Educación
Academia, académicos y mortales

La pose de académicos que muchos profesionales e intelectuales asumen, se constituye en una barrera para entablar comunicación dialógica con personas del común, esto dificulta el diálogo de saberes, máxime cuando el que posa de académico se siente dueño y señor de la palabra y la verdad, negando, de hecho, que hay saberes populares que, a veces, o más bien muy a menudo, están por encima del saber académico y, lo peor, no concederle el derecho a la palabra, la opinión y la participación a quienes no cataloga como sus pares.
A propósito del tema, me puse a esculcar, grosso modo, el origen del término académico y encontré hurgando en la Internet que proviene del héroe ateniense Academo. Según la versión más conocida, éste era un héroe ático, hijo de Gea (la Tierra) o de un rey local. Se le consideraba un protector de la región y se le dedicó un bosquecillo sagrado a las afueras de Atenas. Algunas historias lo presentan como un amigo o compañero de Teseo, el legendario rey de Atenas. Se dice que ayudó a Teseo a derrotar a los Dioscuros (Cástor y Pólux) en una batalla.
Otros historiadores dedicados a los mitos griego cuentan que Academo intervino cuando Los Dioscuros (Cástor y Pólux), hermanos de la doncella raptada por Paris, llegaron a Atenas buscando a Helena y, ante la respuesta de los atenienses que negaban que ella estuviera en su ciudad, los hermanos ofendidos amenazaron declararle la guerra, es ahí donde interviene este personaje y le informa que ella está en Afidnas. En recompensa, los dos hermanos exceptuaron de la conquista la tierra perteneciente a Academo, a orillas del Cefiso, a 6 estadios de Atenas. Con el tiempo la posesión de éste se convirtió en un jardín de olivos que tomó el nombre de Academia, derivado del de su poseedor. En dicho paraje, dicen los libros, se reunían Platón y sus discípulos a conversar sobre diferentes puntos de filosofía, lo cual hizo dar a su escuela el nombre de Academia.
En el siglo IV a.C., el filósofo Arístocles de Atenas, apodado Platón, fundó su famosa escuela en el bosquecillo de Academo. Por ello tomó como nombre “La Academia”, y se convirtió en un centro de enseñanza e investigación de gran prestigio en el mundo antiguo. En cuyo frontispicio, dice la historia, tenía esta inscripción: “Nadie entra aquí si no sabe geometría”. En ella se enseñaba aritmética, geometría, astronomía, música y dialéctica.
A este centro de estudios llegó como aprendiz, nada más ni nada menos que Aristóteles, al que su maestro Platón lo apodó “El Lector” por su desaforada afición al saber y la lectura. Aristóteles no solo fue discípulo de Platón en la Académia, sino, que también enseñó en ella por más de 20 años, hasta que a la muerte de Platón le obligó a viajar y, en su trasegar, fue maestro de Alejandro Magno, al que le enseñó, entre otras materias, la geografía.
Aristóteles regresa a Atenas y funda su propia escuela, la que llamó El Liceo, el que se convirtió en un centro de enseñanza y aprendizaje para muchos jóvenes atenienses y extranjeros. Se destaca su método de enseñanza, en el que se promovía la idea de que el conocimiento se adquiere a través de la observación y la experiencia directa. Esto implicaba que los estudiantes participaran en discusiones y debates, realizaran experimentos y llevaran a cabo investigaciones para profundizar en su comprensión de los diferentes temas, entre ellos la filosofía “La Metafísica” y La ética a Nicómaco”.
La palabra «academia» se utiliza hoy en día para referirse a cualquier institución de enseñanza superior, en gran parte gracias al legado de la Academia de Platón, y de ella se deriva el término académico, que indica el medio de la erudición sobre una disciplina o ciencia en particular, lo mismo que a la persona, profesional dedicada al estudio o enseñanza de tales disciplinas.
