Artes plásticas

La ciudad de París y el imaginario de los artistas plásticos latinoamericanos

Adriana Peña Mejía

17/11/2022 - 05:00

 

La ciudad de París y el imaginario de los artistas plásticos latinoamericanos
Obra del artista argentino Antonio Segui

 

Como lo recuerda Walter Benjamin en su libro “Paris, la capitale du XIXe siècle”, la Ciudad Luz ocupa el espíritu de los intelectuales, escritores y artistas desde hace un tiempo considerable. Los latinoamericanos no estarían excluidos de ese grupo al que París cautivó con su impresionante oferta cultural y artística. Es bien conocida la estadía parisina llevada a cabo a comienzos del siglo XX por algunos artistas como Tarsila do Amaral, Joaquín Torres García, Diego Rivera, María Izquierdo, Rufino Tamayo, por citar sólo los más reconocidos.

Si la Segunda Guerra Mundial disminuyó de manera notable los viajes transatlánticos, París permaneció en el imaginario de los artistas como el símbolo de progreso y de “haute culture”. A finales de los años cincuenta, y sobre todo durante la década de los sesenta, se asiste a la instalación de un grupo importante de artistas latinoamericanos en París, gracias al proceso de industrialización puesto en marcha en algunos países de América Latina y al desarrollo del transporte aéreo comercial.

La mayoría de los artistas latinoamericanos establecidos en la “ville lumière” después de 1945 provenían de la élite cultural y social de los países más ricos, como Argentina, Brasil y Venezuela, este último impulsado por la explotación del petróleo. A diferencia de sus predecesores, que veían en París un lugar de aprendizaje, estos jóvenes establecidos después de la Segunda Guerra Mundial la concibieron como un espacio dentro del cual podían perfeccionar sus conocimientos teóricos y consagrarse como artistas internacionales. Los premios de grabado y de pintura obtenidos por Antonio Berni, en 1962, y Julio Le Parc, en 1966, en la Bienal de Venecia prueban la legitimación artística de los latinoamericanos en Europa a través de la experiencia parisina.

Sï es verdad que a lo largo de los años sesenta la ville lumière corrió el riesgo de ser desplazada por Nueva York como centro artístico, nunca perdió validez ante los ojos de los artistas latinoamericanos, quienes aún la percibían como la metrópoli de las artes. Igualmente, durante este período nuevas relaciones intelectuales y políticas se entretejieron entre la izquierda francesa y latinoamericana, debido a la victoria de la Revolución Cubana, en 1959. Muchos artistas viajaron a París en búsqueda de reconocimiento internacional, pero sólo un puñado de ellos pudo obtenerlo. Dentro de los afortunados se encontraban los argentinos Julio Le Parc, Marta Boto, Horacio García Rossi, Francisco Sobrino; los venezolanos Carlos Cruz-Diez, Alejandro Otero, y los brasileros Lygia Clark y Hélio Oiticica, todos originarios de países en pleno desarrollo industrial y que trabajaban con estilos artísticos considerados de vanguardia, como el arte cinético, el arte óptico y el conceptualismo. En cambio, los que obtuvieron menos reconocimiento fueron los artistas consagrados particularmente a la figuración y oriundos de países menos industrializados, como en el caso de Colombia.

Escena artística de las décadas 1950 y 1960

Después de la Segunda Guerra Mundial, el arte vivió una nueva reconfiguración geoespacial, en la cual la cuestión sobre la asimilación de las vanguardias extranjeras fue la temática central del debate teórico latinoamericano. La escena artística de la región estuvo condicionada por las opiniones emitidas por los críticos de arte de cada país. Aracy Amaral (Brasil), Damián Bayón (Argentina), Jorge Romero Brest (Argentina), José Glusberg (Argentina), Juan Acha (Perú), Juan Calzadilla (Venezuela), Marta Traba (Colombia) y Mario Pedrosa (Brasil), entre otros, fueron las principales personalidades que enriquecieron el debate.

Si bien las opiniones diferían en cuanto al estilo artístico por explorar, la mayoría de los críticos coincidieron en promover un arte latinoamericano con personalidad propia y en correspondencia con la evolución artística internacional. En comparación con los años treinta y cuarenta —cuando las corrientes extranjeras como el abstraccionismo fueron recibidas con reticencia a causa del predominio del muralismo mexicano—, después de la guerra, las neovanguardias (conceptualismo, informalismo, pop-art, nueva-figuración) fueron mejor aceptadas, apropiadas y personalizadas por los artistas latinoamericanos. Este proceso de citación, como lo denomina Nelly Richard, se evidenció en los trabajos cinéticos de los venezolanos, en las obras neo-figurativas del grupo argentino Otra figuración, en los dibujos informalistas de los mexicanos de la Nueva Presencia y en las esculturas pop-art de Marisol Escobar.

