Gastronomía

Vinagre casero

Diógenes Armando Pino Ávila

14/08/2020 - 06:30

 

Vinagre casero

 

Como una reina en su trono, en las sencillas y modestas mesas de comedor de los pueblos del Caribe Colombiano, sin importar credo, raza, condición humana y económica de las familias, siempre había en el centro de dichas mesas una botella de vinagre casero, vinagre criollo le decían también, su contenido estaba formado básicamente por agua, sal y panela, cebollas picadas en cuadritos, ajo previamente machacado,  un poco de pimienta negra molida, ajíes picantes o dulces según el gusto, los demás ingredientes variaban y varían de acuerdo al gusto y las costumbres.

Olvidaba decirles que la botella que contenía al vinagre, denotaba, de alguna manera, la condición social y económica del dueño de la casa, ya que los adinerados se preocupaban de envasar su vinagre en botellas vistosas, generalmente botellas de brandi o wiski, bebidas que las clases populares no consumían, mientras que el pueblo-pueblo utilizaba botellas normales.

Al sentarse a manteles, después de bendecir los alimentos, la familia esperaba que uno de los mayores, como si fuera un ceremonial, destapara la botella del vinagre y escanciara en su comida un poco de ello, a partir de ahí, de acuerdo al gusto de los comensales, utilizaban dicho aderezo, principalmente en el sancocho o caldo. En otras casas, la botella la mantenían en la cocina y cuando preparaban los alimentos, había un momento de la preparación donde le agregaban el vinagre a los alimentos de acuerdo al gusto de quien cocinaba.

El vinagre criollo, tenía su picor de acuerdo al gusto de la familia, en algunos casos sólo era para el sabor, mientras que en otras eran de un picante subido al que algunos paladares no resistían. Ese picor obedecía al tipo de ajíes utilizados y a la cantidad de los mismos. En mi pueblo, tiene fama como el más picante, un ají de monte que nuestros campesinos llaman “güevo de perro”. Antes había varias personas que lo fabricaban para venderlo en el consumo local, pero con el paso del tiempo y la muerte de nuestros mayores ha desaparecido esta costumbre. En mi pueblo sólo queda una persona que lo prepara para la venta, se llama Ana, pero como su esposo es de nombre Teófilo y todos le decimos “Chopo”, entonces, a ella, para diferenciarla de las demás Anas del pueblo, la llamamos “Ana Chopo”, para mi gusto ella prepara para la venta el mejor vinagre casero de mi pueblo.

A propósito de vinagre y picante, me viene a la memoria una anécdota de por allá a mediados de los  80, cuando llegó a Tamalameque una compañía mexicana de nombre Protexas, regentada por ingenieros mexicanos, para modernizar el oleoducto “Caño Limón-Coveñas”. Todos conocemos el gusto del mexicano por el chile, pues ellos llegaron a mi pueblo y arrendaron una casa para oficinas en un local donde siempre había funcionado unos billares llamado “El Bar Decano”, su nombre provenía del apodo del dueño, Don Paulino Robles, al que todos lo llamaban “Cano”, pues don Paulino o Cano, en una parranda en el quiosco de Ester Castaño, para descrestar a sus contertulios, abrió la botella de vinagre y extrajo dos ajíes y se los introdujo en la boca y al masticarlos decía que no picaban nada, no había terminado de hablar, cuando los ojos se le pusieron rojos y le comenzó una hinchazón en los labios, que le hizo escupir los ajíes y correr al grifo a lavarse con abundante agua la boca, ante la mamadera de gallo de los asistentes.

Otro caso digno de contar antes de terminar el texto, es el de Ramiro Villamizar con un Agrónomo pastuso, que era profesor del colegio Agropecuario de mi pueblo, al cual le gustaba pedir de todo lo que veía comiendo a sus amigos. En el mismo quiosco de Ester, parrandeábamos una noche, Ramiro con hambre salió a la esquina y regresó con dos tamales envueltos en hojas de bijao, los destapó y, cuando iba a comenzar a comer, divisó por la puerta de la calle que se acercaba el agrónomo, nos contó de la manía del tipo, tomó la botella del vinagre y roció con profusión sus tamales, dejando caer varios ajíes, los que revolvió hasta ocultarlos en la comida y, preciso, entró el agrónomo saludó a todos, se quedó mirando los tamales y le dijo, «Don Ramiro invíteme», a lo que Ramiro, simulando un gesto de desprendimiento, se levanta de su asiento y le dice «Siga doctor, son suyos», el agrónomo se sienta, toma la primera cucharada, lo saborea y dice con gracias «y picanticos como a mí me gustan», todos soltamos la carcajada, pero Ramiro muy serio se lo llevaban los diablos.

 

Diógenes Armando Pino Ávila

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Sobre el autor

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Caletreando

Diógenes Armando Pino Ávila (San Miguel de las Palmas de Tamalameque, Colombia. 1953). Lic. Comercio y contaduría U. Mariana de Pasto convenio con Universidad San Buenaventura de Medellín. Especialista en Administración del Sistema escolar Universidad de Santander orgullosamente egresado de la Normal Piloto de Bolívar de Cartagena. Publicaciones: La Tambora, Universo mágico (folclor), Agua de tinaja (cuentos), Tamalameque Historia y leyenda (Historia, oralidad y tradición).

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