Cine
Por qué me gusta Breaking Bad (y por qué no puedo estar de acuerdo con Woody Allen)

Dedicado a mi ex psicoanalista G. Dessal
Capítulo uno
No soy una nostálgica.
Hace poco vi una entrevista a Woody Allen (no apunté la URL del video) en la que el director, francamente molesto y descompuesto, se quejaba:
- De que la gente ya prácticamente no va al cine. Que lo que antes era el gran público, ahora prefiere ver películas -malas, según Allen, muy malas, casi todas ellas-, en una pantalla más o menos grande en su casa, a participar de la increíble ceremonia que suponía acudir a los estrenos o escoger un clásico en blanco y negro, en el caso de Woody -y no siempre, porque también disfruto del cine norteamericano, también el mío-, japonés, chino o europeo; hacer largas colas en las taquillas (esto y lo que sigue no lo dice Woody Allen, lo digo yo); hacer cola de una hora para entrar a la sala siempre y cuando no hubieses llegado demasiado tarde y no puedas ni siquiera entrar; avanzar por los estrechos pasillos pisándole los pies a todo Dios para finalmente sentarte en la por regla general, incómoda y aún caliente butaca pegada a otras muchas butacas sin saber muy bien dónde dejar el abrigo o el paraguas o apoyar el antebrazo; acomodarte en tu butaca sin dejar de implorar porque en la fila de delante justo donde estás tú, no se siente una persona con un peinado a lo Amy Winehouse como para que no tengas que torcer cuello y espalda o poner en el asiento la prótesis para niños porque te tapa la mitad de la pantalla y los subtítulos.
- En Nueva York ya no echan películas ni japonesas ni europeas, y las suyas, las de Allen, las mantienen en cartelera entre 5 y 15 días cuando antes permanecían meses.
Entiendo el disgusto de Allen.
Lo entiendo, pero creo que su pesadumbre no lo honra.
Están ocurriendo ahora mismo cosas en el mundo que debieran preocuparle más al director -al que todos tanto aplaudimos-, que el hecho de que existan Netflix, Filmin y Prime. Debiera serle indistinto el que gocemos desde casa con esas malas películas o con algunas de esas otras buenas o muy buenas, incluidas las de Allen, que él dice que ya no echan cuando, en realidad, de esta manera, podemos verlas infinitas veces hasta la saciedad aún cuando no podamos comparar la calidad de la experiencia de ver una película proyectada en la gran pantalla con la de verla escuchimizada en el smartphone.
Es cierto que debe de haber muchas buenas viejas películas que no veremos nunca (tampoco las veíamos en los cines), y no porque exista un motivo, y habrá otras que no veremos porque sí existe un motivo: la censura se las guarda en los bolsillos.
Hay muchos temas que, en tiempos de nihilismo, en tiempos de lo políticamente correcto y de relativismo ético y cultural que cunden gracias a las modas (o normas) imperantes en los Estados Unidos, no deben ser vistas. No forman parte de lo que quiere inculcársele al “populus”.
Es de eso, mucho me temo, de lo que Woody Allen debería pre-ocuparse pero, como de costumbre, Woody Allen solo piensa en sí mismo y en su narcisimo herido. No piensa en los jóvenes (no piensa por ejemplo ni en sus hijas ni en Soon Yi), que son los receptáculos vulnerables del mensaje depravado e insistente que nos envían desde el corazón mismo de los grandes monopolios que lo manejan todo, y que no solo tiene que ver con su cine.
Capítulo dos
Pero no era solo de esto de lo que quería hablar.
Quería hablar de algo positivo de la industria audiovisual actual y de plataformas como Filmin, e incluso Netflix y Prime.
Quizás Woody Allen no vea cierto tipo de series producidas por estas gentes, porque según entiendo, esas series no son proyectadas en cines y eso supone un handicap.
De lo que quería hablar es de por qué hay películas nuevas y series que sí me gustan, como por ejemplo, en este caso, Breaking Bad.
(Yo la vi en mi ordenador, en un MAC).
