Opinión

Peluqueros y barberos de mi pueblo

Diógenes Armando Pino Ávila

25/01/2019 - 06:30

 

Peluqueros y barberos de mi pueblo

 

En mis escritos lo he dicho en varias oportunidades, el Caribe Colombiano está lleno de personajes, anécdotas e historias que parecen de ficción. Bajo este reverbero solar, se dan en forma silvestre historias y personajes que producen anécdotas que se cuentan por sí solas.

Son tantas y tan variadas que, muchas veces no les damos importancia al escucharlas pero que al ser llevadas a formas escriturales toman una relevancia inusitada por lo curiosa e ingeniosas y el lector no da crédito a la veracidad de la misma, sino que queda con la sospecha de que fueron inventadas por el escritor. Hoy quiero hablarles de los peluqueros de mi pueblo, por lo menos de tres de ellos, personajes curiosos que gocé en mi infancia y juventud y de los cuales tengo recuerdos que me divierten y transportan a ese pasado apacible vivido en ese poblado lleno de magia llamado Tamalameque.

El primero que recuerdo es un señor apellidado Ballestero, de baja estatura, un poco regordete, de tez morena, con la cara ahoyada por un acné de su juventud. Tenía su peluquería en una pieza humilde, en una calle secundaria de mi pueblo, su único mobiliario consistía en un taburete de madera forrado con cuero crudo de vaca, donde sentaba al que estaba motilando, una pequeña repisa de madera improvisada con unas tablas clavadas en la pared de bahareque, unas bancas de madera sin espaldar donde nos sentábamos al lado de los pocos clientes y, colgados en la pared, un espejo manchado por el paso del tiempo, un almanaque con la propaganda de la única farmacia del pueblo y, como adorno, un cuadro con dos hombres sentados, dándose la espalda uno al otro, uno era gordo de pobladas patillas y chaleco floreado contando unos fajos de billetes, y otro flaco y triste rumiando su desgracia. En la parte de debajo de la figura del gordo se leía en letras amarillas «Yo vendí a contado» mientras que debajo del flaco estaba la frase lapidaria «Yo vendí a crédito». El cuadro era una clara alusión a que los que aspirábamos a ser motilados no tendríamos la más remota posibilidad de un corte al fiado.

Por sus precios y ubicación era la barbería de los más pobres del pueblo, mantuvo su público conservando los precios más baratos da la localidad y ejerció su oficio hasta que sus asiduos notaron preocupados que cada día eran más los que se quejaban de los trasquilones en sus cabelleras. Fue tan recurrente la queja, que el rumor corrió como la pólvora entre los usuarios de su barbería, hasta que se hizo evidente que el pobre peluquero se estaba quedando ciego. Ballestero perdió la vista y deambuló por el poblado pidiendo limosnas, apoyado en un palo de escoba que le servía como bastón, hasta que un día uno de sus hijos vino a recogerlo y se lo llevó con rumbo desconocido.

Otro barbero de esa época, fue Rafael Vargas, un conservador de pocas palabras, que en su peluquería contaba con una silla mullida montada sobre una rueda de hierro con balineras que permitía girar a la persona que se motilaba, sus espejos eran relucientes y en una especie de tocador de madera color blanco tenía varias brochas de enjabonar, barberas filantes, maquinas manuales de cortar el pelo y una variedad de tijeras de diferentes tamaños, sus encopetados clientes esperaban turnos sentados en cómodas sillas, mientras hablaban de negocios. Los chicos que nos mutilábamos en la peluquería de Ballestero, nos asomábamos a la peluquería de Vargas para, llenos de envidia, ver cómo motilaba a los hijos de los ganaderos y comerciantes y, sobre todo, observar que al terminar, les limpiaba el pelo cortado con un cepillo de cerda fina y, después de pasarle la barbera por las patillas y la nuca, les rociaba una loción mentolada con una especie de botella metálica conectada con una delgada manguerita a una pequeña pera de caucho que exprimía mientras pulverizaba un rocío refrescante y oloroso a su cliente, luego le espolvoreaba un talco también oloroso y le retiraba el paño con que lo cubría.

Don Pedro Vanegas, otro de los peluqueros, llegó de Chimichagua y montó una peluquería modesta donde fuimos a parar los clientes de Ballestero, las condiciones cambiaron notablemente. Esta barbería tenia una silla que giraba, un tocador, con espejo limpio, varias tijeras, pero no tenía maquinita de motilar ni la bombita de loción mentolada. Don Pedro tenía como parte de su ritual, darle enérgicas pasadas a la barbera contra una penca de cuero grueso y liso que colgaba a un lado del espaldar de la silla de motilar, luego después pasaba la navaja por las patillas y la nuca y al terminar el corte le pasaba al cliente un terrón de alumbre de potasio por el cuello y las mejillas para desinfectarlo, después le espolvoreaba con la mano unos pequeños puñados de polvo Rosita. Don Pedro, mientras motilaba, escuchaba a los miembros del Directorio Liberal que hacían sus reuniones sentados en la banca de madera y taburetes de cuero del salón de la peluquería y uno, niño todavía, escuchaba sin comprender, entre sueños y bostezos, las arengas encendidas de Aristóbulo Pava y otros liberales de «racamandaca» que comenzaban a reorganizarse en torno al doctor Alfonso López Michelsen que recién fundaba el MRL (Movimiento Revolucionario Liberal. Otras veces, mientras nos motilaba, teníamos que oír aburridos la lectura del editorial del periódico El Tiempo o El Espectador donde se analizaba la situación creada por la rebeldía política de López Michelsen que había roto el redil y la férula del Frente Nacional.

Creo que la generación de niños y jóvenes de esa época no fuimos conservadores por falta de dinero y, en cambio, fuimos liberales empujados por las trasquiladas de un peluquero cegato y las incendiarias consignas de Tobo Pava.  

 

Diógenes Armando Pino Ávila

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Sobre el autor

Diógenes Armando Pino Ávila

Diógenes Armando Pino Ávila

Caletreando

Diógenes Armando Pino Ávila (San Miguel de las Palmas de Tamalameque, Colombia. 1953). Lic. Comercio y contaduría U. Mariana de Pasto convenio con Universidad San Buenaventura de Medellín. Especialista en Administración del Sistema escolar Universidad de Santander orgullosamente egresado de la Normal Piloto de Bolívar de Cartagena. Publicaciones: La Tambora, Universo mágico (folclor), Agua de tinaja (cuentos), Tamalameque Historia y leyenda (Historia, oralidad y tradición).

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