Pueblos

Huellas de Macondo en Valledupar

Johari Gautier Carmona

03/12/2021 - 05:15

 

Huellas de Macondo en Valledupar
Una vista de la iglesia Inmaculada Concepción en Valledupar / Foto: archivo PanoramaCultural.com.co

 

El juego de los espejos prevalece en la literatura. Muchas obras de ficción se construyen sobre el recuerdo de un punto concreto de la geografía y se alimentan de anécdotas, de personajes y sucesos. En un nivel más alto, algunas obras se esmeran (u obsesionan) en recrear un universo entero con su imaginario, sus costumbres, leyendas, tiempos de esplendor y maldiciones.

Valledupar entra en esa categoría hermética y privilegiada de ciudades que dialogan directamente con una obra literaria, la perpetúan y la trascienden constantemente a través de la misma palabra, su ambiente, los hechos de sus ciudadanos y su destino místico. Por ser parte del Caribe –tan querido de Gabriel García Márquez–, pero también por haber sido un lugar especial para el autor, y un centro de inspiración en su creación literaria, Valledupar recuerda inevitablemente al Macondo de “Cien años de soledad”, aquel pueblo hilvanado escrupulosamente obra tras obra.

La capital del departamento del Cesar, al igual que otros municipios del otrora Magdalena grande, reúne muchas de las condiciones que invitan a pensar en la obra de García Márquez, convirtiéndola irremediablemente en una “ciudad espejo” en donde sus habitantes se sorprenden, actúan y hablan de la misma forma que en Macondo, o como si éstos siguieran un guion o reconstruyeran paso a paso una obra de teatro creada a medida para un escenario como éste, en medio de un valle, perdido detrás de la Sierra Nevada de Santa Marta, incomunicado en gran medida, pero todavía consciente de la cercanía del mar Caribe.  

Muchos de los que aquí habitan, hablan de Macondo como si de una realidad se tratara. Muchos hacen referencia a la obra de Gabo como si sus vidas o las vidas de sus allegados, de los políticos y de cualquier visitante, siguiera los pasos y entresijos abiertos por la obra del Nobel colombiano. Muchos también lo hacen sin haber leído la obra de García Márquez, sin saber cuál es el destino de esta tierra condenada al olvido, pero lo hacen acogiéndose –o resignándose– felizmente a la magia del realismo que los acompaña en su día a día.

Valledupar es magia real y también realismo mágico. Es sorpresa y es tragedia. La vida de Valledupar recoge tantas facetas como la obra de García Márquez, adopta tantas expresiones dolorosas y satisfactorias como las de América Latina, pero, ¿Qué hace que, en esta ciudad, el espíritu de Macondo sea tan vivo? ¿Por qué los habitantes de Valledupar vinculan con tanta facilidad la suerte de su ciudad con la de ese pueblo perdido en la infinitud literaria, incluso sin haber leído la obra que recrea ese mundo fantasioso?  

Valledupar, un espejo literario

La obra de Cien años de Soledad, novela que reúne todos los más importantes personajes, sucesos y leyendas de Macondo, puede ser la primera fuente de información. En sus páginas se encuentran elementos vinculables directamente con la historia y esencia de Valledupar. En su inicio, por ejemplo, Macondo era “una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas” (p.9). El símil con los inicios fundacionales de la ciudad de los Santos Reyes no puede ser más oportuno. Valledupar nació con “nueve manzanas divididas por dentro en forma de cruz por dos caminos”[1], a pocos metros del río Guatapurí. El comienzo de la actual capital del Cesar, todavía muy presente en el pensamiento colectivo, recuerda la de Macondo, y, además, se viste de forma parecida. En el centro, y especialmente en el barrio Cañaguate, existen unas casitas de bahareque tradicionales que hablan de las primeras oleadas del poblamiento español.

Lugares descritos maravillosamente como el entorno del río y ese “lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos” nos invitan también a pasearnos por algunos escenarios aledaños de Valledupar, y en especial aquel corregimiento de La Mina, ubicado a 40kms al norte, en donde se encuentran enormes piedras blancas en el lecho del río Badillo en las que familias enteras vienen a pasar las tardes del fin de semana.   

