Literatura
Diálogo del espejo, el cuento de Gabriel GarcÃa Márquez
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El hombre de la estancia anterior, después de haber dormido largas horas como un santo, olÂvidado de las preocupaciones y desasosiegos de la madrugada reciente, despertó cuando el dÃa era alto y el rumor de la ciudad invadÃa —toÂtal— el aire de la habitación entreabierta. DeÂbió pensar —de no habitarlo otro estado de alma— en la espesa preocupación de la muerÂte, en su miedo redondo, en el pedazo de barro —arcilla de sà mismo— que tendrÃa su herÂmano debajo de la lengua. Pero el sol regocija do que clarificaba el jardÃn le desvió la atención hacia otra vida más ordinaria, más terreÂnal y acaso menos verdadera que su tremenda existencia interior. Hacia su vida de hombre corriente, de animal cotidiano, que le hizo reÂcordar —sin contar para ello con su sistema nervioso, con su hÃgado alterable— la irremeÂdiable imposibilidad de dormir como un burÂgués. Pensó —y habÃa allÃ, por cierto, algo de matemática burguesa en el trabalenguas de ciÂfras— en los rompecabezas financieros de la oficina.
Las ocho y doce. Definitivamente llegaré tarÂde. Paseó la yema de los dedos por la mejilla. La piel áspera, sembrada de troncos retoñados, le dejó la impresión del pelo duro por las antenas digitales. Después, con la palma de la mano entreabierta, se palpó el rostro distraÃdo, cuidaÂdosamente; con la serena tranquilidad del ciruÂjano que conoce el núcleo del tumor, y de la superficie blanda fue surgiendo hacia adentro la dura sustancia de una verdad que, en ocaÂsiones, le habÃa blanqueado la angustia. AllÃ, bajo las yemas —y después de las yemas, hueso contra hueso—, su irrevocable condición anaÂtómica habÃa sepultado un orden de compuesÂtos, un apretado universo de tejidos, de mundos menores, que lo venÃan soportando, levantan. do su armadura carnal hacia una altura meÂnos duradera que la natural y última posición de sus huesos.
SÃ. Contra la almohada, hundida la cabeza en la blanda materia, tumbando el cuerpo sobre el reposo de sus órganos, la vida tenÃa un sabor horizontal, un mejor acomodamiento a sus proÂpios principios. SabÃa que, con el esfuerzo mÃnimo de cerrar los párpados, esa larga, esa fatiÂgante tarea que le aguardaba empezarÃa a reÂsolverse en un clima descomplicado, sin comÂpromisos con el tiempo ni con el espacio: sin necesidad de que, al realizarla, esa aventura quÃÂmica que constituÃa su cuerpo sufriera el más ligero menoscabo. Por lo contrario, asÃ, con los párpados cerrados, habÃa una economÃa total de recursos vitales, una ausencia absoluta de orÂgánicos desgastes. Su cuerpo, hundido en el agua de los sueños, podrÃa moverse, vivir, evolucioÂnar hacia otras formas existenciales en las que su mundo real tendrÃa, para su necesidad ÃntiÂma, una idéntica densidad de emociones —si no mayor— con las que la necesidad de vivir queÂdarÃa completamente satisfecha sin detrimento de su integridad fÃsica. SerÃa —entonces— muÂcho más fácil la tarea de convivir con los seres, las cosas, actuando, sin embargo, en igual forma que en el mundo real. Las tareas de raÂsurarse, de tomar el ómnibus, de resolver las ecuaciones de la oficina, serÃan simples y desÂcomplicadas en su sueño, y le producirÃan, a la postre, la misma satisfacción interior.
SÃ. Era mejor hacerlo en esa forma artificial, como lo estaba haciendo ya; buscando en la habitación iluminada el rumbo del espejo. Como lo hubiera seguido haciendo si, en aquel instante, una pesada máquina, brutal y absurda, no hubiera deshecho la tibia sustancia de su sueño incipiente. Ahora, regresando al mundo convencional, el problema revestÃa ciertamente mayores caracteres de gravedad. Sin embargo, la curiosa teorÃa que acababa de inspirarle su molicie, lo habÃa desviado hacia una comarca de comprensión, y desde adentro de su hombre sintió el desplazamiento de la boca hacia los lados, en un gesto que debió ser una sonrisa involuntaria. Fastidiado -en el fondo continuaÂba sonriendo. «Tener que afeitarme cuando debo estar sobre los libros en veinte minutos. Baño ocho, rápidamente cinco, desayuno siete. Salchichas viejas desagradables. Almacén de Mabel salsamentaria, tornillos, drogas, licores; eso es como una caja de qué sé yo quién; se me olvidó la palabra. (El ómnibus se daña los marÂtes y demora siete.) Pendora. No: Peldora. No es asÃ. Total media hora. No hay tiempo. Se me olvidó la palabra, una caja donde hay de todo. Pedora. Empieza con pe.»
