Historia

Tamalameque en la ruta de la Comisión Corográfica: Un gran testimonio de valor histórico

Luis Carlos Guerra Ávila

27/10/2025 - 07:20

 

Tamalameque en la ruta de la Comisión Corográfica: Un gran testimonio de valor histórico
Último recorrido de Agustín Codazzi y la ciudad de Tamalameque / Fotos: archivo PanoramaCultural.com.co

 

Apreciados lectores, en el curso de mis investigaciones tuve el privilegio de hallar unos escritos inéditos de Manuel Ancizar, donde el ilustre viajero narra con detalle su travesía por la región de Tamalameque al lado del insigne Agustín Codazzi.

“La Peregrinación de Alpha: por la Provincias del Norte de la Nueva Granada 1850-51” es una colección de memorias de viaje, escritas por Manuel Ancizar durante su participación en el primer año de la Comisión Corográfica (1850-1851) por las ocho provincias del norte: Vélez, Socorro, Tundama, Tunja, Soto, Ocaña, Santander y Pamplona. La Peregrinación empezó a publicarse en la sección variedades del Neogranadino a partir del 21 de mayo de 1850 (N° 92), hasta el 21 de diciembre de 1851 (N°188). Posteriormente, todos los artículos fueron recopilados y publicados bajo el título de Peregrinación de Alpha por la imprenta Echeverría Hermanos en 1853”.

He aquí los apartes del libro:

“”Saliendo de Aguachica, se toma hacia el occidente en busca del Puerto Nacional, que dista poco más de dos leguas y baña la extremidad de sus calles en los derrames del Magdalena cuando crece, por ser muy bajas las tierras marginales. Así es que, caminando hacia el río, no se le ve, pero se presiente su inmediación por un olor parecido al de las cercanías del mar y por el resplandor del horizonte, que indica la reflexión viva de la luz sobre la ancha superficie de las aguas. A los grandes árboles suceden los matorrales tortuosos, y el piso cruje como los arenales bajo el casco de las cabalgaduras.

De repente, aparecen las primeras casas del pueblo, dispuestas en dos calles que van a terminar en la plazuela, indicada por el modesto campanario de la iglesia. Los varios matices de que es susceptible la piel humana tienen allí sus representantes, desde el blanco pálido hasta el ébano reluciente. Iban y venían bogas, arrieros, comerciantes, empleados, todos sudando: los unos en mangas de camisa, los otros con chaquetillas o ruanitas blancas. Mujeres arrastrando chinelas, moviéndose con dejadez, suelto el leve pañuelo sobre los hombros y pendiente de la cintura el traje del camisón, lo cual es una demostración de confianza y vecindad que afectan las ciudadanas de sangre africana o cruzada, sea por manera de reclamo, sea por el calor excesivo que no consiente ropas ceñidas.

Las casas pajizas, blanqueadas y abiertas; las tiendas de licores y comestibles; los almacenes llenos de fardos y cajones con letreros que manifestaban su procedencia ultramarina; bongos varados en la ribera; canoas pasando a lo lejos, impulsadas por la palanca del robusto y desnudo boga; todo esto formaba un cuadro especial y demostraba la vida y costumbres de una población traficante, alegre y confiada en los pródigos dones de la tierra y del inmediato río.

“La Concepción de Puerto Real” nació por sí misma, a virtud del pequeño comercio que hacía Ocaña con los pueblos del Magdalena, y para 1790 estaba inscrita en la lista de los curatos de tercer orden. La emancipación del Virreinato y la casi libertad mercantil que produjo cambiaron el nombre de la parroquia por el que hoy lleva, y mejoraron su condición, al punto de haber alcanzado la importancia de un pueblo considerable, con 420 moradores y una escuela rutinera en que se aburren veinte niños.

El clima es sano, como lo prueba el movimiento de población en 1851, contándose en él sesenta y siete nacimientos y solo seis defunciones. Hay ciento cuarenta y tres párvulos y jóvenes menores de quince años, y ciento treinta y dos mujeres, de las cuales veintiséis son casadas, lo que denota una rara fecundidad, gracias al abundante consumo de pescado.

No queda el pueblo inmediatamente sobre el Magdalena, sino a mil seiscientas varas de lo que llaman Brazo de Ocaña, pues en aquel punto el río divide la grande isla de Morales. Hallase inmediata la ciénaga de Muñí, que en las crecientes desborda, vertiendo el exceso de su prestado caudal por un caño cuyo incierto cauce permite el ingreso de las embarcaciones pequeñas hasta el poblado, no sin esparcirse en los alrededores y formar pantanos, de donde proceden las fiebres periódicas que dan fama de insalubre al puerto.

