Ocio y sociedad

Luna, dame pan

Alberto Muñoz Peñaloza

25/01/2021 - 05:05

 

Luna, dame pan

 

Entre claro y oscuro, a pocos minutos de la prima noche, por distintos sectores del viejo Valle, la muchachada se entretenía con juegos que unían, soportados unos por la tradición cultural, otros cimentados en la creatividad de abuelos y tíos que enseñaban y guiaban con espíritu lúdico, mientras que unos más combinaban lo conocido con aporte foráneo; era un gusto apreciar el ritmo, la armonía coral y la estética corporal de quienes marchaban de un lado a otro, con el estribillo que, en occasiones, entonaban quienes no eran partícipes del juego: ¡a Emiliano que le dan cebollín con pan!

El el "Cerezo", como en el Cañaguate y Novalito, en la Guajira, la Garita y más allá, romerías de niñas dedicadas al químbol, a la "oa, moverme, la mano, el pie, media vuelta y vuelta entera", sin que las muñecas y los chismecitos, en un sin fin de alegrías vertidas al sentimiento de habitar en la tierra vallenata, dejaran de jugarse.

Mientras se jugaba de noche, cuando los muchachos se dedicaban a "la lleva", 'cuatro ocho y doce libertad', el juego "al escondío", mixto e inolvidable, epicentro de diversión Infantil, también entre mayorcitos derivándose en tanteos y amoríos cuya inocencia era proporcional al ambiente reinante en la comarca.

La vida de los pueblos, en aquella época lejana, por la incomunicación reinante y el auge casi único de la tradición como camino vivencial, marcaba un sentimiento de desesperanza por la problemática agobiante y una luz de confianza en mejores días por venir, gracias al placer de vivir entre narraciones de abuelos y otros mayores, fino sentido del humor de unos y otros, la musicalidad presente en la cotidianidad y el sometimiento feliz a conformidad de vivir felices con poco, contentos a pesar del dolor emocional y plenos de alegría gracias a la ingesta alimentaria, variada, abundante y sazonada al por mayor.

Los cuentos nocturnales, el miedo como medio coercitivo de adultos para ‘tranquilizar’ a los menores, avivaban la imaginación y pulían la creatividad, pero como no hay dicha completa, disminuían la fuerza interior y entronizaban el temor creciente, en franca decadencia silenciosa. No obstante, la vida era hermosa y llena de nutrición lúdica inocente, pero enternecedora. Valledupar, facilitaba las cosas, por el centralismo samario que asfixiaba por causa de servicios públicos insuficientes y deficiente calidad en su prestación, como consecuencia de lo cual, en el caso de, la energía eléctrica iba más que llegar, sobre todo al acabarse el combustible en las viejas plantas eléctricas de Electromag. Entonces, había que esperar que lo trajeran de Barranquilla, en el par de carrotanques que alcahueteaban la demora, menor de quince días si nos iba bien o más de un mes cuando se complicaba el asunto. Se suma a esa circunstancia difícil el embotellamiento del poblado, con escasa vías y en el peor estado con relación a otros progresos en la geografía nacional.

La vocación agrícola y la terrorífica –por lo desigual– tenencia de la tierra, cuando las de unos pocos eran las mejores, pero con baja producción alimentaria, mientras que a muchos campesinos, o en trance de serlo, con voluntad de producir para la ‘comestina’ colectiva, solo les era posible arrimarse a las tierras lejanas, en las faldas y el compito de los cerros, sin vías ni comunicación diferente a equinos y humo, donde todo se encarecía y, como ocurre todavía en algunos casos, les resultaba mejor si dejaban perder la cosecha, que traerla al centro de acopio que, en la década de los sesenta, no era otro que el mercado público. Algunos que lo hacían, lloraban porque a veces no alcanzaba “ni para la avena”.

Pan es pan

Eso sí, cuando arrancó el uso comercial de la harina de trigo que fue traída al pueblo pocos años después de que Diomedes Díaz viniera al mundo, le surgió un competidor a las arepas, los pastelitos y las arepuelas. El maíz ‘sintió’ el tramacazo, pero ¿quién dijo miedo? El bollo de mazorca, los buñuelos de maíz verde y la mazamorrita de maíz biche, propiciaron una escapada del pelotón que persiste en el afecto de nuestros mayores vivientes. Entonces, al tiempo que disminuía el campo de acción de las “arepita e queque merengue chiricana y dulce”, se establecieron panaderías con productos con peso afectivo inmenso. 

En las afueras, se ubicó la Castilla, ubicada a un edificio del parque de los varaos’, frente a la –muchos años después famosa– caseta aguardiente. Lenguas, tostadas y mogollas eran su especialidad y el recordado pan de dulce, como el de sal, ¡cuánta ricura! El papá de Lucho y el Chochi Hernández se convirtieron en panificadores con ‘aire’ de ciudad, y ellos vertieron esa capacidad laboral que nunca se les vio en la panadería en el futbol del campito de La granja, como en el Kennedy, tanto que a Lucho se le llamaba Cuarentinha, como émulo del delantero foráneo que militó en él Unión Magdalena, en el Junior y en otros equipos, por su potente tiro a la portería contraria.