Con la bata puesta, ya frente al lavabo, un rostro somnoliento, desgreñado y sin afeitar, le echó una mirada aburrida desde el espejo. Un ligero sobresalto le subió, con un hilillo frÃo, al descubrir en aquella imagen a su propio hermano muerto cuando acababa de levantarÂse. El mismo rostro cansado, la misma mirada que no terminaba aún de despertar.
Un nuevo movimiento envió al espejo una cantidad de luz destinada a conducir un gesto agradable, pero el regreso simultáneo de aqueÂlla luz le trajo -contrariando sus propósitos-Âuna mueca grotesca. Agua. El chorro caliente se ha abierto torrencial, exuberante, y la oleada de vapor blanco y espeso está interpuesta entre él y el cristal. Asà -aprovechando la interrupÂción con un rápido movimiento- logra ponerÂse de acuerdo con su propio tiempo y con el tiempo interior del azogue.
Sobre la cinta de cuero se levantó llenando de cortantes orillas, de helados metales; y la nube -desvanecida ya- le mostró de nuevo la otra cara, turbia de complicaciones fÃsicas, de leyes matemáticas, en las que la geometrÃa inÂtentaba una nueva manera de volumen, una forÂma concreta de la luz. AllÃ, frente a él, estaba el rostro, con pulso, con latidos de su propia presencia, transfigurado en un gesto, que era simultáneamente, una seriedad sonriente y burÂlona, asomada al otro cristal húmedo que haÂbÃa dejado la condensación del vapor.
Sonrió. (Sonrió.) Mostró —a sà mismo— la lengua. (Mostró -al de la realidad- la lengua.) El del espejo la tenÃa pastosa, amarilla: «Andas mal del estómago», diagnosticó (gesto sin palaÂbras) con una mueca. Volvió a sonreÃr. (Volvió a sonreÃr.) Pero ahora él pudo observar que habÃa algo de estúpido, de artificial y de falso en esa sonrisa que se le devolvÃa. Se alisó el cabello. (Se alisó el cabello) con la mano deÂrecha (izquierda), para, inmediatamente, volver la mirada avergonzado (y desaparecer). ExtraÂñaba su propia conducta de pararse frente al espejo a hacer gestos como un cretino. Sin emÂbargo, pensó que todo el mundo observaba frenÂte al espejo idéntica conducta, y su indignación fue entonces mayor, ante la certeza de que, siendo todo el mundo cretino, él no estaba sino rindiéndole tributo a la vulgaridad. Ocho y dieÂcisiete.
SabÃa que era necesario apresurarse si no querÃa ser despedido de la agencia. De esa agenÂcia que se habÃa convertido, desde hacÃa algún tiempo, en el sitio de partida de sus propios funerales diarios.
El jabón, al contacto con la brocha, habÃa levantado ya una blancura azul liviana que lo recuperaba de sus preocupaciones. Era el moÂmento en que la pasta jabonosa se subÃa por el cuerpo, por la red de las arterias, y le facilitaba el funcionamiento de toda la maquinaria viÂtal... AsÃ, regresado a la normalidad, le pareció más cómodo buscar en el cerebro saponificado la palabra con que querÃa comparar el almacén de Mabel. Peldora. La cacharrerÃa de Mabel. Paldora. La salsamentaria o droguerÃa. O todo a la vez: Pendora.
Sobre la jabonerÃa hervÃa la espuma suficienÂte. Pero siguió frotando la brocha, casi con paÂsión. El espectáculo pueril de las burbujas le daba una clara alegrÃa de niño grande que se le trepaba al corazón, pesada y dura, como un liÂcor barato. Un nuevo esfuerzo en persecución de la sÃlaba habrÃa sido entonces suficiente para que la palabra reventara, madura y brutal; para que saliera a flote en aquella agua espesa, turbia, de su esquiva memoria. Pero esta vez, como las anteriores, las piececillas dispersas, desarmadas de un mismo sistema, no ajustarÃan con exactiÂtud para lograr la totalidad orgánica, y él se dispuso a desistir para siempre de la palabra: ¡Pandora!
Y era ya tiempo de que desistiera de aquella búsqueda inútil, porque —ambos alzaron la visÂta y se encontraron en los ojos— su hermano gemelo, con la brocha espumeante, habÃa emÂpezado a cubrirse el mentón de fresca blancuraÂzul, dejando correr la mano izquierda —él lo imitó con la derecha— con suavidad y precisión, hasta cubrir la zona abrupta. Desvió la vista, y la geometrÃa de las manecillas se le presentó empeñada en la solución de un nuevo teorema de angustia: ocho y dieciocho. Lo estaba haÂciendo muy lentamente. Asà que, con el firme propósito de terminar pronto, afirmó la navaja de cuerno obediente a la movilidad del meñique.