La incomunicación histórica de Macondo fue también una característica de Valledupar. Recordemos que, poco después de haber sido fundada, en la ciudad imaginaria de García Márquez, “el viaje a la capital era en aquel tiempo poco menos que imposible” (p.11) y hubo que acudir a “una ruta de enlace con las mulas de correo” para romper ese aislamiento. Lo mismo ocurrió en suelo valduparense donde los juglares ganaron un protagonismo al convertirse en auténticos vínculos con distintas aldeas de la costa Caribe y animadores de noches musicales. Durante mucho tiempo, Valledupar ha sido una “isla” en la geografía colombiana al tener mejor conexión con Riohacha que con la capital.

Pero la semejanza de Valledupar con Macondo no solamente es física, también es anímica e histórica. Al igual que la ciudad ficticia de García Márquez acoge estoicamente plagas desestabilizadoras como la del insomnio y otros tiempos ilusionantes de bonanza, la capital del departamento del Cesar ha experimentado distintos ciclos económicos y sociales que han marcado notablemente su historia, desde la bonanza algodonera hasta la trascendencia de la minería, pasando por periodos oscuros de extrema violencia que la han obligado a regresar a ese estado inicial de burbuja ensimismada. Esos fuertes embates económicos y sociales se han ido alternando una y otra vez, como olas sobre la arena de una playa, siempre beneficiados por la pérdida súbita de la memoria que, al igual que Macondo, es otro mal que acecha a Valledupar.

En la guerra está la evidencia de esa pérdida de memoria. La violencia y el dolor perpetrados por las bandas ilegales ha penetrado el tejido social de manera profunda. Los relatos de quienes han perdido allegados o de cómo se han visto afectados por el miedo, se confunden con la imagen de victimarios todavía en libertad o en pleno ejercicio del poder, y esta injusticia actúa como un círculo devastador que alienta los más débiles a olvidar. El olvido es muchas veces una solución. De esta forma se hace tangible esa escena de “Cien años de soledad” en la que José Arcadio Segundo trata de rescatar el recuerdo de la matanza de las bananeras ante una mujer con un niño en brazos, impertérrita e insensible, distanciada de cualquier acontecimiento, y evidentemente encerrada en su propia realidad:

“––Debían ser como tres mil ––murmuró [José Arcadio Segundo].

––¿Qué?

––Los muertos ––aclaró él––. Debían ser todos los que estaban en la estación.

La mujer lo midió con una mirada de lástima. «Aquí no ha habido muertos», dijo. «Desde los tiempos de tu tío, el coronel, no ha pasado nada en Macondo»”[2]  

Más allá de ese entorno socio-económico marcado por los extremos, es quizás la rapidez con la que se producen los altibajos lo que asocia Valledupar con el realismo mágico. La capital del Cesar, al igual que Macondo, parece ser un pueblo grande que, después de una alegría, siempre entrevé el diluvio. Ésa catástrofe que acaba con todo y que revalida la idea de que nada es para siempre. En las mentes, el apocalipsis siempre está ahí, a la vuelta de la esquina, dispuesto a dañar los mejores escenarios. Por eso, el lema “Valledupar, la ciudad más linda”, que obnubila al pueblo durante unos días –en su mayoría durante la celebración del aniversario de su fundación y el Festival Vallenato–, desaparece de repente mancillado por escándalos de corrupción, la inseguridad, desvíos de fondos, contrataciones ilícitas, abandonos de obras, compras de votos y un sinfín de complicaciones que invitan a la desazón. Valledupar vive, en realidad, en un estado constante de bipolaridad, dividida entre la extrema felicidad y el extremo sufrimiento. Muchos conviven con esos dos estados emocionales sin mayores cuestionamientos. Muchos otros sólo conocen el primero y otros el segundo. Y todos ellos reconocen en su existencia la influencia del Macondo de Gabo: ese fantasma que los une para lo mejor y lo peor.

Una vista aérea del centro histórico de Valledupar / Foto: archivo PanoramaCultural.com.co

Los grandes mitos y personajes-leyendas

Valledupar no sería Valledupar sin el poder de la palabra y la oralidad. Lo mismo sucede con Macondo. Esos relatos contados en veladas y parrandas, que han nutrido la historia del municipio y de familias enteras, son parte íntegra de este sentimiento macondiano que habita la capital del Cesar.