Por entre el laberinto de árboles medio sumergidos empezamos a navegar en una barqueta, que ora obedecía sin tropiezo al empuje de la palanca, ora rozaba con lentitud.

 Las grandes hierbas se plegaban, haciendo brotar mil burbujas de aire al remover el cieno del fondo. Las ramas, de uno y otro lado, se inclinaban en arco hasta mojar su extremo en el canal, y era menester pasar agachados debajo de ellas y muy cerca de los colgantes avisperos, cuyo alboroto es una verdadera catástrofe para el transeúnte, colocado entonces entre el aguijón venenoso de las avispas y la trompa voraz del sauriano que acecha su presa bajo la canoa.

Salimos por fin al río, pleno, majestuoso, amarillento, llevando en calma sus dormidas ondas, que baten, como en tiempo de la conquista, el alto y solitario bosque de las riberas, o rielan cuando las corta a lo lejos el vigilante caimán dirigiéndose a la playa.

Navegadas doce leguas hacia el norte, se encuentra la boca de un caño cenagoso que los bogas saludan risueños, diciendo al pasajero con cierto aire de satisfacción: «¡Tamalameque!».

La primera vez que aparece este nombre en nuestra historia es en el año de 1530, al referir la invasión que desde Coro hizo el sanguinario alemán Ambrosio de Alfinger, el cual, combatiendo contra un campamento de indios en la ciénaga Zapatosa, tomó prisionero al jefe llamado Tamalameque, personaje muy respetado en aquellas comarcas, y a quien decían señor de un pueblo grande, situado algunas leguas río arriba; pueblo que, en efecto, halló y saqueó brutalmente Alfinger.

Seis años después descansaba en el mismo lugar Gonzalo Jiménez de Quesada, con la mente llena de ideas de conquista y la firme resolución de llevarlas a cabo subiendo el Magdalena, sin saber dónde lo llevaría la fortuna o la adversidad.

Hay parajes predestinados a sufrir la devastación de la guerra, como si, por una fatal atracción, llamaran sobre sí la furia de las contiendas: tal fue Tamalameque, entrado a saco y bañado repetidas veces en la sangre de sus naturales, hasta quedar asombrados y dispersos. Pero aquel nombre no debía perecer, y los conquistadores lo perpetuaron fundando lo que entonces llamaban ciudad, que ni aun por eso pudo estarse quieta en el asiento que le daban.

«Ocupó tres sitios diferentes: el primero, a orillas del río Grande, frente a la villa de Mompós, elegido en 1545 por el capitán Lorenzo Martín; el segundo, un poco más arriba, en las sabanas que hoy se llaman de Tamalameque Viejo, adonde, en el año de 1590, la trasladó Fernando Álvarez de Acevedo; y el tercero, en las sabanas de Chingalé, tomadas para ello en 1680.

La razón de aquellas mutaciones la daban los vecinos antiguos, y fue que tenían por cura al licenciado Bartolomé Balzera, de natural intrépido, quien, cuando se enojaba con los regidores porque no le daban gusto, hacía cargar las imágenes de la parroquia y las campanas, levantaba altar portátil para celebrar, colgaba las campanas de algún árbol y mandaba repicar la víspera de fiestas, de modo que los vecinos se veían obligados a trasladar sus viviendas para cumplir con el precepto.

Como los paramentos de la iglesia eran cortos, ésta y las casas de los vecinos, de paja, se perdía poco en la intrepidez del cura y en la cortedad de los feligreses, que con facilidad se movían por no contender con su párroco ni desagradarlo.»

Penétrase por el caño arriba mencionado, y al subir dos millas aparecen los ondulantes penachos del cocal que anuncian el pueblo, situado sobre la llanura bastante alta, seca y arenosa. Una calle de humildes casitas y varios ranchos regados en contorno componen lo que antes se llamó ciudad, hoy mansión de negros que viven perezosamente mientras sus mujeres tejen las pintadas esteras llamadas de Chingalé, por el nombre de la sabana donde se crían las palmas con cuyos cogollos las fabrican.

Nótanse junto al pueblo algunos vestigios de mayor caserío, restos de lo que fue después que el intrépido Balzera lo dejó tranquilo. El distrito de Tamalameque tiene setecientos veintiséis habitantes, entre ellos muy pocos blancos, y su población aumenta con lentitud, pues en el transcurso del último año apenas excedieron en ocho los nacidos a los muertos.

Sostiene tres escuelas con veinticuatro niños de ambos sexos, que aprenden a leer, escribir y rezar, mas no aprenderán a vestirse, porque el ejemplo de sus padres lo impedirá siempre.

