Artes plásticas
El retrato, una abstracción del alma
La tarde inició con un café de esos cerreros que tanto me gustan. José Luis Molina lo sabe y por eso no se molestó en ofrecerme azúcar. Después de mucho tiempo, habíamos acordado una cita, varias veces aplazada, con el fin de servirle de modelo para una pintura.
Había accedido, llena de expectativas, a exponerme a la tortura de permanecer horas sentada rígidamente, tal vez, con la ilusión de inmortalizarme a través de un retrato. Comprendía que podía ser agotador pero, sin ningún preámbulo, me senté en una silla ubicada al lado de la ventana que daba a la calle, y que traía al cuarto la ráfaga de luz abrasadora de las tardes vallenatas.
El caballete descansaba pesadamente frente a mí, casi amenazante y, de momento, me sentí intimidada. Volví la mirada hacia donde estaba José Luis escogiendo el bastidor que utilizaría para dejar mi rostro plasmado. La tela seleccionada ya mostraba la forma de una fruta tropical, originaria del nordeste brasileño, de la cual estaba determinado a deshacerse por motivos que no logré entender. Pensé en el sentimiento de nostalgia que debe experimentar un pintor al borrar una de sus creaciones, pero la momentánea cavilación se desvaneció casi de inmediato.
Aquel marañón de colores vivos, que desaparecería en las próximas horas con las pinceladas que darían forma a una nueva idea, le recordó al artista la época en que viajó a Brasil en busca de nuevos aires y de un entorno diferente para hacer crecer su obra. En alguna otra ocasión, envueltos en charlas interminables, ya me había contado de sus aventuras en aquel país. Sin embargo, esa tarde me describió la travesía que para su proceso creativo había significado.
Luego de un largo camino en el que se graduó como psicólogo social, trató de descubrirse como artista y exploró, insaciablemente, diferentes técnicas y formatos pictóricos, ‘El Turri’, como es popularmente conocido en el panorama artístico de Valledupar, enrolló sus lienzos y se fue a conquistar la tierra que parió pintores tan importantes como Candido Portinari, Di Calvalcanti y Anita Malfatti.
Era el año 2003, la obra de Molina crecía exponencialmente a nivel regional. El reconocimiento y la aceptación de su trabajo afianzaron su idea de aventurarse hacia otras fronteras. Brasil fue el destino escogido debido a la gran fama que poseía a nivel mundial en cuanto a arte contemporáneo, y era en ese movimiento en el que José Luis consideraba que su producción artística se ubicaba.
La capital del país más grande de Latinoamérica lo recibió con la modernidad de su juventud y de las obras arquitectónicas de Oscar Niemeyer, calificado como uno de los personajes más influyentes de la arquitectura moderna internacional y quien contribuyó a la construcción de Brasilia en los años sesenta.
Edificios icónicos como el Congreso Nacional de Brasil y la Catedral de Brasilia se alzaron sobre las expectativas del viajero que conocía previamente la labor del arquitecto brasileño, pero sus intereses iban más allá de aquella ciudad que ostentaba flamantes construcciones. Molina quería acercarse a la pintura de esas tierras desconocidas y, al tratar de llevar a cabo su misión, se encontró con que el mercado del arte estaba enfocado en manifestaciones artísticas como la fotografía y la instalación.
A pesar de que los artistas de su generación no estaban interesados en la pintura, el artista sandiegano permaneció ocho meses en aquel lugar, nutriéndose de diversas expresiones creativas y viviendo de la pintura comercial por algún tiempo. Realizó una exposición con la embajada de Colombia y, seguidamente, se trasladó a la nación del tango, género musical que más adelante influenciaría su trabajo creativo.
Luego de seis meses en Buenos Aires, regresó a Colombia con la visión de realizar un nuevo trabajo y retornar a Brasil. Esta vez a Sao Paulo, con esperanzas frescas, pues había encontrado en aquella nación mucha experimentación y trabajos vanguardistas con los que se identificaba.
Las notas de la guitarra de Santana me traen de vuelta a la realidad. Mi mente divagaba tratando de imaginar al pintor recorriendo las calles de una novísima Brasilia y de una nostálgica Buenos Aires, y convenciéndome a mí misma de que esas historias se encuentran escondidas en los lienzos que abundan en aquel taller lleno de colores que trazan, minuciosamente, los detalles de las mismas.