Durante siglos, las historias de personajes públicos, vecinos, familiares y amigos se han transmitido de una generación a otra gracias al poder de la palabra y el deseo de mantener vivo un vínculo directo con la tierra. El orgullo y el deseo abierto de recrear un linaje glorioso empujan muchos habitantes de Valledupar a regocijarse con los logros de un padre, abuelo o antepasado, a exaltar el apellido de quien tuvo que ver con la fundación de la ciudad o su crecimiento. Así es como sobresalen apellidos de familias arraigadas desde siglos (como los Araújo, Molina, Castro, Maestre o Cotes), patriarcas que reviven el recuerdo de José Arcadio Buendía (al estilo del Pepe Castro), apellidos venidos del extranjero como Dangond, Lacouture, Cerchiario, Muvdi o Faraj que apuntan a diferentes oleadas migratorias, y un sinnúmero de dinastías de reyes vallenatos que recrean una monarquía musical en medio de una democracia de tipo presidencial.

Lo que quizás más tenga que ver con Macondo es la presencia de mitos y leyendas humanas, llenas de carisma o de esplendor, que estructuran y armoniza gran parte de los relatos. El ejemplo de Francisco El Hombre es uno de ellos. Este “anciano trotamundos de casi 200 años que pasaba con frecuencia por Macondo divulgando las canciones compuestas por él mismo” que García Márquez recoge en su obra[3], tiene en la plaza Alfonso López de Valledupar una tarima con su nombre y, además, nutre un gran cantidad de cuentos que tienen que ver con la historia de la música vallenata. De la misma forma, Emiliano Zuleta Baquero, también conocido como El Viejo Mile, autor de uno de los Vallenatos más célebres (“La gota fría”), se ha impuesto en las memorias como una leyenda elemental del folclor local. En su crónica “El testamento del viejo Mile”, el periodista Alberto Salcedo Ramos reconstruye mágicamente su traslado de Urumita (Guajira) a Valledupar, su natural atracción por la música y la creación poética, pero también facetas incomparables de un conquistador empedernido sacado de un relato asombroso. “Caramba, mijito, yo tuve de ochenta mujeres para arriba, porque fui travieso. Y si hubiera sido joven en esta época, hubiera tenido muchas más, porque ahora la mujer es más fácil y más silvestre. La mujer de ahora es mango bajito”[4]

Leandro Díaz es otro personaje inmenso del folclor vallenato que terminó sus días en Valledupar. Cantautor ilustre, autor de temas tan hermosos como “Matilde Lina”, su ceguera no le impidió componer algunos de los versos más recordados de la región y contribuir a la magia de una ciudad que ostenta el título de capital mundial del Vallenato. El epígrafe publicado en “El amor en los tiempos del cólera” (1985), de García Márquez –“En adelante van estos lugares: ya tienen su diosa coronada”–, legitimó la idea de que una leyenda musical se había convertido en una leyenda literaria y esa leyenda vivía en una urbe única, perdida en los sueños de la Provincia de Padilla, en la que los mitos conviven con los simples seres humanos: Valledupar. Sin afanes y sin complicaciones, sin otros deseos que relatar lo que vivió durante una existencia llena de recovecos, ironías y superaciones, el maestro Leandro Díaz terminó sus días en la ciudad en donde mejor se le podía recordar y ahora ostenta un monumento con su rostro en la carrera novena. Sus ojos cerrados son también el retrato de la máxima clarividencia.

Y si de personajes extraordinarios hemos de hablar, no se puede pasar por alto el caso de Diomedes Díaz, un cantante que revolucionó la música vallenata, pero también la vida de la ciudad de Valledupar. Cada uno de sus lanzamientos era motivo de un desfile ciudadano interminable con sus respectivas caravanas fanatizadas. Miles y miles de seguidores esperaban con ansias el nuevo disco. Un disco que hipnotizaba a las masas y enloquecía a las mujeres. Diomedes Díaz fue talvez el clímax del personaje macondiano. Nacido en La Junta (Guajira) en una familia humilde, conquistó Valledupar a punta de versos y canciones gracias a un carisma desbordante y una facilidad para convertir todo en una experiencia memorable. Respondiendo a la definición del Caribe como “Meca de la desmesura” –que Alberto Salcedo Ramos[5] adelanta en su obra–, Diomedes Díaz fue la fiel representación del hombre que se levantó solo, se consolidó solo y se arruinó solo, pero siempre quedando bien en el pensamiento de quienes lo glorifican. Y al igual que el Viejo Mile, su fama de gran conquistador sigue todavía en pie en las calles de Valledupar. De hecho, un sueño confesado por el cantante era “tener cien hijos, dizque para que su simiente se esparciera por todo el mundo”[6]. Años después de muerto, se descubren todavía posibles amantes y descendientes, mujeres desoladas, hijos rechazados o nacidos en la clandestinidad, cantantes repentinos o interesados en mostrar algún parentesco. La tumba del Cacique, en los Jardines del Ecce Homo en la periferia de Valledupar, es testigo de todo esto y también un destino de peregrinación que se llena de emoción en su natalicio y fecha de deceso.