Para empezar, hay que felicitar al guionista o equipo de guionistas, por el mix que han logrado entre lo colosalmente trágico y el que el espectador no pueda parar, pero literalmente, no pueda parar, de reír y de llorar al mismo tiempo.
Que no puedas siquiera irte a dormir sin desear despertarte enseguida para verte la serie completa en 8-10 días, que fue lo que hice yo: que alguien logre hacer que te ocurra eso para mí es genialidad. Y que encima el guión, la obra en sí, te lleve a las reflexiones más lúcidas y psicológicamente profundas acerca de las relaciones humanas, de lo que es para un ser humano su vida, la psicología del ser humano, no tiene calificativo.
Dice en un artículo un fan de la serie (no apunté el nombre del fan, lamentablemente): “Walter llevaba, sin ser del todo consciente, años y años cultivando en su fuero interno un fuerte resentimiento y una frustración por ejercer un trabajo vulgar muy por debajo de su talento, y por sentir que nadie, ni siquiera su familia (y menos que nadie, su cuñado Hank, al que gusta mofarse de su pusilanimidad al tiempo que aprovecha para alardear de hombría), le valora en lo que vale.”
No. No fue así. O al menos falta precisión en el análisis. Hay mucho más.
Hay una escena, al principio, casi, en la que Walter, profesor de química, en una pizarra de escuela, le explica a una alumna cosas para él muy interesantes. No recuerdo el tema.
A Walter le gustaba mucho esta alumna y eso se notaba (la alumna lo notaba, por supuesto, y todo parecía apuntar a que estaban muy cerca del romance). Pero luego esta alumna se casa con un colega o amigo de Walter, y montan juntos un multimillonario imperio a partir de una de las muchas ideas de Walter y su éxito es rotundo. Incluso llegan a ofrecerle a Walter algún empleo que él por supuesto rechaza.
Fue este sin lugar a dudas el suceso que marcó a Walter, el que lo dejó por los suelos.
Tras ser mortalmente expoliado y denigrado y dejado de lado, se casa con una mujer estúpida hasta decir basta, atorada en el más puro convencionalismo, amorfa en su manera de ser y de ver el mundo, capaz solo de llorar lágrimas de cocodrilo, que no lo valora y que lo humilla. Luego, tienen un hijo con una discapacidad. Un muy buen chico.
Walter, deprimido, como dice nuestro “fan”, abandona la docencia, la pasión de su vida, y se emplea en un trabajo vulgar en el que el jefe cuestiona su virilidad cada vez que encuentra la oportunidad, lo mismo que los clientes, que son testigos.
Luego llega el momento del diagnóstico de cáncer.
Skyler, la mujer de Walter, le dice que es urgente que se trate: para ella, en su inefable egoísmo y tiranía doméstica, y desde una perspectiva higienista, no es el ser humano ni su vida lo que importan, lo que importa es emplear lo que te resta de vida para quitar de la vista todo síntoma que revele que has dejado de ser competitivo y “socialmente aceptable.” Someterte al demagógico imperio de la técnica al precio que sea.
O como diría Alice Miller: “Por tu propio bien” (Recomiendo su lectura).
Walter no piensa igual. Intenta explicarle a Skyler que hay ciertas cosas por las que él no quiere pasar no porque sea un cobarde sino porque no le importa en lo más mínimo curarse del cáncer. Lo que realmente le mortifica es la idea de no dejarle nada a su hijo.
Muy pronto, Walter deja de hablar. Ve claramente cuán inútil es intentar hacerle entender algo a una mujer como la suya.
Aprovechando el silencio de Walter, entonces, su mujer convoca una reunión-trampa familiar para rematar las resistencias de Walter y lograr que entre todos los comparecientes convenzan a Walter de que acepte la oferta de su ex amigo (el ahora magnate a costa de Walter, marido de su ex-alumna), de pagarle generosamente el tratamiento para el cáncer. Para ellos, para todos los que acuden a casa de Walter -la hermana cleptómana de la mujer de Walter, el cuñado de la DEA y esposo de la cleptómana, el hijo que en algún momento abandona hastiado la escena (y que es el único que parece que quiere a su padre y ese sentimiento es recíproco, como se ve a lo largo de toda la serie)-, Walter es un incapacitado mental y se lo hacen notar abiertamente. Es decir, la denigración no puede ser más grande.
