Literatura
Tres MarÃas
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No querÃa ver a Alejandra. Pensaba que sólo se necesitaba un poco de suerte y evadir los lugares de la universidad donde ella parchaba. Pero no hubo suerte: tuve que ir al Edificio Central para reclamar el cheque. Ella estaba en la entrada, con su mochila terciada y sus ojos verde aceituna. Me abrazó con una alegrÃa que desentonaba con su estrategia de mujer indiferente.
—¿A dónde vas? —preguntó.
—A cobrar.
—¿Te acompaño?
—Todo bien: puedo ir solo.
No es que estuviera de malgenio o que no quisiera hablar con ella. Simplemente querÃa ser cortante para alejar la posibilidad de estar juntos.
Pero no fue asÃ.
Hicimos la fila en silencio. Ella jugaba con las cintas de terciopelo que ponen en los bancos y yo contemplaba su manera de perderse en el juego de hacerlas oscilar. En el Central me dijo que nos viéramos en la tarde. Acepté con un movimiento de cabeza mientras tenÃa la certeza de que no nos verÃamos.
Pero nos vimos. ConocÃa mi horario y ruta hacia la casa. Me esperó sentada en el andén, con la mochila y el buzo tirados en el piso. Me senté a su lado para ver el puente en el que los niños de la Normal Superior corrÃan entre gritos.
Al rato le tomé la mano para ver el esmalte de sus uñas. Plumas, medias lunas, cÃrculos. Siempre me han gustado sus uñas porque rompen con jeanes desgastados, camisetas viejas y cabello suelto. Las uñas son su divergencia, el detalle que dice más de ella que todas sus palabras y todos sus actos.
Pasé mi mano por el antebrazo hasta llegar a tres lunares que ella llama las tres MarÃas. Sus vellos se levantaron como si saludaran el paso de mis dedos sobre su piel. Me miró a los ojos que son, normalmente, dos abismos de silencio; poco se puede desentrañar de ellos. Pero esa tarde eran un remolino de dudas.
—¿Qué hacemos? —pregunté.
—Vamos a tomar chicha.
—Si quieres decirme algo, dÃmelo en sano juicio.
—¡Tan bobo! Usted siempre se cree lo máximo.
No supe qué decir porque probablemente era cierto: a veces pienso, llevado por la vanidad, que las mujeres jóvenes se sienten atraÃdas por mis treinta y seis años o porque soy profesor.
Fuimos al Muro, un auditorio al aire libre custodiado por la figura de Goranchacha, el profeta que fundó Hunza (llamado posteriormente Tunja). HabÃa un puñado de muchachos viendo una pelÃcula con un doblaje que despertaba las rechiflas. En la primera luneta habÃa una muchacha con ruana y pasamontañas. A su lado se alineaban nueve botellas.
—¿Cuál quieres?
—La más grande.
Tomé una botella de tres litros y se la di a Alejandra que miraba la pelÃcula sin convicción.
—¿Qué hacemos?
—Demos un bote —respondió sin convicción.
Fuimos al edificio Central. Deambulamos por pasillos con bombillos que titilaban y por recovecos que navegaban en la oscuridad. Nos sentamos en el alfeizar de una ventana. BebÃamos del pico de la botella y contemplábamos a los estudiantes que deambulaban como hormigas que acarrean maletas y pesares. Al fondo el atardecer morÃa detrás una montaña que empezaba a iluminarse como un pesebre.
—Tómame una foto.
—¿Cómo la foto que me tomé con Lorena?
—¡Idiota! —dijo malhumorada. Me miró con los ojos que se habÃan transformado en agujeros a medida que la oscuridad se apoderaba del pasillo.
—DeberÃas confesar que estás celosa.
Se fue caminando sin mirar atrás. Sus pasos se fueron acortando hasta que fueron pasos de Alejandra. Se detuvo frente a la escalera y se quedó allà varios minutos. QuerÃa que nos fuéramos, pero no lo dirÃa. Alejandra no habla. Simplemente se quedaba quieta con la esperanza de que descifrara sus deseos. Y siempre supe qué querÃa. Finalmente llevaba tres años de conocerla. Primero como alumna, luego como contacto de facebook y al final como amigos que chateábamos todos los dÃas.
