Opinión
Los Gatofríos
Hay un tema del Caribe colombiano que me llama poderosamente la atención y que ya he tocado en otras oportunidades, tal es el caso de los apodos, esa costumbre arraigada de nosotros los caribeños de cambiarle el nombre a todo, de no conformarnos con lo que se llaman las personas o las cosas y por ello, “deben” llamarse como nos da la gana a nosotros.
Por tal razón, nos importa un pito el nombre de pila de las personas, a Sebastián le llamamos Chan; a Rosario no la nombramos Charito como los españoles, nos dio la reverenda gana de llamarlas Challo; a Manuel los rebautizamos como Mane o Mañe, a Miguel le decimos Migue; a Antonio Toño, a Felipe Pipe, a Eduardo Lalo; a Jesús Chucho; a María Mayo; en fin podemos repasar el santoral católico con que se acostumbra a bautizar a la gente y a todos esos nombres los llamamos de otra manera, porque sí, porque nos da la gana, porque los caribes somos así.
Además de cambiarles el nombre de pila, se nos es dado ponerles a las personas un remoquete, el cual nace generalmente de parte de la casa, los padres o familiares rebautizan al muchacho y éste crece siendo portador de un sobrenombre, que con el tiempo reemplaza al nombre, otros apodos nacen de cualquier anécdota ocurrida al personaje, o de cualquier otra cosa por baladí o graciosa que sea, nace y se queda reemplazando el nombre de pila del sujeto y la comunidad le conoce por este mote olvidando su nombre .
En San Miguel de las Palmas de Tamalameque, ya lo he dicho en columnas anteriores, el remoquete comienza por una persona y termina cubriendo a toda la familia de ahí que se nombran familias enteras como: Los Micos, Los Perros, Los Comeyelos, Los Culeperros, etc. Apodos que toda la comunidad conoce y que los portadores aceptan con naturalidad y sin molestarse. Uno de esos casos anecdóticos de bautizos con remoquete que me ha llamado poderosamente la atención es el sucedido con los nietos de don Mario Molina y doña Celia López, hijos de Marito Molina, muchachos éstos que en su niñez realizaban travesuras muy comentadas en el pueblo, pero la que les marcó la vida para que los apodaran tan graciosamente fue la que hicieron con el gato de la abuela.
Jugaban los niños en casa de doña Celia, y aburridos de estos juegos infantiles uno de ellos propuso meter el gato en el congelador para ver la cara del abuelo cuando lo abriera a buscar agua fría o el jugo de naranja que la abuela le preparaba para sobrellevar la enorme resaca con que amanecía los domingos. En efecto cogieron al minino negro y cuando sintieron que el abuelo se levantó de la mecedora donde dormitaba el guayabo, corrieron a introducir el gato al compartimiento de congelar donde estaba el agua y el jugo de don Mario; hecho esto se abrieron a prudente distancia a observar la reacción del enguayabado abuelo.
Cuentan que, al momento de abrir el congelador, el gato salió disparado estrellándose en el pecho del abuelo, éste sorprendido y asustado dio un salto hacia atrás y casi cayéndose de espalda soltó una palabrota de grueso calibre, y con los ojos espernancados por el susto volteó buscando con la mirada a los nietos que desde la calle le miraban de reojo tratando de ocultar la risita burlona con que festejaban su travesura.
No es del caso contar los pormenores de la anécdota, baste con decir que los traviesos fueron puestos en confesión y castigo, pero nunca se supo cuál fue el autor de la pilatuna ya que el uno le echaba la culpa al otro y el otro al otro en un círculo difícil de descifrar.
Se regó la noticia sobre la nueva travesura de los niños Molina, los comentarios y las risas se volvieron general y, como siempre, alguien los bautizó con el apodo de “Los Gatofríos” como se les conoce desde ese momento. Indagando para esta nota, entrevisté al segundo de los tres hermanos, él con una sonrisita medio burlona, comenzó negando la veracidad de la anécdota y contando una versión diferente que a todas luces estaba inventando en el momento. Me miró a la cara y de seguro notó que no le creía, y me dijo: De todas maneras nadie nos va a creer la verdad —se levantó de donde estaba sentado, y remató—: Cuente la versión que todo el mundo sabe, en fin, ya somos los Gatofríos y eso no va a cambiar —le di la mano y le dije—: Gracias, Gatofrío —soltó una sonora carcajada y me dijo: ¡Pa’ jodete a ti!
Diógenes Armando Pino Ávila
@Tagoto
Sobre el autor
Diógenes Armando Pino Ávila
Caletreando
Diógenes Armando Pino Ávila (San Miguel de las Palmas de Tamalameque, Colombia. 1953). Lic. Comercio y contaduría U. Mariana de Pasto convenio con Universidad San Buenaventura de Medellín. Especialista en Administración del Sistema escolar Universidad de Santander orgullosamente egresado de la Normal Piloto de Bolívar de Cartagena. Publicaciones: La Tambora, Universo mágico (folclor), Agua de tinaja (cuentos), Tamalameque Historia y leyenda (Historia, oralidad y tradición).
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