Pero no todos los personajes míticos tienen que ver con el folclor vallenato. También se encuentran otros personajes de carácter más social que se distinguen por haber contribuido significativamente al espíritu mágico de una ciudad original. En esa categoría recae el gran Toñó Baute, conocido como “Toño Pistola”, por haber creado el primer club de tiro en Valledupar y otras excentricidades propias del realismo mágico. Alberto Muñoz Peñaloza, quien fue director de la Casa de la Cultura en Valledupar entre 2012 y 2016, recuerda a este ilustre ciudadano valduparense por ser un hombre que se dedicó a vivir de una herencia enorme e inagotable, que –al igual que otras grandes figuras de la música vallenata– se esmeró en agrandar su posteridad hasta lo inimaginable, pero también por sus ocurrencias dignas de Melquiades en “Cien años de soledad”. Una de ellas, posiblemente la más extravagante de todas, nació a raíz de un viaje a la Nueva York de mediados del siglo XX, una urbe de gran espíritu cosmopolita, capital del mundo y centro de atención por sus rascacielos deslumbrantes. Cautivado por la esencia modernista y afanosa de esa capital norteamericana, Toño Baute llegó a Valledupar con la idea de que debía replicar en su ciudad algo maravilloso, algo tan sorprendente como provechoso para su desarrollo. Ese “algo” no era nada más ni nada menos que una maratón. Toño Pistola puso todo su empeño en replicar el gran evento deportivo de Nueva York en Valledupar, un pueblo de la provincia, todavía ensimismado, con pocas calles asfaltadas y ninguna tradición deportiva, y lo consiguió llevando su propio atleta y apostando todo sobre él. El desenlace macondiano llegó más tarde, cuando, al percatarse en plena carrera que su corredor no iba a ganar, el “Melquiades vallenato” se enfureció por ese imprevisto inaceptable, quiso cancelar el evento, y, además, abandonó para siempre la idea de seguir organizando maratones en Valledupar.

El estado de ánimo que inunda a Valledupar   

En alguna ocasión, García Márquez se sinceró sobre Macondo y brindó una de las mejores y más profundas definiciones de su ciudad imaginaria: «Por fortuna, Macondo no es un lugar, sino un estado de ánimo que le permite a uno ver lo que quiere ver y verlo como quiere», dijo el premio Nobel. Aquí prevalece el Macondo como esencia, como forma de ser y de estar, como filosofía y actitud. El Macondo como grandioso espejo del Caribe y de sus hipérboles, de su originalidad y su unicidad.

Ese estado de ánimo es también el que da vida a Valledupar, la acompasa y la hace vibrar. En la cotidianidad de la capital del Cesar, está la sensación de una vida que se repite hasta la saciedad, la idea de un destino irrompible e inamovible que se muerde la cola, pero, de repente, sucede lo imposible (o lo que solamente puede suceder en Macondo).

