Artes plásticas

La casa de las manchas

Baldot

28/01/2025 - 05:15

 

La casa de las manchas
Baldot cuenta la historia de su intervención artística en el centro de Valledupar / Fotos: archivo personal del autor

 

Era la primera vez que quería vandalizar un patrimonio cultural histórico. Claro, esto ocurrió años atrás, antes de la pandemia. En el mármol del Museo del Louvre, en París, había inscrito mi nombre con la llave de la pensión mientras esperaba para entrar. Al final, solo me detuve en la fila con el propósito de rayar y expresar mi nombre en aquellas paredes del Louvre.

Aquella mañana sentía los mismos nervios. Un año después, de casualidad, me enviaron una foto de la firma. Alguien que me reconoció por Facebook me había etiquetado en la foto de la firma. “Baa, nota”, pensé. Había quedado como Baldot, el pintor vandálico.

Bueno, la noche de la inauguración de la feria de arte llegó. Pensé que, de pronto, hablarían del tema, pero nada pasó. Nadie dijo una sola palabra. Yo mismo pasé como si nada frente a los manchones de color verde en las paredes. La inauguración fue todo un éxito.

Al día siguiente asistí a una charla que daría uno de los artistas sobre el impacto del arte en el desarrollo cultural y cómo los artistas habían contribuido en Valledupar para que el arte fuera lo que es hoy en mi pueblo. Sentado en una de las sillas de adelante, de repente miré a mi derecha y vi a una chica que llevaba unos tenis con suelas manchadas de colores. Pensé que esos zapatos causarían más sensación que las paredes que me habían desvelado dos noches antes.

Le hablé, como suelo hacer con las chicas que se cruzan en mi vida. Me respondió que había pintado los zapatos porque estaban amarillentos y quiso transformarlos a su estilo. Recuerdo que le dije:“¡Ah, puta madre! Parecen hechos por Baldot”. Tal vez no sabía quién era Baldot, pero su sonrisa se detuvo un rato, iluminando su rostro. Su cara delgada y su corte de cabello en forma de media luna eran encantadores.

Le pregunté qué haría esa noche. De inmediato respondió que sólo le gustaban los hombres blancos. Yo le contesté: “A mí también, pero ahora tendrá que gustarte un negro, porque a mí me interesas tú”. Me dijo que estaría en un bar de la ciudad donde solo tocaban música vallenata.

Esa noche, sin embargo, me sentía cansado y me fui a mi casa-taller. Al día siguiente, la exposición continuó. Nada fuera de lo normal ocurrió. Vendí unos pósteres y souvenirs a algunos artistas que participaron en la muestra. Más tarde, en un bar de la ciudad (otro de esos lugares que ofrecen lo mismo de siempre), tras unas tres cervezas sin alcohol, le envié un mensaje a la chica de los zapatos manchados.

Ella me dijo que seguía en el bar de música vallenata. “Ven para acá, Baldot. El ambiente está bueno.” Le respondí: “Bueno, deja que me recojan y llego.” Pasaron unos 30 minutos. Cuando finalmente llegué al lugar, ella ya se había marchado. “¡Mierda! Esta pendeja no me esperó”, pensé. Pero bueno, “ella se lo pierde”.

Saludé a los dueños del lugar: una señora a quien conocía desde hacía muchos años, su esposo y sus hijos. Me sentaron en su mesa. Siempre se emocionan cuando llego. Entre conversaciones, el marido de la señora Escalona, con su risa característica y una copa de vino en la mano, me soltó: “Baldot, tú eres el artista fantasma que manchó las paredes de la plaza, ¿cierto?”.

Tardé un momento en responder, respiré profundo y le dije: “No sé de qué me estás hablando”. Él, entre carcajadas y mostrando sus dientes postizos, respondió: “No me vengas a decir que no eres tú. Es imposible. ¡Eres el único artista capaz de semejante propuesta! El periódico local ya lo declaró ‘sabotaje o arte’ en el centro histórico de la ciudad. Es la noticia del momento.”

No sabía que incluso las autoridades del pueblo se habían intranquilizado por aquellas manchas verdes. Sonreí, lo miré y le respondí mientras estrechaba su mano: “Me has descubierto. Qué grande eres”. Él volvió a sonreír y, tras un sorbo de su copa, me dijo: “Es que solo tú podrías ser capaz de algo así, Baldot.”