Giró su cuerpo cuando escuchó el ruido de mis pasos rebotando contra las paredes. La tomé de la mano, pero ella la zafó con rabia. La tomé de nuevo y de nuevo se soltó mientras apretaba los labios. Intenté de nuevo y de nuevo se zafó A cada intento ella apretaba más los labios, intentando disimular una sonrisa.
Fuimos al bohÃo en el que habÃa una maloca atiborrada de jóvenes. Un grupo tocaba quenas y charangos mientras el resto fumaba porros o bebÃan chicha. Caminamos hasta la cerca de madera. Nos sentamos en el primer barandal, dejando los pies oscilando en el aire. Bebimos lentamente, mirando hacia la montaña que estaba completamente iluminada.
—En un tiempo vivà en La Fuente —dije señalando la cresta de la loma.
—…
—También he vivido en San Rafael, La Calleja, Maldonado, Mesopotamia y al lado del estadio.
—…
—¿Te pasa algo?
Su silencio no era de rÃo seco, que es el habitual, sino era el silencio de una ciudad deshabitada.
Seguimos tomando chicha hasta que se acabó la botella. Saltamos la barda y caminamos por una universidad desierta.
—Mira: las tres MarÃas —señaló el cielo.
Vi las tres estrellas apuntando hacia el sur. Recordé la noche que su mano acarició mi pecho. Se detuvo en el costado izquierdo. Los lunares parecÃan una flecha que apuntaba hacia mi corazón.
Le tomé la oreja y ella la quitó con fuerza. Lo volvà a hacer y ella se volvió a quitar. Elevó la velocidad de sus pasos hasta que emprendió la carrera. La seguà despacio y después aceleré el paso hasta que la alcancé. La abracé por la espalda. Levantó las piernas al tiempo que lanzó una carcajada limpia, sin matices, como si fuera la risotada de una niña que juega con su papá.
—Por eso te fascino: te juego como si fueras una niña —le susurré al oÃdo.
Abrió los brazos para zafarse.
—Parce, no se sobreactúe —gritó.
—Acéptalo: te gusto.
—¿Qué está fumando? Usted no me gusta.
—Ven; dÃmelo mirándome a los ojos —la arrastré a la luz de una farola.
No levantó la mirada. Dio media vuelta y se fue caminando por el costado del edificio Administrativo. Contemplé el jean desgastado, el buzo largo, la mochila de lana terciada y el cabello cayendo sobre sus hombros como una cascada de luz.
La alcancé en la puerta del Rafael Azula. Caminamos en silencio hasta que salimos a una avenida desierta. Sacó el teléfono del bolsillo del pantalón para examinarlo cuidadosamente.
—Qué raro: está apagado —dijo con ironÃa.
—Ese teléfono me puso difÃcil la tarea de enamorarte. Mil veces te llamé y mil veces estaba apagado.
—Como si estuviera en sus planes enamorarme.
—Ese era el plan; pero no lo permitiste.
—Es que yo no soy tan fácil como otras.
Caminamos por la avenida sin decir palabra.
—Dime lo que tengas que decir, que después será tarde —susurré frente al Parque Recreacional.
—Tan convencido… no hay nada que decir.
—¿Segura?
—Okey. Que sea feliz con su Lorena. ¿Contento?
El viento traÃa el rumor uniforme de los árboles murmurando en la oscuridad. De la glorieta Maldonado emergió un colectivo. Dio media vuelta. La agarré del brazo y la hice girar. Nos miramos a los ojos. Acerqué mis labios, pero me empujó y salió corriendo. Contemplé el colectivo con la tonta idea de que se repetirirÃa la escena en la que Jenny corre a la parte de atrás del bus para ver a Forrest Gump. Pero no fue asÃ. Simplemente el colectivo aceleró, perdiéndose en la oscuridad.
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Diego Niño
@diego_ninho
Sobre el autor
Diego Niño
Palabras que piden orillas
Bogotá, 1979. Lector entusiasta y autor del blog Tejiendo Naufragios de El Espectador.
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