Para los latinoamericanos, las neovanguardias representaban ante todo una fisura dentro del modelo modernista, basado en la esteticidad, apoliticidad y autonomía del arte. Además de crear nuevas formas para vincular el arte con la vida cotidiana del público, las neovanguardias buscaron relaciones alternativas para superar la tradicional dicotomía entre “arte mayor” y “arte menor”, como lo ejemplifica el renacimiento del dibujo y del grabado.

A diferencia de Venezuela o de Argentina, donde las corrientes extranjeras como la abstracción fueron bien recibidas, la escena artística colombiana —dentro de la cual Eduardo Ramírez Villamizar, Edgar Negret y Feliza Bursztyn realizaron sus trabajos— se caracterizó por su hermetismo y su escepticismo frente al arte abstracto. Para algunos críticos como Germán Rubiano Caballero y Marta Traba, el arte moderno colombiano empezó en la década de los cincuenta, cuando el proceso creativo dejó de apoyarse sobre el objeto real para pasar a una lectura de la realidad mucho más poética y subjetiva, como se observaba, según Traba, en las obras de Alejandro Obregón. En cambio, para otros críticos como Álvaro Medina, el arte moderno colombiano comenzó en la década de los veinte con la expansión de un grupo de artistas interesados en reivindicar la tradición indígena y las actividades campesinas, conocido como el grupo Bachué. Fueron la influencia del muralismo mexicano y la fuerza de los trabajos de Ramón Barba, Hena Rodríguez, Pedro Nel Gómez, Ignacio Gómez Jaramillo, Luis Alberto Acuña, Alipio Jaramillo, las que no permitieron la completa aceptación de la abstracción dentro de la escena artística colombiana.

El realismo y, por extensión, la figuración, se impusieron en el país como los dos únicos lenguajes plásticos válidos durante los años treinta y cuarenta y comienzos de los cincuenta. Sin embargo, esta situación fue cambiando a mediados de siglo con los experimentos abstractos de Marco Ospina, Armando Villegas, Guillermo Wiedemann, entre otros.

Hacia 1965, Traba publicó un artículo en la revista Art International titulado “Colombia: Year Zero”, en el que celebró la llegada de una nueva generación. El grupo de artistas al que hacía referencia gozaba de una considerable visibilidad nacional, y algunos de ellos comenzaban a ser reconocidos en el extranjero por sus trabajos experimentales: Feliza Bursztyn, Norman Mejía, Luis Caballero, Carlos Rojas, Bernardo Salcedo, entre otros. Para Traba, la renovación del arte colombiano durante la década de los sesenta fue posible gracias al trabajo precursor e innovador realizado diez años antes por los “seis grandes maestros”.

La obra de Alejandro Obregón, Enrique Grau, Edgar Negret, Eduardo Ramírez Villamizar, Guillermo Wiedemann y Fernando Botero significó, para Traba, el final de la dictadura del muralismo y el comienzo del arte moderno colombiano. Para esta crítica de arte, ellos personificaban —al igual que los expresionistas abstractos norteamericanos— una nueva concepción del arte asentada en la subjetividad, el manejo expresivo del color y la utilización original del espacio. La ruptura originada en los cincuenta dio origen, en la década siguiente, a la configuración de una nueva escena artística alrededor de un grupo de jóvenes dispuestos a experimentar las neovanguardias (Santiago Cárdenas, Sonia Gutiérrez, Ana María Hoyos), a trazar nuevos criterios técnicos (Beatriz González, Álvaro Barrios), a manipular materiales (Feliza Bursztyn, Olga de Amaral) y a enaltecer el grabado y el dibujo (Augusto Rendón, Pedro Alcántara Herrán, Luis Paz, Umberto Giangrandi).

 

Adriana Peña Mejía

Institut d’études politiques de Paris, Francia

Acerca de esta publicación: El artículo titulado “ La ciudad de París y el imaginario de los artistas plásticos latinoamericanos ”, de Adriana Peña Mejía, corresponde a un capítulo extraído del ensayo “Historia de la escultura moderna y de los viajes culturales de artistas colombianos a París después de 1945” de la misma autora, publicado anteriormente en la revista académica Historia Crítica.

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