Y ahí, entre risas, entendí que aquellas manchas ya no eran mías. Habían pasado a ser del pueblo y, tal vez, de la historia.

Me desperté a eso de las tres de la mañana del día 28 de noviembre, fecha en la cual se inauguraba la Primera Feria de Arte en Valledupar. Estaba intranquilo, sabía que debía hacer algo que generara un impacto en el frío entusiasmo por el arte de nuestros coterráneos vallenatos, especialmente en lo relacionado con la plástica y la escultura. No sé por qué, pero en mi percepción, los amantes del arte son pocos en nuestra región, y su asistencia a las exposiciones que, con tanto esfuerzo organizamos quienes amamos esta vaina del arte, es mínima.

La tarde anterior, es decir, el día que llevé mis pinturas a la casa del Turquin pavayin, sentía que algo le faltaba aún a esta primera feria. Los organizadores habían insistido en que presentara mi propuesta pictórica, pero yo me sentía incómodo porque, un año antes, también me habían invitado, y expuse mi trabajo en la calle, como suelo hacerlo. Uno de los organizadores incluso tuvo que prestarme dinero para poder pagar el transporte. Recuerdo que me encontró discutiendo con el chofer, un señor de unos sesenta y tantos años, tal vez más, me estaba cobrando 25 mil pesos por transportar dos de mis pinturas, lo cual me parecía costoso ya que normalmente pagaba menos.

Solo tenía la mitad de lo que aquel cascarrabias cobraba, y su insistencia en que pagara más atrajo la atención de uno de los organizadores, quien era el director de uno de los periódicos más importantes de la región. Él, entretenido con una llamada y usando unos auriculares, le dijo al chofer:

—Oiga, deje la bulla. ¿Qué es lo que pasa?

El chofer respondió:

—Éste es Baldot, el artista, pero quiere pagarme lo que se le da la gana. Mi trabajo cuesta 25 mil pesos, y eso es lo que vale la carrera. ¿O es que estas dos pinturas no cuestan millones?

De inmediato, le respondí al chofer:

—Valen dos mil pesos. Es todo lo que cuestan.

El hombre, molesto, respondió:

—Bueno, si cuestan dos mil, yo te las compro, y solo me debes 20 mil.

Saqué las pinturas, que ya estaban recostadas en la pared de la casa de los Mestre, y le dije:

—Compadre, le daré solo 15 mil, que es lo que realmente cuesta esa carrera. No tengo más.

El director del periódico intervino sacando un billete de cinco dólares y le dijo al chofer:

—Aquí tienes 5 dólares, que suman 24 mil pesos. Dejemos esto así.

El chofer tomó su billete americano y se marchó murmurando y maldiciendo entre dientes.

Esa tarde, antes de colgar las obras en la esperada feria, yo seguía intranquilo. Esa madrugada, mientras estaba en mi estudio, sentía que algo debía suceder en mi pueblo. Nuestra gente tenía que despertar, no con el ruido cotidiano de los carros y motos, sino con un pequeño escándalo que solo el arte podía generar. Bajé con la decisión de hacer algo que quizá me haría arrepentir después.

Eran casi las 4am, y decidí actuar sin demora. Preparé pinturas, opté por un color verde que simbolizaba esperanza, y me inspiré en el poema de Federico García Lorca: “Verde que te quiero verde”. Ensayé en las paredes de mi patio para asegurarme de que todo saldría bien.

Me vestí con una chaqueta de paño inglés y una gorra de los Yankees que me habían regalado recientemente. Agarré unas gafas negras para ocultarme mejor y saqué una moto de mis hijas que estaba estacionada en la sala. Con las pinturas bajo mis pies, emprendí rumbo hacia la Plaza Alfonso López, listo para dejar una marca en la historia del arte de Valledupar.

En la carrera 8, antes de llegar a la carrera 15, muy cerca o diagonal a la casa de los Maestre y en la entrada del callejón donde vive Edic, la Mona del Patacón, mi gran amiga, estacioné la moto en la entrada de ese callejón que me trae bellos recuerdos de mi infancia. Me coloqué el gabán inglés, la gorra azul y mis lentes negros, y me fui caminando con las pinturas en las manos por toda la calle que lleva a la iglesia.

