Literatura

La anatomía de una Azucena

Diógenes Armando Pino Ávila

02/07/2021 - 05:30

 

La anatomía de una Azucena
Azucenas blancas / Foto: Jacinta lluch Valero

 

Una fuerza misteriosa, en forma irresistible atraía mi vista hacia ella. Era la primera vez que la veía, no podía quitar mis ojos de su armonioso cuerpo. La negra cabellera se curvaba sobre sus hombros y mecida por la brisa de agosto se desparramaba espalda abajo, hasta muy cerca de las redondeces de sus nalgas. Su cintura estrecha invitaba al abrazo apasionado. Muy por debajo de la falda plisada podía ver un poco, las piernas, las corvas y las pantorrillas, se notaban bien torneadas y suaves.

Ella vigilaba que los dos hombres que descargaban el camión de mudanzas no estropearan los muebles que bajaban e introducían en la casa. Un señor, de cabello canoso, salió de la casa, con un niño pequeño en brazos, le dijo algo y le entregó el niño. Ella giró mirando a ambos lados de la calle como si buscara algo. En ese momento, miró a la ventana donde yo estaba y decididamente se acercó. Mi corazón se aceleró, golpeando desbocado las paredes de mi pecho. Miré su cara ovalada, el arco perfecto de sus cejas, la luz alegre de unos ojos negros que asomaban sobre una nariz respingona y bajo esta unos carnosos labios que invitaban al beso permanente. En su delicada garganta lucía una delgadísima cadena de oro y más abajo un abismo delicado separaba unos senos enhiestos y desafiantes.

Embelesado en su figura no me percaté que hablaba. Repitió la pregunta: «Joven, ¿me puede decir dónde queda la tienda más cercana?». Venciendo la turbación, respondí con voz apenas audible «Está a dos cuadras, hacía allá» y señalé hacia mi derecha. Miró indecisa hacia donde le señalaba y de nuevo me miró a los ojos. Ante esa mirada no tuve defensa y le dije, «Si quiere le acompaño». Asintió con la cabeza, salí y caminé a su lado. Me preguntó «¿Qué edad tienes?» Nunca había sentido vergüenza de mi edad, quise tener siete años más de los que en realidad tenía. Engrosando un poco la voz para aparentar madurez le dije «Catorce», aumentándome un año sin pena ninguna. Aproveché para preguntar por la edad suya y me respondió «Dieciocho», luego lanzó con suavidad una risa alegre y remató diciendo «y ya tengo un hijo de ocho meses» Esa fue la primera conversación que tuvimos. En la tienda, compró varias botellas de agua y regresamos.

Dos días más tarde, cuando llegué del colegio, la encontré hablando animadamente con mamá, mientras mi hermana menor jugaba con el bebé. Entré saludando con cortesía. Mamá al verme le dijo, «Éste es Alberto, mi hijo». Ella se puso de pie y me tendió la mano diciendo «Azucena, mucho gusto». Yo tomé su mano cálida y llena de vida: «Alberto―le dije―. Un placer». Pedí permiso y entré a mi aposento, acomodé mis libros y me recosté en la cama pensando «¿Por qué no dijo que me conocía?».

Alcanzaba a oír las voces y risas que venían de la sala. Ella contaba que vivían en la capital, que su madre murió hace cinco meses y, desde entonces, acompaña a su padre. Que salió embarazada de un compañero del colegio y que éste no quiso hacerse responsable, por ello tuvo que abandonar los estudios. Decía que su padre trabajaba de celador en una empresa extranjera que comercializaba combustibles, de hecho, a tres kilómetros del pueblo había una planta de abastos de esa multinacional, y su padre había pedido traslado desde la capital para este pueblo buscando reposo de la agitada vida de la ciudad.

Tres días después, nos visitó el señor Pablo Emilio, así se llama el papá de Azucena, llegó con su nieto en brazos, saludo con cariño a mamá. Azucena los había presentado el día anterior. Charló con ella un largo rato y, antes de despedirse, le pidió: «Por favor, permita que el niño Alberto acompañe por las noches a Azucena, tengo turno nocturno toda la semana y ella siente miedo de dormir sola». Mi vida quedó colgada en el vacío, esperando la respuesta de mi madre. Expulsé con fuerza el aire contenido en mis pulmones, la respuesta fue: «No se preocupe, Albertico irá todas las noches y acompañará a Azucena».

―Gracias―dijo él―. Hasta mañana.  

Se despidió y salió con su nieto en brazos. Mamá me llamó y mirándome a los ojos dijo: «Ya oyó lo que hablamos, así que esta noche temprano se va para donde Azucena y la acompaña». Para disimular mi alegría mostré algo de disgusto diciendo: «Yo tengo que hacer las tareas del colegio». Como había supuesto la respuesta fue: «Se lleva los libros y las hace allá».

