Literatura

El libro (o las neuronas en corona)

Edgar Arcos Palma

30/04/2024 - 05:05

 

El libro (o las neuronas en corona)

 

Despertó una mañana con la desidia gobernando sus instintos, miró la tapa blanca del gigantesco libro, adornada con la pintura de un caballero rubicundo de sombrero ancho, cuya mano derecha sostenía una voluminosa copa de vino y la mano izquierda la señalaba con deleite. Ella alargó el brazo izquierdo y sus largos dedos acariciaron el borde del libro, lo entreabrió y volvió a cerrarlo desdeñosa. Apenas cabía ese mamotreto sobre la mesa auxiliar, sintió el agobio de otras noches cada vez que abría sus páginas  amarillentas inundadas de palabras, de comas que por norma suavizaban la pronunciación, la c con un rabito abajo, vocales bajo figuras de techos, acentos agudos a la usanza del español, acentos graves certificando pronunciaciones nasales, evitando pronunciar la e al final de alguna palabra, de llevar la r al paladar, de ahuecar los labios en u al pronunciar i; ella pugnando por no perder el hilo de lo leído, esforzándose cada vez más por no perder el hábito de lo aprendido años ha, en aquel país de arcos victoriosos de torres metálicas que cosquilleaban nubes, de museos, edificios, parques, grandes avenidas, calles con nombres de historia eterna de nunca acabar de conocer. Aclaró el alcance visual ayudada por un masaje aplicado a ambos ojos con el dorso de sus manos, paseó el interés a la biblioteca empotrada en una de sus paredes de la a esa hora oscura alcoba y musitó angustias al constatar el otro gigantesco libro de tapa clásica café oscuro de palabras y recuadro dorados del mismo personaje, el inefable gigante traducido al español, empecinado en comer, beber y jugar a una guerra de todos los días de la vida de este miserable mundo. Bah. Gargantua eut la charge totale de l’armée. Son pere demoura en son fort… 

Tosió, sus largos dedos pasaron revista al esternón, una leve molestia. Se encogió de hombros. El confinamiento obligado, las calles desiertas, su rutina al hospital, el tapabocas como poderosa arma de defensa. Acomodó la espalda sentándose, tenía algunos minutos todavía. Los libros ejercían poderosa atracción, los leería uno al lado del otro.  Años atrás, mientras sus compañeras jugaban a la golosa o a la semana o al bombón en los recreos del Colegio La Inmaculada, leyó sobre el gigante tragón, no podía creer que había nacido de una oreja, o eso es lo que entendió, y la cantidad de leche de vacas y cabras ordeñadas hasta quedar secas para saciar el apetito voraz de aquel glotón personaje. Ahora con el recuerdo brumoso de Pantagruel haciendo presencia en el trance de despertarse, sus carnes ya en los casi treinta años moviéndose coquetas hacía la ducha no pudo evitar el desperdicio de tiempo; si, ya eran tres meses, mucho tiempo -sufrió al evocar- cuando reparó en la biblioteca la colección de libros color café oscuro que alguien de pésimo humor los confundió con biblias o libros de testigos de Jehová, el nombre del gigante apareció ahí junto a un intruso de cubierta blanca, con el mismo título, amarillento, escrito en el francés arcaico y que prometió leer algún día. Ok -pensó- ese día llegó. De su infancia hasta ahora habían transcurrido docenas de libros y entre ellos dos ejemplares y un solo gigante verdadero.