“Usualmente no me salen los trabajos al primer intento. Tengo varios cuadros dentro de uno solo”. Las palabras atraviesan mis oídos como sentencia. Ya me imaginaba sentada allí por horas batallando en contra de las inaplazables urgencias del cuerpo humano.
Recordé la obra de Molina y me emocioné nuevamente con los colores fuertes de algunos cuadros, y oscuros y tristes de otros. Esos matices están definidos, en última instancia, por los estados de ánimo, el carácter y la psicología del personaje retratado.
Súbitamente, intento lucir más feliz y despreocupada con la intención, inconsciente, de que el resultado final se muestre más colorido. Sin embargo, me percato de los libros de psicología que rondan por la habitación y, de inmediato, caigo en cuenta de que mi artimaña no funcionaría y que, de alguna manera, sería deshonesta conmigo misma. Vuelvo a mi estado natural y le pregunto a José Luis sobre el trasfondo de su obra.
“Por alguna razón el retrato me ha capturado. Creo que es porque me permite interactuar con las demás personas”, me responde calmadamente como tratando de explicarse a sí mismo la lógica que encierra el discurso de sus pinturas. Más adelante, me confiesa que, debido a su carácter introvertido considera que, además del reto de enfrentarse al dibujo después de tantos años como pintor, la principal ganancia del proceso ha sido acercarse al otro, íntimamente, desde la esencia del ser y no desde el hecho elemental de una persona que solo está posando.
Para él, el retrato se ha convertido en una forma de expresión, no sólo de las cualidades físicas de un personaje, sino también de su carácter, sus sentimientos, sus estados psicológicos y las diferentes historias de vida que se cuentan a través del color. La similitud no es más una necesidad inapelable. En cambio, la inconsciencia, la forma de ser y el estado anímico de la persona retratada, se convierten en el fin último del retratista.
“Cuando a las personas se les habla de retrato muchas veces se quedan simplemente en la representación. Considero que los pintores que se quedan en ese aspecto no son nada buenos. Los grandes retratistas se caracterizan, precisamente, porque a través de su pintura logran trasmitir algo del personaje, no solamente su aspecto físico, sino algo del carácter. Lo fundamental es que se vea algo de la psicología del individuo. Eso es lo realmente interesante”, comenta mientras vuelve la mirada hacia mi rostro tratando de descifrarlo y, enseguida, regresa a la pintura.
Esta vez es la poderosa voz de Amy Winehouse la que llena la habitación, mientras el pintor emocionado tararea unas cuantas palabras en inglés que, juntas, componen un verso roto. “Mejor me dedico a la pintura”, dice entre carcajadas y enseguida un gesto de nostalgia aparece en su rostro. Más tarde me revelaría que cuando niño cantaba rancheras y que un casete de José Alfredo Jiménez se convirtió en el inicio de su afición por la música.
A los ocho años cantaba con entusiasmo, pero el brote de la pubertad cambió su voz y se detuvo en su empeño. Su padre, José Martín Molina, fue acordeonero y amigo de parrandas de Rafael Escalona. En definitiva, la música siempre ha estado presente en su vida. De niño fantaseaba con dedicarse a esa profesión y, actualmente, influye cuantiosamente en su trabajo artístico.
En el año 2010, por ejemplo, realizó una exposición llamada ‘La Muerte del Ángel’, basada en la intención de traducir la música a la estética visual. El título de esa producción se convirtió en homenaje a una de las canciones del bandoneonista y compositor argentino Astor Piazzola, considerado uno de los músicos más influyentes del siglo XX.
La música del hombre que revolucionó el tango tradicional en un nuevo estilo que incorporó elementos de jazz y música clásica, lo acompañó en sus jornadas de creación, al igual que los vallenatos clásicos y otros géneros musicales.
‘La Muerte del Ángel’ fue la transición de la abstracción a lo figurativo del retrato que, en el caso de José Luis Molina, viene a convertirse en la abstracción del alma y la personalidad, representadas ambas en los gestos y las facciones de los rostros que son testigos de memorias de antaño.
“Decidí volver a la figuración. Mientras estaba haciendo abstracción en la pintura, estaba dibujando. Siempre me he considerado más pintor que dibujante, pero creo que para ser un buen retratista se debe ser antes un buen dibujante. Así que empecé a hacer ejercicios de dibujo hace tres años y le imprimí color a la obra el año pasado. Era un ejercicio que hacía a diario y lo que más dibujaba era retratos. Siento que todavía tengo muchas cosas que expresar a través de la imagen, no solo del color”, expresa puntualmente.
