Literatura

Secreto revelado

Yesid Ramírez González

14/03/2019 - 06:40

 

Secreto revelado
Espigas de sorgo

Pedro Nel volvió; eran las ocho y media de la mañana. Sin cruzar palabra alguna atravesó la estancia y fue a sentarse, como siempre, bajo la sombra del cayeno rosado sembrado por mi abuelo en tiempos de la dictadura de Rojas Pinilla que un libanés amigo suyo de apellido Jattin le obsequió, por allá en el año cincuenta y cuatro, bajo la pedantería de ser un árbol de Rosa de la China para congraciarse con mi abuela quién no gustaba de sus frecuentes visitas acompañadas de juglares campesinos, lagartos chusmeros y muchas botellas de ron.

Mi abuelo lo plantó justo al final del patio desde donde se divisaban las extensas plantaciones de sorgo que tanto renombre le dieron por aquel tiempo a la hacienda La Momposina, y lugar predilecto por Pedro Nel que fijaba su mirada perdida sobre la inmensidad del campo tratando tal vez de encontrar entre las rojizas espigas la razón de su visita diaria. Observándolo a escondidas detrás de las varetas del viejo corral parece una escultura del maestro Grau, por el color ocre impregnado en su curtida piel morena y por la rigidez de su semblante.

Pedro Nel nunca ha venido a verme, sino a descifrar el enigma que le dejaron los silencios de mamá. Todos los días desde que tengo uso de razón viene en busca de la respuesta a la historia de Luisa Bernarda Morales, mi mamá; historia que alguna vez debió dejar escrita y escondida en algún lado de la casona de tapia pisada que ahora es mi casa en ruinas. Han pasado más de cincuenta años y hoy, cuando las canas han invadido sus sienes y la calvicie se ha quedado a vivir con él, esconde un acertijo aún sin resolver, no tiene credo, es un solitario, un alma en pena, un dios sin fieles que no escucha ni pronuncia oraciones. Olvidó la clemencia. Y es que le hace mucha falta mamá, nada de lo de ella existe, solo yo.

Siempre viene todos los días a las mismas horas desde aquel 23 de mayo de 1964, a las ocho y treinta de la mañana, a la una de la tarde y a las diez de la noche. Intuyo que le gustan más las visitas de la noche porque no se cruza conmigo, no atraviesa el interior de la casa sino que se va directamente al fondo del patio, se tiende bajo el cayeno y amanece todito arropado de pies a cabeza con las flores rosadas que caen con las brisas nevadas de cada madrugada. Se despierta bien temprano con los gallos que cantan en la hacienda vecina y se sienta muy quieto en la banqueta de cedro que mamá le regalara el primer día del padre que celebraron juntos; allí permanece un buen rato mientras percibe el aroma de las cayenas nuevas. Cuando el sol comienza a asomarse por los cerros de Manaure se marcha y regresa por las tardes a dejarse acariciar por las estambres de las cayenas y con sus labios roza los pétalos de aquellas flores simulando los suaves besos de mama. Ama profundamente al cayeno rosado porque guarda el perfume de Luisa Bernarda.

Nunca me dice nada, desde que mamá se marchó para él me volví invisible; sin embargo, presiento que está esperando a que el tiempo pase, se está dejando curtir por el sol de sus recuerdos. Sé que en su silencio no logra imaginarla como es ahora, no, no logra hacerlo, solo la extraña, solo la ama, con ese mismo amor de los años mozos. Ese amor no ha decrecido, sé que permanece igual, frenado, como un petardo silencioso a punto de estallar y de volverme sangre, carne y tierra.

Se fue a vivir para siempre en la banca menos apetecida del parque; ya la gente del pueblo se la ha adjudicado y nadie la ocupa, aunque permanezca desocupada cuando él no está. Sentado o acostado en ella se ha dejado consumir por el ayer. Algunas veces lo he visto observar a los paisanos y extraños que llegan al paradero de los buses intermunicipales en la esquina principal del parque; los mira llegar y los ve partir; adivina posibles destinos, envidia sus reencuentros, sus besos, sus abrazos e incluso sus lágrimas de despedida.