Sus párpados acumulaban cansancio de varias noches de turnos en el hospital y del esfuerzo de querer acabar cuanto antes la lectura de ese gigante en los enormes libros, tapa blanca y tapa café oscuro; se estremecía al atisbar cierto rechazo a la lectura, <>, su costumbre de iniciar leyendo el número de la última página y en los avances recrearse con el engorde de las páginas leídas y la desnutrición de las páginas aun por leer. Esta vez se levantó recogiendo el rubio cabello con un aro de caucho dejado la víspera justo al lado del gigante libro. Una bella silueta caminó cansinamente hacía la ventana, fugaz fantasma al pasar junto al espejo del tocador que tanto la agasajó con sonrisas de aprobación año tras año, sola, con un libro en la mano, el libro como amuleto contra la seducción y el cortejo del hombre. Corrió la puerta de vidrio de la ducha con su blanca mano, dedos largos de cirujana, eso fue, cirujana de la Universidad Nacional de Colombia; la pequeña ventana abierta a esa hora regaló aroma, el árbol del jardín, el compañero arrayán de su infancia estaba con ella y corría con el agua sobre su cuerpo acariciándolo con delicada fortaleza,  [Voicy ce qui’l me falloit: cest arbre me servirá de bourdon et de lance] se dejó llevar fuertemente asida a las ramas de la inmensa copa del árbol, el desnudo cuerpo onduló con los movimientos en círculo que el gigante bonachón realizaba decidido, arrayasaba y arrasaba a sus enemigos como si de hormigas cubiertas de panoplias se tratara, tarea a la que se unió su descomunal yegua sobre la que montaba y que al sentir la necesidad de evacuar su vejiga formó una calamidad llamada riada que ahogó enemigos en medio de una agonía amoniacal espantosa. Orgasmo. Sonrió satisfecha. Ah Rabelais colega mío, irreverente e impenitente perseguido por la Inquisición de ese entonces, La Sorbona. Ja. Salió de la ducha cavilando: Fue un reto con diccionario al lado, con la lupa para captar los diferentes significados escritos al pie de página que aún a los traductores de esa edición les costaba. Otra vez la tos espasmódica al secarse y un dolor torácico presente.

Volvió la vista al reloj, luz del amanecer, la prisa por llegar al quirófano donde seguro ya habrían previsto lo necesario, anestesia a su paciente programada para extirparle un tumor de cara, necesitaría equipo quirúrgico de grandes dimensiones para intervenir la faz de Pantagruel y con la sonrisa de mueca ante el espejo se vistió con el overol a prisa, soltó su rubio cabello por un corto tiempo, luego ella desaparecería entre uniformes quirúrgicos, gorros y tapabocas […vestu de son lyripipion  `a l’antique, et bien antidoté l’estomac de coudignac de four et eau beniste de cave…]y la consecuente decepción de sus compañeros de quirófano siempre sorprendidos de su sola compañía, un libro.

El comienzo de la lectura que prometía prefacio de humor y risas fue un surco pronunciado en la frente, una mirada recelosa a la biblioteca, un diccionario francés al lado, después la derrota ante el francés de cinco siglos atrás.  Ya incidí -dijo- debo terminar y suturar, las cosas no se dejan sin acabar. Por momentos avanzaba y al reiniciar después de alguna interrupción debía volver a comenzar el capítulo. Elaboró una lista de palabras difíciles y aprendió que aquel idioma ahora era una condensación de las palabras a las que les habían eliminado letras. La fluidez de la lectura se hizo mejor y se animó mientras pugnaba alcanzar con sus pasitos cortos las aventuras del gigante bonachón.

Los arrayanes se multiplicaron de repente en su jardín y se perdió en un bosque lúgubre donde las hojas de cada árbol le señalaban una palabra incomprensible haciendo difícil encontrar el camino para regresar a la cinta de los libros; se empeñó en no avanzar, con terquedad se plantó en la mitad de esos bellos ejemplares - concedió – el libro de tapa café oscuro orlado de arabescos dorados, el libro de tapa blanca. Avanzaban paralelos.