A las siete de la noche toqué en casa de Azucena, ella abrió la puerta con una radiante sonrisa y me invitó a pasar. Pregunté por el niño y me dijo que dormía muy temprano y que en toda la noche no despertaba. Me guio hasta un aposento pequeño donde había una cama doble, una pequeña mesa y un armario vacío. «Este es tu cuarto― me dijo―Acomoda tus cosas, estás en tu casa». Salió de la habitación dejándome solo. Pensativo me acosté en la cama.

Varios minutos después tocó suavemente la puerta, me apresuré a tomar los libros y regarlos en la cama, abrí uno y simulando leer, dije «Adelante». Ella entró y se sentó en el borde de la cama preguntando «¿Qué tarea tienes para mañana?». Algo nervioso le dije que ya las había hecho, que solo me restaba estudiar para el examen de anatomía del viernes. Sonrió alegremente, me preguntó cuál era el tema del examen. «Los músculos y el aparato reproductor» le dije. Soltó una risa alegre y confesó que ese era su fuerte. Tomó el texto de anatomía y comenzó a explicarme músculo por músculo señalándolos en mi cuerpo. Trató de que yo mismo los ubicara, pero me equivocaba permanentemente. Con su mejor sonrisa y sobre todo con una paciencia infinita me pidió que me quitara la camisa y los pantalones para repetir la explicación.

De nuevo mencionó los nombres de cada uno de los músculos, su función y, sobre todo, señaló y tocó en mi cuerpo uno a uno los que iba enunciando. Paso seguido me pidió que los enunciara y de nuevo me equivoqué muchas veces. Sin decir palabras comenzó a desvestirse quedando solo con la ropa interior. Miré sus senos redondos, bien proporcionados, con dos lunares gemelos cercanos al pezón izquierdo. De nuevo mencionó de memoria músculos y funciones y llevaba sabiamente mi mano hacia su cuerpo para que yo los palpara y no olvidara su posición o su nombre. Repetimos varias veces el listado hasta que supe exactamente el nombre y la posición de cada uno, pero además había aprendido a identificar sus recónditos lunares, las curvas y hondonadas de ese maravilloso cuerpo joven que palpitaba agitado y lleno de vida sobre la cama.

Pensé que la clase había terminado, pero no, ella con el libro en la mano, pasó varias páginas y situó su vista en el capítulo que hacía referencia al aparato reproductor. Adiviné lo que seguía, pero me hice el idiota. Leyó en voz alta cada una de las partes de aparato reproductor masculino señalando con el dedo sobre las fotos a color que ilustraban el texto, luego me quitó los interiores e hizo una sabia exposición del tema tocando suavemente mis partes íntimas. Esta lección la aprendí rápido, no hubo necesidad de repetición. Luego se quitó la ropa interior y se recostó en la cama y en la medida en que leía las partes del aparato reproductor femenino, llevaba mi mano hacia la parte mencionada y la mantenía allí presionándola, mientras su respiración se hacía más profunda y ruidosa. De repaso en repaso pasamos a escudriñar la mecánica de la procreación en unas prácticas extenuantes que duraron año y medio, solo interrumpida las noches en que don Pablo Emilio le tocaba turnar de día.

Una noche, después de la clase sobre el arte de hacer el amor y una aplicación práctica de múltiples poses del Kamasutra, me dijo con tristeza que el turno nocturno de su papá terminaba en tres días y que después se mudarían a otro pueblo a orillas del río, su papá había recibido carta de traslado. Ducho en anatomía y algo sabio en el arte del amor repasé una por una las lecciones nocturnas que me había enseñado en esa pedagogía inédita y maravillosa, ese fue el examen final, ella me calificó con un deficiente y determinó las actividades de recuperación de forma inmediata aplicando el modelo pedagógico de aprender haciendo para no olvidar jamás. Desde entonces amo la anatomía y cada vez que veo flores de azucena rememoro con nostalgias las clases nocturnas recibidas.

 

Diógenes Armando Pino Ávila

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Sobre el autor

Diógenes Armando Pino Ávila

Diógenes Armando Pino Ávila

Caletreando

Diógenes Armando Pino Ávila (San Miguel de las Palmas de Tamalameque, Colombia. 1953). Lic. Comercio y contaduría U. Mariana de Pasto convenio con Universidad San Buenaventura de Medellín. Especialista en Administración del Sistema escolar Universidad de Santander orgullosamente egresado de la Normal Piloto de Bolívar de Cartagena. Publicaciones: La Tambora, Universo mágico (folclor), Agua de tinaja (cuentos), Tamalameque Historia y leyenda (Historia, oralidad y tradición).

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