El rostro inescrutable de ‘El Turri’ no me deja adivinar el camino que ha tomado la obra. Solo veo su mano moverse en un vaivén interminable. Las pinceladas fuertes hacen alarde de su profunda concentración. “Me voy a excusar en lo contemporáneo. La belleza no hace parte de esto. Lo importante es el concepto”, dice entre risas, tal vez, tratando de ocultar el nerviosismo que siente frente a la dura tarea de retratar a un personaje pues, como ya lo había dicho, los modelos siempre esperan ver casi una fotografía como resultado.
Siento que no es mi caso pero, aun así, no deja de causarme curiosidad conocer la manera como otras personas me ven. Sé que esas características de las que yo no me percato se verán reflejadas al final.
Como tratando de captar esos aspectos de mi personalidad, el artista pausa por momentos, se aleja, mira su creación, cambia de pincel, escoge nuevos colores, piensa por varios segundos, se acerca nuevamente y, con motivación renovada, retoma el trabajo. Como un ritual, repite la rutina varias veces.
“¿Qué está haciendo?”, me pregunto intrigada. Y como si leyera mi mente, lanza un susurro con sonido de bala: “Nos vamos acercando”. Sonríe y sale del cuarto a llenar mi taza de café. Me prohíbe rotundamente levantarme del lugar, donde he estado sentada por dos horas, para mirar a hurtadillas la evolución de la obra. “¡Te asustarías!”, me advierte. Sus palabras aumentan mi curiosidad. Siento flaquear mi fuerza de voluntad pero, al final, paso la prueba.
Aunque no puedo ver el cuadro, trato de imaginarlo. Me resulta una tarea imposible. En mi mente no puedo ubicar colores, ni formas que representen mi rostro. Lo único que sé con certeza es que no habrá rojo, pues al comenzar la jornada Molina me preguntó cuáles eran mis colores favoritos y mi respuesta fue contundente: “¡Todos, menos el rojo!”.
Al volver a la habitación me explica que no le gusta mostrar las obras en proceso porque las personas tienden a cambiar su perspectiva que, en algunos casos, muta por sí sola. Habla de capas y de dejarse llevar por lo visual. “Si no funciona, se cambia”, asegura.
La luz de la tarde se torna diferente y la puesta de sol amenaza con su llegada. Finalmente, oscurece lentamente y, entre penumbras, el pintor sigue en un frenesí imparable. Enciende la bombilla que llena el cuarto de un destello amarillo, mira el cuadro, lo acaricia con el pincel y enseguida vuelve a dejar la habitación a oscuras. “La luz ha cambiado”, murmura como hablando consigo mismo. Alcanzo a atrapar las palabras que luego se pierden en la oscuridad, y mi temor inicial de estar sentada por horas se vuelve real.
El pintor no está contento con lo que hasta al momento ha realizado. Dice que no ha conseguido apoderarse de mi mirada para plasmarla en el cuadro. Decide retomar su labor al día siguiente y se despide con una frase categórica: “Todos vemos el mundo de una manera distinta y los pintores vemos luz, sombras, colores y pinceladas en los rostros, en los paisajes y en los objetos inanimados”.
Temerosa, esa noche contemplé la evolución de mi retrato. El pintor tenía razón: mi esencia aún no estaba allí. Además, parecía una mujer mucho mayor y con un semblante casi lúgubre, lo cual no me sorprendió, pues ya conocía esa característica de la obra de Molina.
La segunda jornada trascurrió más tranquilamente. José Luis había reflexionado sobre la conclusión de la pintura y yo ya conocía a lo que me sometería. Las siguientes horas no marcharon tan lento como el día anterior. ‘Fly me to the Moon’ de Frank Sinatra resonaba en el fondo y esta vez era yo la que tarareaba. La comodidad de lo conocido redujo la tensión.
Durante la tarde previa, ‘El Turri’ me había dicho que pretendía imprimirle un toque clásico a mi retrato. No podía esperar a verlo nuevamente, pues intuía que muchas cosas cambiarían. El pintor seguía modificando elementos, colores y trazos y, en algunas ocasiones, expresaba su temor de arruinar lo que había realizado hasta ese punto.
Repentinamente, las palabras anheladas surgen de la nada llenas de júbilo: “¡Está listo!”. Me incorporo velozmente y voy al encuentro del redescubrimiento de mi rostro. Las pinceladas son serenas y los colores sutiles, casi etéreos. Dos luces azules, a cada lado de mi imagen, iluminan el resto del panorama. Un cuello largo se erige altivamente en la figura de expresión apacible pero firme. Y la mirada, bueno, la mirada es mi mirada.