Con la enfermedad del alma de la abuela y el nacimiento de mi mamá todos advirtieron la decadencia y el fin de la Momposina. Mi abuelo de raíces criollas guajiras y vallenatas, advirtió de inmediato que aquellos ojos y cabellos hermosamente claros de la niña no coincidían con la genética de sus ancestros y tampoco con los de su momposina esposa; provenían indiscutiblemente de su amigo el libanes que de un momento a otro se esfumó del mapa; pero decidió amarla como su hija hasta sus últimos días y odiar en silencio a la abuela, tal vez pienso yo, para que su “leal” amigo no lo acusara de esconder entre los extensos sembradíos de sorgo a decenas de liberales que huían de la chusma.

Pedro Nel fue uno de aquellos niños afortunados que salvó el abuelo de la violencia y creció al lado de Luisa Bernarda, la amó desde pequeño, se besaron por primera vez debajo del cayeno, lloraron juntos la muerte de capricho de mi abuela, el entierro de mi abuelo, el despido de todos los jornaleros, la venta de las tierras de cultivo a los antioqueños y la ruina que se filtró por toda la casona. Solo tres cosas se mantuvieron a pesar de los años: las plantaciones de sorgo, su amor por mamá y la florescencia del cayeno rosado.

Pese a todo, Pedro Nel tuvo los cojones para irse a estudiar de interno a un  colegio en Santa Marta  y para proponerle seis años después matrimonio a mamá; se volvió poeta, cantautor de vallenatos y comerciante de mercancías que traía desde Maicao: su amor por ella lo llenaba de vitalidad y de una personalidad que a todos encantaba a donde llegara; rechazó propuestas indecentes de hermosas damas de la región y su emoción fue mayor cuando yo nací…pero la dicha no le duró; todos en el pueblo coincidían que Luisa Bernarda se había marchado y recluido en el convento de las Clarisas en Cartagena, hermanas contemplativas a las que se les  se exigían los votos de clausura, castidad, silencio y pobreza. Pedro Nel nunca la buscó, nunca lo pudo entender.

Los recuerdos que tengo de mamá se fueron afianzando por las charlas que mantenía con la señora Ana Mercedes la mamá de Pedro Nel, quien apareció veinticinco años después de la noche en que tuvieron que huir y dejar al niño al cuidado de mis abuelos. Ella solía contarme que con la partida de mamá a Pedro Nel se le fue el apetito, el sueño, la risa, la musa de sus poemas, el gusto por el vallenato…y hasta por las camisas tropicales que usaba a diario y que compraba en el cruce de Bosconia.  Ella llegó desde Cartagena con su otro hijo Isaías del Carmen, quien había sido nombrado párroco del pueblo, el mismo que se ofreció para dar clases gratuitas de historia sagrada a varias jóvenes que sentían el llamado a la vida consagrada. Las clases orientadas por el sacerdote se fueron terminando a medida que las alumnas desertaban. El cura solicitó entonces su renuncia intempestiva y se marchó de la región.

Para mí había llegado el momento de empacar y buscar algunos parientes en Valledupar y fue en ese alistar que encontré refundido en una maleta vieja de cuero algunos poemas y varias letras de canciones, dos pantalones, dos interiores y tres camisas estampadas; parecía la maleta de un viajero listo a partir, pero al parecer su dueño desistió del intento. Con avidez pretendí leer cada uno de aquellos poemas, sin embargo, leí y releí aquel que por su título llamó mi atención “Espigas”: “las espigas me contaron de tu huida, estaban marchitas, el afán de tus pisadas les exprimió la sabia, les robó la vida. El galope de tu prisa las dejó tendidas, yertas, formando dos caminos, dos surcos rojos que traspasaban la lejanía de lo imperecedero y las espigas me contaron con sus cuerpos mutilados el porqué de los dos senderos sobre el campo; entonces comprendí tu huida, tu partida en medio de la complicidad de la noche. Vuelve, dame plazo para odiarte, para entender tu repentino adiós, dame tregua para ir en busca de la concordia entre mi vida y mi muerte”.

