Literatura
Asfixia, tedio y silencio
Sofía Coppola no quería producir, dirigir, escribir o actuar. Habría continuado en su postura si no se le hubiera atravesado “Las vírgenes suicidas" de Jeffrey Eugenides. Después de leer la novela no resistió el impulso de escribir el guion, dirigir y coproducir la película. Le pidió apoyo a su papá, buscó dinero, movió los engranajes de la industria cinematográfica hasta que la película estuvo en cartelera. Entiendo la decisión de Sofía: sólo bastó una página de esa novela para que yo deseara escribir una novela de suicidas. Y no faltará a quien la primera página lo empuje a comprar todos los libros de Jeffrey o quien abandone su carrera para tomar el camino de la palabra. Así es la buena literatura: siembra pasiones y dudas.
¿Qué tiene el libro para tener ese efecto? Es un misterio igual al enigma del suicidio de las hermanas Lisbon, cuya pregunta se establece en la primera línea de la novela. Justamente, esa es la apuesta del autor: que el lector se aferre a las palabras con la esperanza de encontrar la respuesta. Pero la novela no ofrece respuestas.
Lo más cercano, quizás, es la frase de Cecilia: “Está muy claro, doctor, que usted nunca ha sido una niña de trece años”. Esa respuesta lanza a la novela por el mundo oscuro y opresivo de la adolescencia de la clase media norteamericana. El viaje es lento pero sabroso. Se disfruta el tránsito a la adultez, el encierro y el tedio del sueño americano. Digo que se disfruta porque Jeffrey construye escenas y escenarios que van directo al alma. Su trabajo es análogo a las obras en las que el pintor tardó décadas para hallar el tono de la piel, el color de los ojos o la sombra en la hierba empujada por el viento. Esas obras que dan vida a lo que es inaccesible a los sentidos: el cansancio de las botas de Van Gogh, la angustia del grito de Munch, la soledad del beso de Magritte.
Quisiera extenderme en cientos de detalles, pero es inoficioso hablar de una novela que se apoya sobre pilares sólidos. Me limitaré a citar un fragmento para antojarlos de sus palabras:
“El señor Lisbon subió las escaleras corriendo. La señora Lisbon llegó arriba y se quedó agarrada a la barandilla. Vimos su silueta en el hueco de la escalera, sus piernas gruesas, su espalda encorvada, la cabeza grande inmovilizada por el pánico, las gafas proyectadas hacia el espacio y llenas de luz. Había subido casi toda la escalera y dudamos en seguirla hasta que lo hicieron las hermanas Lisbon. Después nos apiñamos y fuimos juntos a la cocina. A través de una ventana lateral vimos al señor Lisbon entre los arbustos. Al salir por la puerta de la casa nos dimos cuenta de que tenía en brazos a Cecilia, una mano debajo del cuello y otra debajo de las rodillas. Trataba de arrancarla de la punta de hierro que le había atravesado el pecho y se había abierto paso hasta dar con su incomprensible corazón, introduciéndose entre dos vértebras sin romper ninguna y asomando después por la espalda, desgarrándole el vestido y encontrando nuevamente el aire. La lanza había seguido su camino con tal rapidez que no se veía señal de sangre en ella. Estaba limpia por completo, y Cecilia sencillamente parecía una gimnasta en equilibrio sobre una pértiga. El aleteo del vestido de novia añadía a la escena un efecto casi circense”.
Diego Niño
@Diego_ninho
Sobre el autor
Diego Niño
Palabras que piden orillas
Bogotá, 1979. Lector entusiasta y autor del blog Tejiendo Naufragios de El Espectador.
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