Al observar el retrato de esta mujer, casi desconocida, me reconozco a mí misma, aunque no sé la razón detrás de esa emoción. Quizás porque cada vez que la veo se muestra diferente. Su apariencia y catadura es voluble. La he visto sonreír, llorar, atemorizarse y preocuparse. La he percibido enigmática, llena de amor, valiente, fuerte y, en algunas ocasiones, débil. Me reconozco en ella, en sus colores, en su forma, en su esencia, en su fondo.
Actualmente, mi imagen cuelga en las paredes de la Alianza Francesa de Valledupar, junto a otros casi cincuenta cuadros, en una exposición que da cuenta de la labor constante y dedicada de José Luis Molina Torres, para quien el retrato se ha convertido en una búsqueda personal, en una catarsis. El expresionismo, ligado al pasado, ha mutado en la introspección de su propia psicología. Asimismo, la poesía cumple un papel vital para meditar sobre ese análisis del carácter y la entrega de dicho mensaje al público.
“Una de las cosas que he buscado siempre es que dentro de las imágenes haya algo de poesía para que pueda trasmitir algo. Si no hay poesía el trabajo no funciona”, señala luego de contarme sobre su estrecho lazo con la literatura, el cual se deriva de sus años en la secundaria cuando, en compañía de un primo, visitaba en San Diego, Cesar, el grupo Café Literario Vargas Vila y se convirtió en bibliotecario ad honorem del espacio de dichas reuniones. El lugar llegó a ser su atrio para pintar y los encuentros afianzaron su amor por las letras y el arte en general.
Las memorias de su infancia en San Diego y Valledupar aparecen sin avisar y hacen revivir los recuerdos de aquel niño que soñaba con ser astronauta, médico y hasta conductor de carros de carreras y que, al mismo tiempo, creaba mundos imaginarios a través del dibujo y la inocencia de su edad, que hoy se reflejan en la búsqueda incesante del ser como ser mismo.
La respuesta de esa exploración interminable se traduce hoy para José Luis Molina en su visión del retrato que, amparado en la eternización de la fisonomía y el temperamento, busca la recreación y la exteriorización de los mundos interiores, del alma y de la esencia, a través de la forma como pretexto para la pintura, del color y de la expresión íntima y misteriosa.
Milagros Oliveros
@milakop
Sobre el autor
Milagros Oliveros
Ágora
Milagros Oliveros Cordoba. Vallenata. Comunicadora Social interesada en la divulgación de la cultura y las artes colombianas, y en la investigación de la compleja relación entre comunicación, cultura y tecnología.
Con el objetivo de ampliar mis conocimientos y descubrirme como comunicadora social y periodista, he trabajado en distintos medios masivos a lo largo de mi carrera, participado en procesos de comunicación para el desarrollo y en proyectos de investigación sobre comunicación y cultura. Este viaje por los diferentes campos de la comunicación me ha servido para confirmar mi pasión por la escritura y la investigación. Veo el periodismo como un género literario y siento que, a través de crónicas, reportajes e historias de vida, muestro el reflejo del mundo a los lectores que, en última instancia, son los que pueden identificarse con mis textos. Eso es lo que me mueve como periodista.
0 Comentarios
Le puede interesar
José Olano y el arte que ensalza el conocimiento milenario
Desde el pasado 18 de febrero se exhibe en el Museo de Arte Moderno de Bucaramanga el V Salón Bat de Arte Popular “Colombia Pluri...
Elsita Palmera regresa a Valledupar con su Fantasía de Carnaval
Ya han transcurrido ocho años desde que Elsa Palmera Pineda –más conocida como ‘Elsita’ Palmera– presentó su obra en Valledu...
El arte del colegio bilingüe, un orgullo de Valledupar
Como suele ocurrir en estas fechas que corresponden al final de curso, el Colegio Bilingüe inauguró el pasado viernes 1 de junio su e...
El arte solidario se hace visible en la exposición “Cuenta conmigo”
En tiempos difíciles, el Arte puede convertirse en el más poderoso de los bálsamos. El más solidario de los gestos. José Luis ...
“Quite la mano de la boca y deje que la lengua se exprese”
La palabra, los medios de comunicación y la información que estos trasmiten a la comunidad diariamente, es lo que mueve la obra de Ga...