Frente a la cancha del Kennedy, en límites con el barrio El Carmen, fue establecida la panadería Santa Clara, donde la familia Peña se tomaba bien en serio la competencia y a su pan tradicional le sumaron aquellos biscochos de ensueño que, no sólo eran apetecidos por gente del sector y de otras localidades, merecían los más elogiosos comentarios de consumidores felices cuya fidelidad se mantuvo por años. Por cierto, allí, en la puerta de la Santa Clara, se reunía el equipo Sporting, cuyo entrenador era Pinocho, que marcó una pauta de prestigio y calidad en el fútbol local de primera. En uno de esos partidos inolvidables con el Millonarios de Nolberto Baute, Fito Barros le plantó el pie a “Barranquilla”, quien intentaba descolgarse por la derecha, cayó lesionado e impresionó tanto al arbitro que amenazó con expulsar a Fito. Pinocho, cuya nariz era larga hacia el frente, entró al campo de juego, molesto y desafiante, pero el juez central lo frenó en seco: usted queda expulsado, nariz de Biscocho. Enseguida, la cultísima e inolvidable María Córdoba, desde la primera línea del público, le lanzó un salvavidas verbal al árbitro: “perdón, árbitro, biscocho no, Pinooochoo”. El juez casi se atraganta con el salivazo que pasó, pestañeó, elevó el nivel de su pantaloneta de otomana negra, no sin el previo reacomodo testicular en gracia de los suspensorios, gruesos y tirantes, suministrados por la liga y, con voz impostada, gritó para todos: “Qué Pinocho ni que nada, nariz de biscocho, la tiene del mismo tamaño de los de la Santa Clara”.

Poquito después aparecieron las panochas de la Italpan, ese culto inmerecido pero placentero y excitante al sabor hecho felicidad. Con textura cuya suavidad acariciaba, núcleo de queso almibarado con discreta participación de clavito de olor fraccionado y el toque silencioso, pero indestronable de refrescos con temperatura glaciar a punto para el calor inclemente durante la mayor parte del día. Uno tras otro, llegaron otros “modelos”, el pan integral, el venezolano, el de uva y/o ciruela. Cuando comenzó Servipan en la calle 17, puso de moda el masato, la avena helada, la gran variedad de panes, pastelería y la infaltable charla política del Papi Bolaño, producto del romanticismo, la nostalgia y el dolor del alma, en ese territorio, otrora sede de la Alianza nacional popular (Anapo).

El pan ocañero

Silencioso se mantiene desde esas épocas el auténtico pan ocañero, un poema de harina que embriaga el gusto de sabor y placer. Verdadera delicia procedente de la composición equilibrada de ingredientes cuya cantidad no sólo es tímida y atrevida, al tiempo, sino que es proporcional al tamaño y a la dureza aparente en su exterior y ese océano interior de poros, porosidades y llanos de ricura y dulzor limitado

José Ramón Fuentes, compositor de Los Tupes, muy cercano a San Diego de las Flores, se enamoró de una “ocañerita” y le cantó así: “sin embargo, la batalla no ha llegado a su final, y si ella no la gana yo me la voy a ganar; para ti viviré yo, linda ocañera, que mis ojo’ iluminaste de una radiante manera, y a tu amor llegaré yo linda morena, para hacer feliz tu vida no para darte problema”. Ese intercambio cultural del amor, el pan ocañero y el Zuletismo primero, luego la música vallenata, dio vida a romances personales en uno u otro sentido. Por ello es comprensible la decisión irrefutable del progresista Manuel Bonet Lozano cuando, sintiéndose maltratado, atropellado y ‘tumbado’ en la, entonces, Loteria La Vallenata, porque no le fue entregado el alijo enviado en la caja de devolución desde la ciudad cultural que es Ocaña. Esto no se queda así, se repetía una y otra vez, igual que lo expresó al entonces gerente, Rober Romero Ramirez, asegurándole que acudiría, de ser necesario, a la fiscalía para investigar y penalizar al (los) responsable(s). La tensión se tomó las instalaciones, murmuraciones y expresiones a baja voz de quienes serían los autores del tumbe, semejante ‘acto criminal’. Y se supo con claridad, el autor lo dijo y contó quien le sirvió de cómplice y quienes participaron de la repartición.

Todo podía esperarse, menos que también como en Badillo, un ladrón honrado lo hubiera hecho. Nada pudo hacerse al final, para evitar un escándalo de marca superior, debido a que más de diez, recibieron su medio pan ocañero, algunos uno completo, con lo cual dieron cuenta de las dos docenas de legítimo pan ocañero remitidas con tanto esmero. Uno de ellos, el vigilante ejemplar Toño Moya, fue citado a la Oficina del Depositario, quien estaba seguro que negaría por su honestidad comprobada, pero su respuesta me dejó frio: “Si, doctor Beto, a mí me dieron uno entero, le parecerá extraño, pero, yo, un ocañero, uuunnnno noo loooooo perdono, ¡ni por panela!”. 

 

Alberto Muñoz Peñaloza

Sobre el autor

Alberto Muñoz Peñaloza

Alberto Muñoz Peñaloza

Cosas del Valle

Alberto Muñoz Peñaloza (Valledupar). Es periodista y abogado. Desempeñó el cargo de director de la Casa de la Cultura de Valledupar y su columna “Cosas del Valle” nos abre una ventana sobre todas esas anécdotas que hacen de Valledupar una ciudad única.

@albertomunozpen

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