No más, espetó. Pasaron días en los que se debatió en la incertidumbre de dejar esa lectura y al alargar la fina mano de cirujana en busca de otro libro que le diera sosiego se encontró que la aversión por ellos hacía cuna en su intimidad. Apagó sus neuronas, encendió la televisión; noticias de  virus en pandemia dominaban las pantallas, alguna vez leyó sobre algo que ahora dejaba de ser profético, sí; Dean Koontz, The eyes of darkness, fijó su atención en Wuhan población china  -Chinón tierra de Rabelais, vaya curiosa coincidencia, ¿obsesión? no podría eludirlo- allí donde inició la pandemia, calles vacías, fantasmales, un mapa donde los casos de contagios se multiplicaban como por arte de magia, el país, su país donde habitaba ya haciendo parte de la estadística y su ciudad hasta hacía poco indemne, ahora con alerta roja; inclinó sus ojos verdes, siguió los pliegues de su corta falda satinada, acarició con sus manos largas de cirujana las rodillas, estiró sus pies fuera de las pantuflas de dulce abrigo y movió la cabeza con trágica derrota. Yo frente a una pantalla que he odiado toda mi vida. Levantó la vista en dirección a la biblioteca y extrañó la distancia. De modo imperceptible cambió el canal y la profecía pareció repetirse con la política de su país, el sub-presidente actual, un muñeco montado en el poder con votos comprados por un tal Ñeñe con dinero robado a otro candidato que pretendía el mismo cargo; la inútil evocación de un proceso 8.000, años antes en el que nada sucedió; el Frente Social mucho más atrás y la connivencia cómplice de los dueños del poder, jaja; eso leyó en alguna ocasión y le causó gracia, la corrupción de nunca acabar, la presencia de una gigante bonachona, rubia y bella barriendo de un solo golpe a todos aquellos bichos que desde tiempos ignotos  medran a costa de un pueblo cada vez más empobrecido y embrutecido con los cantos de sirena de partidos políticos. Tosió largo, un dolor torácico fuerte alertó sus instintos y consideró por fin una posibilidad de contagio, [les eaulx sont les sueurs] se encogió de hombros, se miró a sí misma y caminó unos pasos.

Lo último que quería escuchar decidió el siguiente acto; que los médicos somos unos héroes por estos días, ella una heroína. Estúpidos. Apagó la televisión, volvió a prender sus neuronas, la ansiedad por querer terminar los libros, tapa café oscuro y tapa blanca ahora aparejados hizo más fácil la tarea, me gradué de francés arcaico, rio plácida; volvió a toser un par de veces más, un dolor ya expansivo y el maquinal gesto de la mano izquierda hacía su pecho notando ahogo, carraspeó, se acomodó en la butaca de cojines grises, después de correr la cortina de la ventana, la penumbra copó el espacio, encendió la lámpara y en su soledad abrió los gigantes libros,  leyó con el cansancio en su mente, con los párpados entrecerrados, sus dedos largos de cirujana pasando una a una las hojas amarillentas, los libros cayendo con lentitud sobre su regazo al impulso de un pesado sopor, corrió detrás del gigante bonachón y alcanzó la epopeya del enigma, línea a línea, frase a frase sin lograr la plenitud al descifrarla pero asimilando su contexto, gigantes libros, decenas, cientos de ellos que uno a uno fueron cubriendo el cuerpo grácil, oprimiendo sin piedad el tórax, el calor desprendido de las hojas en fiebre y escalofrío, ojos entrecerrados que al abrirse dejaban traslucir las blancas corneas de las miradas perdidas, los libros seguían cayendo lentos sobre ella, la fuerza se alejó de los músculos ahora flácidos, exánime, la cara ladeada, el rubio cabello haciendo camino por donde las neuronas escapaban con destino a las anchas páginas, gritó con  angustia  cuando los pies de Pantagruel presionaron entonces hasta apagar la respiración cada vez más lejana y agotar el último suspiro con la inminencia de afanes y estertores intentando sin remedio comprender verdades divinas, incapaz ya de confrontarlas con  francachelas de buena mesa y buen yantar mientras el mundo se aferraba a una supervivencia con la bagatela de una cuarentena y confinamiento inútiles frente a la amenazante pandemia.  

 

Edgar Arcos Palma

Médico y escritor nariñense. Sus cuentos han sido publicados, entre otros medios, en la Revista Estafeta (San Juan de Pasto-Nariño). En 2021 publicó su novela Yaguargo y en 2023 su segunda novela Escalera al vacío.

1 Comentarios


Álvaro Araujo Ortega 01-05-2024 04:58 PM

Edgar mi respeto y admiración. Felicitaciones y éxito en este nuevo emprendimiento.

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