Pero antes hay una escena que prefigura todo lo que luego ocurrirá, en la que están Walter y su mujer en una tienda comprándole ropa al hijo. Una banda de bullies se la toman con el hijo y, para asombro de su esposa, sin rendirle cuentas esta vez, Walter se hace cargo de la situación y pone coto a la banda de sinvergüenzas.
Esto y raparse (no hay necesidad de esperar a que se te caiga el pelo por efecto de la quimioterapia), y dedicarse a fabricar y vender droga, son la misma cosa.
Es decir. Esta serie no trata del bien y del mal encarnados en Walter como Jekyll y Hyde. O sí lo es, pero no en el sentido que le quieren dar. Todo el asunto de la droga, no es sino una excusa magistral para que veamos dónde reside el mal: en la imbecilidad de todos los que rodean día a día a Walter y a los que él les dará la lección de sus vidas: porque no es la salud física lo más importante, sino lo que guía nuestras vidas (no es salvarse del COVID lo más importante, sino cómo nos comportamos, cómo somos, qué sentimos, mientras estamos a salvo o mientras nos contagiamos). El sentido que le damos a nuestra vida, nuestra función en esta vida es lo más importante: y la función de Walter era la de enseñar.
No por nada vemos, como broche final a esta larga historia y como magnífica lección del que no es sino un gran profesor, a un Walter reconvertido en “terrorista”, haciéndoles a su fingida ex alumna y su “magnánimo” marido, una “unexpected visita”: viéndose reducidos a lo que en verdad son, un par de maleantes, son conminados a transferirle al hijo de Walter todo el dinero conseguido sin que de ningún modo se entere de dónde le cae.
Sabemos muy bien, los que hemos leído algo de historia, a qué condujo la humillación de Alemania gracias al Tratado de Versalles (no lo justifico, pero).
No se debe humillar ni menospreciar jamás, ni a una nación, ni a una persona. A las personas se las debe respetar.
Y en cuanto a Woody Allen, quizás le hubiera venido bien desmelenarse y enfrentarse de una vez por todas a sus cientos de psicoanalistas que, o no lo trataron, o no lo trataron convenientemente.
Y nosotros sabemos que Woody lo sabía, porque en Zelig (una de sus mejores películas), nos muestra claramente en qué consiste un buen psicoanálisis. Y también porque lo dijo en varias entrevistas: dijo (no apunté la URL…), que mientras que el psicoanálisis te invita a sumergirte en tu inconsciente, lo que en la práctica sucede es que te quedas en la superficie. Esto no se debe en sí al psicoanálisis, sino a la (generalizada) mala praxis.
Pero no voy a entrar ahora a analizar lo que le ocurrió a Woody Allen con Mia Farrow, ni con su hijastra, Soon Yi, ni con el psicoanálisis. Quizás diga algo al respecto la próxima.
Pero sí diré que la situación de Woody Allen con Soon Yi (he podido ver un video en el que los grabaron, aquí en Europa, juntos, sentados a una mesa, comiendo), es muy parecida a la de Walter con Skyler, es decir, denigrante, demagógica y paternalista. En la escena grabada solo faltaba que Soon a Woody, le pusiera un babero para que no se manchara la camiseta blanca que llevaba (lo que viene a ser lo mismo que intentar “protegerlo” de un cáncer).
Hay cosas, yo creo, que nadie tiene por qué aguantar. Lo que hay que hacer es, o bien desmelenarse, o bien raparse el pelo y salir “a matar”.
Exactamente como en Breaking Bad.
Liliana Kancepolski
Sobre el autor

Liliana Kancepolski
Verdades como puños
Liliana Kancepolski (Buenos Aires, 1962). Lic. En Psicología Clínica (UOC) y B.A. en Diseño Gráfico por la Bezalel Academy of Fine Arts and Design, Jerusalem, Israel. Escritora de literatura infantil y para adultos, investigadora y ensayista, artista plástica, fotógrafa e ilustradora. Reside actualmente en
Barcelona y desde hace 38 años en España.
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