Valledupar es así: una ciudad en donde las calles producen más mangos que los mismos productores, donde llegan presidentes para inaugurar eventos, viviendas y estatuas y, luego, desaparecen hasta llegar las próximas elecciones. Un pueblo grande que se convierte en capital mundial de la música vallenata durante una sola semana y, luego, se queda a la espera de que esta misma semana se repita el año siguiente. Una de las ciudades con las temperaturas más altas de la geografía colombiana en donde la gente se viste de pantalón largo y zapato cerrado, y busca desesperadamente el fin de semana el frescor en las faldas de un río legendario (a punto de secarse como consecuencia del cambio climático). Una urbe en donde se evita caminar en las calles por temor al sol (y también por culpa de las oleadas de atracos que la asolan con frecuencia). Una capital de departamento en donde los alcaldes llegan a la alcaldía con una casa humilde y salen con un patrimonio capaz de palidecer a cualquier empresario exitoso o terrateniente. Un lugar en donde todo el mundo se conoce -o dice conocerse- y en donde los apellidos valen muchas veces más que la mejor de las hojas de vida. Un territorio en donde las dinastías musicales de los reyes vallenatos acumulan más peso afectivo que cualquier familia política por el simple hecho de que alegran el mundo sin prometer nada a cambio. Una capital de departamento en donde los rumores han logrado superar la velocidad de la luz. Un municipio con un equipo de fútbol, pero en donde se celebran las victorias de clubes extranjeros como si fueran propias. Un destino llamativo para migrantes nacionales e internacionales que buscan una oportunidad. Una parada para aquellos negociantes que esperan vender una idea extraordinaria y esfumarse al día siguiente. Pero, sobre todo, es la ciudad en donde un humilde trabajador –que se esfuerza y pone todo su empeño en progresar–, puede llegar a ser dueño de grandes negocios y convertirse en un modelo para todos.

Así es Valledupar: el mejor vividero del mundo (para el que esté dispuesto a creerlo).

 

Johari Gautier Carmona

 

[1] El Pilón. “Primera y segunda fundación española de Valledupar”. 11 de enero de 2021.

[2] Gabriel García Márquez. “Cien años de soledad”. Ed. Norma. Biblioteca El Tiempo. 2001. Pág. 238.

[3] Gabriel García Márquez. “Cien años de soledad”. Ed. Norma. Biblioteca El Tiempo. 2001. Pág. 47.

[4] Alberto Salcedo Ramos. “La eterna parranda. Crónicas 1997-2011”. Ed. Punto de lectura. Pág. 51.

[5] Alberto Salcedo Ramos. “La eterna parranda. Crónicas 1997-2011”. Crónica La eterna parranda. Punto de Lectura. Pág. 152. 

[6] Alberto Salcedo Ramos. “La eterna parranda. Crónicas 1997-2011”. Crónica La eterna parranda. Punto de Lectura. Pág. 163.

Sobre el autor

Johari Gautier Carmona

Johari Gautier Carmona

Textos caribeños

Periodista y narrador. Dirige PanoramaCultural.com.co desde su fundación en 2012.

Parisino español (del distrito XV) de herencia antillana. Barcelonés francés (del Guinardó) con fuerte ancla africana. Y, además -como si no fuera poco-: vallenato de adopción.

Escribe sobre culturas, África, viajes, medio ambiente y literatura. Todo lo que, de alguna forma, está ahí y no se deja ver… Autor de "Cuentos históricos del pueblo africano" (Ed. Almuzara, 2010), Del sueño y sus pesadillas (Atmósfera Literaria, 2015) y "El Rey del mambo" (Ed. Irreverentes, 2009). 

@JohariGautier

2 Comentarios


Carlos Llanos Diazgranados 04-12-2021 12:27 PM

Excelente escrito. Es una fortaleza turístico cultural inexplotada. Hemos insistido en este entorno natural macondiano sin que haya respuesta de nuestros dirigentes. No dimensionamos la influencia que esta región tuvo en la consolidación de "Cien años de soledad", en cuyos inicios se titulaba "La casa" y que posterior a las visitas de García Márquez, este le cambió el título a su magna obra. Llegó a decir que Dios estaba escondido en las tinajas de La Paz. En la alcaldía de Freddy Sicarrás propuse y diseñé dos grandes vallas, una a la salida del aeropuerto con la imagen de Gabo y la leyenda "Valledupar: territorio de Macondo" y otra en la Mina referida al primer párrafo de Cien años... No hubo respuesta. Ojalá este escrito mueva algunas fibras que permitan fortalecer a Valledupar como destino turístico preferente convirtiendo esta fortaleza en una vocación turístico cultural como contribución al desarrollo socioeconómico regional. .

Berta Lucía Estrada 08-12-2021 07:04 AM

¡Qué buen ensayo Johari Gautier Cardona! Felicitaciones

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