Desde aquel día entendí los silencios de Pedro Nel y las palabras de la difunta Ana Mercedes. Desistí de mi viaje al Valle y concluí que sería yo quien debería pagar la penitencia por la traición de mamá. Fui el fruto de aquella pasión prohibida y sería yo el que debería presenciar, como un testigo mudo, todo el daño que le causaron mis padres. Mientras ellos, perdidos en el laberinto de su pecado remedian sus vidas, yo he de esperar la llegada diaria de Pedro Nel con su alma a rastras.

A lo lejos escuché el campanazo en la torre de la iglesia; era la una de la tarde y Pedro Nel estaba de regreso; me le planté al frente justo cuando atravesó la última puerta que conduce al patio, me esquivó sin inmutarse y apresuró su paso. Las espigas de sorgo estaban en su máximo esplendor. El sol reposaba aún en lo más alto de un cielo inmaculadamente azul; el calor del medio día sumergía al ambiente en un silencioso sopor tan solo interrumpido por el zumbido de los abejorros revoleteando sobre las hermosas cayenas rosadas, abiertas totalmente al placer de los rayos de luz y dejándose robar descaradamente el polen por las abejas gigantes. Pedro Nel parecía extasiado con el olor que emanaba de aquel ritual de apareamiento entre los insectos y las mariposas rosadas de cinco alas. Parecía estar en trance, se acercó al tronco delgado del cayeno, lo sacudió con fuerza y lo despojó de su preciado tesoro. Sobre el suelo yacían muchas cayenas y él las tomó una a una y fue formando con mucho cuidado una especie de alfombra; luego al terminar se sentó sobre ellas y por primera vez en medio siglo lo vi con los ojos llenos de lágrimas dirigiendo su mirada al imponente sembradío de sorgo, que por supuesto ya no era nuestro sino de los nuevos dueños de aquellas tierras.

Según la señora Ana Mercedes él nunca quiso que lo llamara “papá”, solo Pedro Nel a secas; ahora comprendo, ese apelativo fraternal habría sonado también a traición. Son las nueve y media de la noche, estoy en el patio esperando su regreso, he decidido que es hora de enfrentar la realidad y por eso he arrancado de raíz al cayeno rosado.

                     

Yesid Ramírez G.

Sobre el autor

Yesid Ramírez González

Yesid Ramírez González

Vivencias

Nacido en Río de Oro (Cesar, Colombia) en 1964. Comunicador Social de la Unversidad Autónoma del Caribe, ex Coordinador Municipal de Cultura de Río de Oro, cargo que desempeñó por más de doce años; ex catedrático del área de humanidades de la Francisco de Paula Santander Ocaña. Asesor de proyectos culturales. Diplomado en Gestión Cultural -Universidad del Norte. Escritor de cuentos, crónicas y poemas.

https://www.facebook.com/yesid.f.gonzalez

6 Comentarios


Maria 14-03-2019 09:29 AM

Felicitaciones,excelente publicación

Alberto mario 15-03-2019 10:46 AM

Bien por Pedro nel yesid y sus recuerdos....

Adelaida ruiz 15-03-2019 11:04 AM

Excelente relato, bendiciones para el escritor

Saith Casadiegos 16-03-2019 09:52 AM

Excelente cuento, la nostalgia del amor perdido, me gusta mucho este tipo de narración, ojalá sigamos leyendo este talento olombiano, riodorense.

Tobías Osorio 24-03-2019 08:51 PM

La capacidad de poder transmitir esas sensaciones como si se estuvieran viviendo, lo sumerge a uno a ése relato, me gusta el estilo y la forma de escribir, felicitaciones profesor

María del Carmen Jácome García 27-03-2019 04:08 PM

Un excelente relato que aunque no vivimos en aquellos tiempos, nos transportamos en la magia de tan bonita historia narrada por nuestro gran amigo y paisano Yesid Ramírez González, felicitaciones por tus aportes a la cultura Ruodirense

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