Calculando que en tres minutos estarÃa terÂminado el trabajo, levantó el brazo derecho (izquierdo) hasta la altura de la oreja derecha (izquierda), haciendo de paso la observación de que nada debÃa resultar tan difÃcil como afeitarÂse en la forma en que lo estaba haciendo la imagen del espejo. HabÃa derivado de allà toda una serie de cálculos complicadÃsimos con el propósito de averiguar la velocidad de la luz que, casi simultáneamente, realizaba el viaje de ida y regreso para reproducir cada movimiento. Pero el esteta que lo habitaba, tras una lucha aproximadamente igual a la raÃz cuadrada de la velocidad que hubiera podido averiguar, venció al matemático, y el pensamiento del artista se fue hacia los movimientos de la hoja que verdeÂazulblanqueaba con los diferentes golpes de luz. Rápidamente —y el matemático y esteta estaÂban ahora en paz— bajó el filo por la mejilla derecha (izquierda) hasta el meridiano del labio, y observó con satisfacción que la mejilla izÂquierda de la imagen aparecÃa limpia entre sus bordes de espuma.
No acababa aún de sacudir la hoja cuando, de la cocina, empezó a llegar el humeo cargado con un acre olor a carne guisada. Sintió el esÂtremecimiento debajo de la lengua, y el torrenÂte de saliva fácil, delgada, que le llenó la boca con el sabor enérgico de la manteca caliente. Riñones guisados. Por fin hubo un cambio en la condenada tienda de Mabel. Pendora. TampoÂco. El ruido de la glándula entre la salsa le reÂventó en el oÃdo, con un recuerdo de lluvia marÂtillante, que era, en efecto, el mismo de la maÂdrugada reciente. Por tanto, no debÃa olvidar los zapatones y el impermeable. Riñones en salsa. No hay duda.
De todos sus sentidos ninguno le merecÃa tanta desconfianza como el del olfato. Pero, aun por encima de sus cinco sentidos y aun cuando aquella fiesta no fuera más que un opÂtimismo de su pituitaria, la necesidad de terÂminar cuanto antes era, en aquel momento, la más urgente necesidad de sus cinco sentidos. Con precisión y ligereza —el matemático y el artista se mostraron los dientes— subió la hoja de adelante (atrás) hacia atrás (adelante), hasta la comisura (derecha) izquierda, mientras con la mano izquierda (derecha) se alisaba la piel, facilitando asà el paso de la orilla metálica, de adelante (atrás) hacia (adelante) atrás, y de arriÂba (arriba) hacia abajo, terminando —ambos jadeantes— el trabajo simultáneo.
Pero, ya al finalizar, y cuando daba los últiÂmos toques a la mejilla izquierda con la mano derecha, alcanzó a ver su propio codo contra el espejo. Lo vio grande, extraño, desconocido, y observó con sobresalto que, por encima del codo, otros ojos igualmente grandes e igualmenÂte desconocidos, buscaban desorbitados la diÂrección del acero. Alguien está tratando de ahorcar a mi hermano. Un brazo poderoso. ¡Sangre! Siempre sucede lo mismo cuando lo hago de prisa.
Buscó, en su rostro, el sitio correspondiente; pero su dedo quedó limpio y no denunció el tacto solución alguna de continuidad. Se soÂbresaltó. No habÃa heridas en su piel, pero allá, en el espejo, el otro estaba sangrando ligeraÂmente. Y en su interior volvió a ser verdad el fastidio de que se repitieran las inquietudes de la noche anterior. De que ahora, frente al espeÂjo, fuera a tener otra vez la sensación, la conÂciencia del desdoblamiento. Pero allà estaba ya el mentón (redondo: caras iguales). Esos pelos en el hoyuelo necesitan una navaja en punta.
Creyó observar que una nube de desconcierÂto velaba el gesto apresurado de su imagen. ¿SerÃa posible que, debido a la gran rapidez con que se estaba rasurando —y el matemático se adueñó por entero de la situación—, la velociÂdad de la luz no alcance a cubrir la distancia para registrar todos los movimientos? ¿PodrÃa él, en su premura, adelantarse a la imagen del espejo y terminar la tarea un movimiento antes de ella? ¿O serÃa posible —y el artista, tras una breve lucha, logró desalojar al matemático— que la imagen hubiera tomado vida propia y resuelto —por vivir en un tiempo descomplicado—, terminar con mayor lentitud que su suÂjeto externo?
Visiblemente preocupado abrió el grifo del agua caliente y sintió la subida del vapor tibio y espeso, mientras el chapoteo de su rostro enÂtre el agua nueva le llenaba los oÃdos de un ruÂmor gutural. Sobre la piel, la amable aspereza de la toalla recién lavada le hizo respirar una honda satisfacción de animal higiénico. ¡PanÂdora! Ésa es la palabra: Pandora.
Miró la toalla con sorpresa y cerró los ojos, desconcertado, mientras allá, en el espejo, un rostro igual al suyo lo contemplaba con unos grandes ojos estúpidos y el rostro cruzado por un hilo cárdeno.
Abrió los ojos y sonrió (sonrió). Ya nada le importaba. El almacén de Mabel es una caja de Pandora.
El olor caliente de los riñones en salsa le agasajó el olfato, ahora con mayor urgencia. Y sintió satisfacción —con positiva satisfacÂción— que dentro de su alma un perro grande se habÃa puesto a menear la cola.
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Gabriel GarcÃa Márquez
Año 1949
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