Los académicos son reconocidos por su sapiencia especializada, por la publicación de artículos, los que deben ser publicados en revistas científicas indexadas; por la publicación de libros sobre temas especializados y tratados con el rigor científico de investigación que exige la academia. Es bueno anotar que, para ostentar la calidad de académico, también se tiene en cuenta, entre otras, que sus artículos y textos sean citados en otros textos de igual envergadura (tesis de grado, trabajos de investigación, etc.), y, sobre todo, que hayan ejercido la cátedra en universidades de prestigio con la conducción de un saber especifico. Es decir, ser académico es un reconocimiento que “otros” le hacen al saber sapiensal de una persona sobre un área específica. No obstante, lo anterior se ha reconocido como académico a personas sin tantos pergaminos universitarios, que han descollado por su saber y aporte a una disciplina, como ilustración cito algunos casos: Newton entra con un mediocre examen a Cambridge; Pasteur era apenas pasable en química; Edison, durante los pocos meses que estuvo en el colegio, ocupó el último puesto, y Einstein no logró pasar el examen de admisión de la Universidad de Zurich. Otros de esta era Steve Jobs, Bill Gates que abandonaron sus estudios universitarios. Etanislao Zuleta no terminó la secundaria. Gabriel García Márquez, Juan Gossain, sin estudios profesionales en periodismo y sin ninguna profesión.
A principio de año, fui invitado por la Universidad del Magdalena a una reunión en la población de El Banco, con personas de la Depresión Momposina (Educadores, investigadores, historiadores, gestores culturales, artesanos, etc) y, en dicha reunión dirigida por los académicos Jorge Enrique Elías Caro como vicerrector de dicha universidad y el sociólogo Edgar Rey Sinning, reconocidos catedráticos con abundantes reconocimientos por sus libros, artículos, catedra, charlas y aportes al saber y a la investigación, se tocó el punto de, ¿por qué, no se receptaba por parte del pueblo la producción investigativa de las universidades? La respuesta que dimos fue: el lenguaje académico es lejano al saber popular, lo transforma, lo manipula y malogra, por tanto, es un lenguaje ajeno que pone barreras al intercambio y diálogo de saberes.
Hoy en día, en Valledupar, en cualquier foro o conversación cotidiana, algunos profesionales utilizan palabrejas rebuscadas del uso académico, latinajos y eufemismos no necesarios, teniendo en cuenta lugar, tema y asistencia. Esta práctica por parte de algunos profesionales con reconocimiento en su profesión, pues han demostrado lustre en el ejercicio de la misma, y que no necesitan sacar pecho con soberbia sobre sus conocimientos, sin embargo, es común encontrar en algunos de ellos, personajes con el prurito de “académicos” que pontifican sobre lo divino y lo humano y descalifican de plano a los demás mortales del “común” que se atreven a dar un concepto personal sobre el tema que se trate en el foro o conversación. Ellos asumen una pose altisonante, soberbia y ridícula que entraña el “blanqueamiento cultural” y a veces racial en esa “mimesis” imitativa de clase dominante tipo “De la Espriella” y que solo les falta posar para la selfie como esa escultura famosa del francés Auguste Rodin conocida como El pensador (Le Penseur, dirían ellos).
Lo anterior me recuerda lo vivido a finales de los años 60 en que cursábamos el bachillerato en La Escuela Agropecuaria de Tamalameque y nos debatíamos en las áreas agropecuarias y biológicas aprendiendo los nombres técnicos de los cultivos, de los cuales debíamos aprender su escritura y pronunciación correcta, José Ricardo y Horacio, estudiantes de tercer grado (cursábamos hasta cuarto, hoy noveno de bachillerato), para practicar la pronunciación llegaron a la tienda del barrio y Horacio pidió: -«Señora Guillerma, hágame el favor y me despacha Una libra de Oryza sativa, media de Lycopersicon esculentum, dos papeletas de Coffea arabica y media libra de Allium cepa» -- La señora Guillerma con el seño fruncido le dijo --«¡Mira pelao, vaya a joder a otra tienda que aquí no se habla inglés!»
En nuestra provincia pareciera que no fenece la frustración de no haber tenido una academia y que el Liceo más cercado estaba en Santa Marta, como lo ha narrado Escalona en su canto.
Diógenes Armando Pino Ávila
Sobre el autor

Diógenes Armando Pino Ávila
Caletreando
Diógenes Armando Pino Ávila (San Miguel de las Palmas de Tamalameque, Colombia. 1953). Lic. Comercio y contaduría U. Mariana de Pasto convenio con Universidad San Buenaventura de Medellín. Especialista en Administración del Sistema escolar Universidad de Santander orgullosamente egresado de la Normal Piloto de Bolívar de Cartagena. Publicaciones: La Tambora, Universo mágico (folclor), Agua de tinaja (cuentos), Tamalameque Historia y leyenda (Historia, oralidad y tradición).
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