A esa hora, solo se veían hombres vagando con sus cabezas llenas de humo. Algunos, al verme, se asustaban. Sus rostros secos, como ramas quebradas, y sus mejillas pálidas se confundían con la penumbra de la madrugada. Al llegar a la iglesia, vi a uno de ellos recostado en el suave pretil, su cabeza apoyada en el borde como si fuera una almohada. Una sábana lo cubría de pies a cabeza, y parecía muerto, abandonado por la sociedad y el frío. La escena me recordó la portada de “Crónica de una muerte anunciada”.

Pasé por encima de aquel cuerpo, casi tropezando debido a mi mala visión, propia de mis 50 y tantos años. “Perdón”, fue lo único que alcancé a decir, pero su sueño era tan pesado como la misma muerte. Seguí caminando. Ya no podía echarme atrás, aunque el arrepentimiento empezaba a asomarse.

Llegué a la Plaza Alfonso López. Lo primero que se escuchaba era un radio a lo lejos. La plaza estaba iluminada, y un hombre con uniforme escuchaba la emisora, sentado en una esquina, camuflado entre los hierros que sostenían el techo. Frente al banco, otro hombre, montado en una moto, parecía esperar algo o a alguien.

El hombre del radio me observó. Mi figura, alta y cubierta con un chaquetón, seguramente lo intimidó. Tal vez pensó que llevaba un arma escondida. Su reacción fue quedarse inmóvil, como si quedarse quieto fuera la mejor defensa.

Seguí hacia la casa del Turquin, aunque sabía que no le habría gustado que alguien manchara su propiedad. Pero ya era tarde; la decisión estaba tomada. Me acerqué al hombre de la moto, que estaba de espaldas, con los hombros encogidos por el frío, y le dije en voz alta:

—Buen día, compadre. No se vaya a asustar. Soy un artista que va a hacer un performance en la casa de al lado. No tiene nada de qué preocuparse.

El hombre apenas reaccionó. Parecía paralizado. Le repetí:

—No te preocupes, lo que haré aquí es manchar esta pared, nada más. Soy uno de los artistas que está exponiendo su obra en este lugar.

Entonces, saqué del bolsillo del gabán uno de los tarros llenos de pintura verde y lo lancé contra la pared, dejando caer suavemente tres líneas de pintura. Por poco me echo atrás, considerando lo que había hecho: vandalizar una casa histórica de Valledupar con paredes de granito. Sin embargo, noté que una de las paredes era lisa y decidí continuar, pese a las posibles consecuencias.

El hombre de la moto, espantado, arrancó como alma que lleva el diablo, sin decir una palabra. Me devolví con calma, como quien ya no tiene nada que perder. El hombre del radio seguía escuchando su emisora, sin dirigirme ni una sola palabra.

Cerca de la casa de los Castrillón, cuando estaba a punto de arrojar la segunda pintura, vi a un conocido que caminaba hacia la plaza. Era Aníbal Galindo. No me reconoció; claro, con semejante atuendo seguramente pensó que se le había aparecido un ladrón. Lo saludé levemente, y él, con voz entrecortada y notoriamente asustado, respondió de manera confusa.

Hice como si fuera a cambiar de dirección y doblé hacia la novena, pero rápidamente me regresé. Con la poca pintura que me quedaba, lancé lo último contra la casa de los Castrillon y me marché. Mientras huía de la plaza, el sonido del radio iba desvaneciéndose, y yo sentía que mi propuesta pictórica había dejado una marca, aunque fuera fugaz, en la historia del arte de mi pueblo.

 

Baldot

Sobre el autor

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Fintas literarias

Uvaldo Torres Rodríguez. “Baldot”. Artista que expresa su vida, su historia, sus sueños a través del lienzo, plasmando su raza, lo tribal, lo ancestral, y deformando la forma en la búsqueda de un nuevo concepto. Redacta su vida a través de la pintura, sus fintas literarias las escribe con guantes de boxeo. Con amor al arte y a la literatura desde niño.

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