pensamiento de Nick y no del narrador. Otro ejemplo del mismo cuento:

(…) Mezcló con rapidez un poco de harina de trigo con agua hasta que adquirió la consistencia deseada. Puso un puñado de café en la cafetera y un poco de grasa en la sartén hirviente. Luego agregó la mezcla. Se desparramó como lava, chisporroteando. El panqueque se empezó a endurecer en los bordes, luego a tostarse, y por último tomó una consistencia porosa, con burbujas. Nick metió una astilla de pino debajo del panqueque, agitó la sartén y despegó el panqueque. (…)[10]

El café, la grasa, el tostado del panqueque, las burbujas y el chisporroteo, son todos elementos percibidos por la vista y aún por el oído, que combinados consiguen llevar al lector el aroma, el sabor, la consistencia de los alimentos sin necesidad de usar descripciones directas sobre ese tipo de sensaciones.

Pero no sólo la descripción de un desayuno y su preparación pueden despertar este tipo de impresiones. En el mismo cuento, los pinos, los helechos –que Nick coloca entre sus brazos y las correas de la mochila para que, al aplastarse, despidan agradable olor–, el río mismo, tan claro que deja ver las truchas nadando, los troncos atravesados, todo eso emana una frescura que bien podría haber inspirado la fragancia de un desodorante de ambiente. La oposición con las zonas quemadas de la comarca ayuda a incrementar ese efecto.

El mismo estilo vamos a encontrar en El hambre era una buena disciplina[11], donde el contraste entre las calles donde no había puestos de comida o restaurantes, caracterizadas por la presencia de elementos más bien inodoros e insípidos, fríos, o que no remiten a sensaciones olfativas y gustativas apetitosas, como palomas, bancos, estatuas y fuentes, y los pasajes donde se encontraba a la gente comiendo en la vereda, donde había confiterías, panaderías, tiendas de frutas, legumbres y vinos, transmite los aromas y gustos suspendidos en el aire.

Lo que percibe el león al ser alcanzado por las balas en La corta y feliz vida de Francis Macomber excede lo meramente táctil: “(…) En ese momento oyó un seco estampido y sintió el golpe de una sólida bala 30-06 de 220 gramos, que le mordía el flanco, y la ardiente y repugnante brecha abierta en su estómago. (…)”[12] Tal vez sea la combinación entre el adjetivo ‘repugnante’ y la referencia al estómago del animal lo que genere una sensación gustativa de esa herida. Más directa, en lo referente a lo gustativo, es la descripción del siguiente balazo: “(…) Luego estalló otra vez más y entonces sintió el golpe en sus costillas inferiores y la boca se le llenó de pronto de sangre caliente y espumosa. (…)”[13]

Entonces, Hemingway emplea un método similar tanto para describir personajes, lugares y escenas, como para hacerle llegar al lector impresiones gustativas y olfativas: usa muy pocas valoraciones subjetivas del narrador en tercera persona y se dedica a puntualizar en elementos precisos que por su sola mención o breve y concisa descripción visual, permitan al lector tener una idea cabal del carácter y los sentimientos de los personajes, de las sensaciones que transmiten los lugares, sus olores y sabores.

 

José Luis Hernández

 

[1] Ernest Hemingway: “La corta y feliz vida de Francis Macomber.” Santiago Rueda Editor, Buenos Aires, 1969. Pp. 8 y 9.

[2] Ernest Hemingway: “Shakespeare and Co.”. En Paris era una fiesta. P. 39.

[3] Ernest Hemingway: “Los Asesinos.” Pp.169 y 170.

[4] Ernest Hemingway: “Las nieves del Kilimanjaro”. Colección Panamericana, 1946, v.15. Pp. 498 y 499.

[5] Ernest Hemingway: “El anciano del puente”. P. 153.

[6] Ídem, p. 154.

[7] George Plimpton: “Ernest Hemingway”, entrevista de 1958. P. 95.

[8] Ernest Hemingway: “Río de dos corazones.” P. 184.

[9] Ernest Hemingway: “Río de Dos Corazones.” P. 188.

[10] Ídem, p. 192.

[11] Ernest Hemingway: “El hambre era una buena disciplina.” En París era una fiesta.

[12] Ernest Hemingway: “La corta y feliz vida de Francis Macomber.”  Santiago Rueda Editor, Buenos Aires, 1969. P. 19.

[13] Ídem.

Sobre el autor

José Luis Hernández

José Luis Hernández

La Lupa literaria

José Luis Hernández, Barranquilla (1966). Abogado, docente y amante de la literatura. Ofrece en su columna “La Lupa Literaria” una perspectiva crítica sobre el mundo literario y editorial. Artículos que contemplan y discuten lo que aparece en la prensa especializada, pero aplicándole una buena dosis de reflexión y contextualización.

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