La llanura es bella, y la riegan varias quebradas que vienen de los cerros del oriente, pero no es fértil, hallándose además obstruida con innumerables torreoncillos de dos a cuatro metros de altura, labrados en forma de pan de azúcar por el comején de tierra, y distribuidos a manera de campamento hasta perderse de vista.

En las depresiones por donde corren las quebradas hay bellos bosques, muy abundantes en la palma que suministra el material para las esteras, principal y acaso única industria de los naturales: gentes poco ambiciosas y contentas con pasar los días a la sombra de los cocos o bailando al son de tamboriles, libres de pesares y exentos del hambre.

Iguales costumbres y la misma condición mantienen los pueblos de San Bernardo y Simaña, situados el primero a siete leguas y el segundo a ocho al sur de Tamalameque, y cerca del Magdalena, comunicando por tierra con las poblaciones agricultoras de la serranía.

La suerte futura de aquellos pueblos depende de la actividad que el comercio y la navegación adquieran en el río, pues carecen de elementos propios para salir de la semi-barbarie que los paraliza: vegetan, pero no viven; nada los mejora ni los estimula, y las nuevas generaciones son una fiel copia de las pasadas en hábitos, imprevisión y negligencia.

La provincia de Ocaña reúne muchas circunstancias favorables, y parece destinada a florecer por la agricultura y el comercio, pues el Magdalena en el occidente y el Catatumbo en el centro le presentan sus cauces navegables para comunicar con nuestro mar ístmico y con el lago y golfo de Maracaibo.

Comprende todos los climas y las correspondientes diferencias de salubridad. Así, en las serranías elevadas, que a veces alcanzan la altura de los páramos, el temperamento es frío y sano, como sucede en el ramal que corre paralelo al Magdalena, ofreciendo lugares fértiles y excelentes para colonizaciones europeas.

En las llanuras extendidas al pie de este ramal, y limitadas por el gran río, el temperamento es cálido, y los miasmas que se levantan de las ciénagas y pantanos producen fiebres intermitentes, peligrosas para el extranjero, quien además, tendría que sufrir el tormento de los zancudos y jejenes que pueblan el aire en las tierras periódicamente sumergidas. Con el transcurso del tiempo y la mayor población, abatido el bosque y desaguados los pantanos, desaparecerán estos inconvenientes, y las mencionadas llanuras serán el criadero de numerosos rebaños que alternarán con haciendas de café y caña, fundadas en las faldas de la serranía.

Las riberas del Carate y el Catatumbo, oscurecidas con selvas donde los despojos vegetales fermentan bajo un sol abrasador, son malsanas y húmedas en extremo, por no circular libremente el aire a través del espeso y entretejido follaje que sobrecarga el suelo. Ellas suministrarán a la industria preciosas maderas de construcción y adorno, resinas y bálsamos fragantes, cuyas virtudes apenas comienzan a ser conocidas.

Los moradores son dóciles, nada fanáticos, benévolos y honrados, y todos con alguna ocupación que les da para vivir desahogadamente. Comprueban aquellas dotes las listas de delitos cometidos en el año de 1850, suministradas por los archivos de los tribunales: un asesinato, nueve riñas, cuatro hurtos, siete faltas menores y seis casos de abusos de autoridad; nada significan para una población de 23.500 individuos, regidos más bien por su buena índole que por los preceptos legales, cuyo imperio no llega hasta los vecindarios situados en las extremidades del vasto territorio.

El más frecuente delito era el “fraude a la renta del tabaco”, es decir, la colisión del trabajo impecable y del odioso monopolio que lo perseguía como acto ilegítimo. Treinta desgraciados, entre ellos siete mujeres, fueron penados en el último año que rigieron las tiránicas leyes del estanco, abolidas ya por fortuna para la moral y la industria de la clase jornalera.””

Fuente: Manuel Ancizar documentos inéditos conservados en la Universidad Nacional de Colombia y el Banco de la República (transcripción al castellano de hoy, respetando la estructura y el lenguaje original).

 

Luis Carlos Guerra Ávila

Sobre el autor

Luis Carlos Guerra Ávila

Luis Carlos Guerra Ávila

Magiriaimo Literario

Luis Carlos "El tachi" Guerra Avila nació en Codazzi, Cesar, un 09-04-62. Escritor, compositor y poeta. Entre sus obras tiene dos producciones musicales: "Auténtico", comercial, y "Misa vallenata", cristiana. Un poemario: "Nadie sabe que soy poeta". Varios ensayos y crónicas: "Origen de la música de acordeón”, “El ultimo juglar”, y análisis literarios de Juancho Polo Valencia, Doña Petra, Hijo de José Camilo, Hígado encebollado, entre otros. Actualmente se dedica a defender el río Magiriamo en Codazzi, como presidente de la Fundación Somos Codazzi y reside en Valledupar (Cesar).

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