Cine

Los reyes del mundo tatúan la niebla

John Harold Giraldo Herrera

26/10/2022 - 21:20

 

Los reyes del mundo tatúan la niebla
La película Los reyes del mundo de Laura Mora expone las realidades de la propiedad de la tierra en Colombia

 

Resulta poético divisar en medio de la niebla. ¿Qué habrá más allá? La bruma no puede tatuarse, o quizás sí, los ojos atraviesan los resquicios de esa espesa capa blanca, apenas titilante de azules o verdes, por la luz que ingresa y los ojos perdidos entre esa condensación. Que una película colombiana haya dado lugar a lo derruido y a los nadies, como Los reyes del mundo, es un modo de des-posicionar a quienes han ejercido de jinetes y han estado coronados por sí mismos, mientras los demás se condenan a un juicio social –nunca solicitado- del abandono. Colombia requiere altas dosis de memoria, en todos los niveles y de todo tipo. Y el cine, desde la mirada de Laura Mora, nos ofrece un banquete de gasolina rociada sobre el cuerpo, muy próximo a la candela.

Cinco jóvenes, cada uno con sus grietas acumuladas por vivir en el borde del precipicio, emprenden una travesía que los conectará con su pasado, con las huellas inciertas del porvenir, con la cuerda que buscan para colgarse de la existencia. La película es un detonante, se nos involucra en la carne y en las honduras de nuestras cavidades. Un recorrido absorbente, cuyo eje es el crujido de una tierra impugnada por los expropiadores de la esperanza. Cinco corceles sin freno y perdidos en la gran ciudad de Medellín, debajo de los puentes, donde se ondean los machetes a cambio de un espacio de anden para dormir, o donde se incuba el germen del fracaso político, van volando entre sus proyecciones oníricas y sus desposeídos trajes hacia la ruta de asistir a la devolución de unas tierras. Una película de cruces, de irnos hacia el esplendor de las montañas, de los parajes monumentales de una naturaleza imponente, con la mirada sin aciertos y desprendida de esos brinca abismos.

Ra recibe la noticia del proceso de paz: le serán devueltas las tierras de su abuela, por la que murió su mamá esperando y que ahora se le otorgan como parte de resarcir los daños a su familia. De inmediato, acoge en su lecho a quienes ha convivido en lo marginal de la selva de cemento y huyen despavoridos como si hubiesen conquistado un nuevo mundo. El cine colombiano ha narrado una y otra vez ese hecho crucial de inequidades: el reparto de la tierra o la ilusión de poseerla. Carlos Gaviria hizo algo parecido, no tan estallante y simbólico, en Retratos de un mar de mentiras (2010) y también son jóvenes los que van en busca de ese idilio, por medio de la carretera entre Bogotá y la Costa Caribe. No muy lejos La Sirga de William Vega, nos muestra como en la laguna de La Cocha, una mujer desplazada de su entorno, carga el territorio en sus huestes, desde la nostalgia de haber sido desplazada. También es crispante la lucha de la mujer que se aferra a su terruño La tierra y la sombra (2016) de César Acevedo, quien deshace el fantasma de su pasado al configurar la historia de vida de su madre.

Los reyes del mundo nos involucra desde la piel y los pocos síntomas que se activan de dignidad, en el viaje, donde los que menos tienen van luchando a muerte por un espacio y se encuentran con otros que se hacen los locos para que los demás no los marginen más o los dejen ser, porque así se convierte en ley, en medio de las jaurías que devoran el paisaje y aplastan el devenir de los demás, léase la plaga de paramilitares y terratenientes quienes han causado el desollante filo de la desigualdad. Hay que decirlo, en términos de tierra, según el análisis de Oxfam, el 1% de las fincas posee el 81% de las tierras, en otras palabras, hay fincas –poquísimas- con más de dos mil hectáreas, y millares en microlatifundios. Con una sola finca que se repartiera en justicia y dignidad, dos mil familias de campesinos podrían recuperar un modo de vida justo. Los reyes del mundo cabalgan con la mirada encima, de un mundo hermético, donde la palabra buscar o recuperar lo propio puede ser la horca o el paso hacia la caída de la desgracia.

Laura Mora nos explora, ella nos revienta con su forma de hacer cine. En esta película nos compenetra con esos cinco jóvenes, todos menores, menos Ra, quien apenas alcanza un poco más de juicio para ver por el cristal empañado de sangre y carcomido por los impulsos de quienes doblegan y nosotros espectadores no alcanzamos la mayoría de edad para comprender lo que vemos. Nos instaura en sus bicicletas hechas también para surcar los aires y enfrentarse a los peligros de las bajadas, mientras una cuerda es apenas el sostén para no perecer o aumentar la adrenalina, casi unos kamikazes de la nada. Saltan al vacío frente a una golosina que los cautiva o una promesa que se sabe no será cumplida.

Contar una historia supone asumir un modo de ver el mundo, de narrarlo y dejarlo al garete de quienes oscilan entre el espectáculo de una narrativa y las tramas insinuadas. Eso es, no fue necesario hacer un panfleto sobre el acabose, sino un poema, uno con aromas y texturas, con la piel desgarrada del que es blandido por una navaja. Muchas grietas, varios cuerpos rociados con gasolina y a cada paso el fósforo prendido o la candela a visor. El odio se asoma con un cuerpo delirante y repleto de rabia, que amaga con acabar con todo sin importar las consecuencias. No es extraño que haya logrado la película La concha de oro, en el prestigioso festival de cine de San Sebastián. Podrá ganar más premios, aunque el mejor sea que mucho público la vea.

Los símbolos acogidos por Laura van desde un caballo como si fuera el transporte para ir a donde se quiere llegar, más unas ausencias asfixiantes: no hay madre, no hay padre, no hay hermanos, no hay lazos sanguíneos, solo destellos de afectos, una cuerda diminuta que nos puede bajar por medio de la espesa niebla, una cuerda sin nudos y desgastada por los pasos de un viaje que en cambio de, ascenso, encuentra su contrario.

Los actores quienes se interpretan a sí mismos, también dejan de ser espectros o quizás se reconozcan como tales, y eso alcancen a dimensionar. Podría de nuevo ponerse la idea de que en Colombia uno nace muerto, y allí de nuevo Felipe Aljure, con su odisea narrada por un joven fallecido, El Colombian dream (2006), cobra el valor de un muerto insepulto, sólo que este –que son cinco y todos los que les rodean, incluidos nosotros- busca un resquicio para mirar en medio de la niebla y no tiene otro lugar que su frontera de miedos y esperanzas, aunque sea la sombra de una tierra negada. El personaje cree que todos están dormidos, menos él, pero puede ser que no siquiera se encuentren, incluso tampoco él.

Aún luego de días de haberla visto. La niebla me abruma, siento que Los Reyes del mundo es la película contada con tan especial modo que nos aturde, nos deja en un desequilibrio. Uno se adentra en cada personaje y lo estalla. Lo que crea el cine colombiano es un universo poético tan poderoso, que luego de ver esta película seguirá recorriéndonos como el retrato de un mar de mentiras, como la memoria que acumula todos tus muertos. Se parece a La Sirga y va dejando los tonos de una estrategia que ya no tiene caracol. De un soplo de vida que divaga en el no horizonte. Me permito seguir en la niebla y allí veo una cuerda.

 

John Harold Giraldo Herrera

haroldgh@utp.edu.co

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