Literatura
La intelectualidad
Esta historia comienza en la embajada alemana de París, en uno de los últimos días de septiembre de 1894, donde una de las empleadas de limpieza, Marie Bastian, hace un descubrimiento crucial en uno de los cestos de la basura. En medio de un clima europeo marcado por el espionaje y la desconfianza, nada es lo que parece. Resulta que la limpiadora es en realidad una espía del gobierno francés, y lo que encuentra es el documento clave de este suceso. Se trata de una carta escrita en papel cebolla, sin firma ni fecha, rasgada en seis partes, que contiene un listado de promesas de información militar. Su entrenamiento la lleva a intuir que ha encontrado algo de gran valor, así que lo protege y, al salir de la sede diplomática esa tarde, se lo entrega discretamente al agente de Servicio en la penumbra de la iglesia de Santa Clotilde.
En adelante, la carta se conocerá con el nombre de “La lista”. La infiltrada no se equivocaba, había descubierto algo monumental: la evidencia de un caso de alta traición contra Francia. De esta manera, se confirmaban las viejas sospechas de la existencia de un traidor dentro del ejército. Sin embargo, tal vez Marie subestimó la magnitud del asunto, pues era de tal enormidad, que rebasó las competencias del Estado Mayor y, pronto, llegó al despacho del ministro de Guerra. A partir de ese momento, el tema adquirió connotaciones políticas, pues descubrir una felonía de tales dimensiones mejoraría la imagen del general Mercier, el ministro de Guerra, a quien la prensa acusaba de incompetente. Además, podría mejorar la imagen tanto del ejército como del gobierno, ambos bajo críticas constantes. El caso prometía cuantiosos réditos políticos.
De inmediato, se iniciaron investigaciones secretas en busca del traidor. El razonamiento era simple, el sospechoso debería ser un oficial en servicio, artillero, cercano al alto mando militar. Pronto surgió un nombre, Alfred Dreyfus, un prometedor oficial de artillería, con título de ingeniero politécnico, procedente de una reconocida familia rica. Para su infortunio, tenía dos condiciones que lo convertían en el traidor ideal: era judío y alsaciano. Según el imaginario francés decimonónico, los judíos eran seres sin patria, a los que solo les interesaba el dinero, por lo que fraguaban planes para apropiarse de las riquezas de las naciones. Ser judío era sinónimo de desconfianza y predisposición a la traición. Alsacia, por otro lado, había caído bajo dominio alemán tras la batalla de Sedán en 1870, durante la guerra franco-prusiana. Muchos de sus habitantes hablaban los dos idiomas y el resto de Francia miraba con sospecha su supuesta inclinación hacia Alemania, el eterno enemigo de la nación gala.
El 13 de octubre, unos pocos días después de descubierta la carta, Dreyfus fue citado para una inspección general. No recibió explicación alguna, solo se le informó que debía asistir en «postura burguesa», es decir, vestido de paisano. En una de las oficinas castrenses, se le hizo escribir un dictado con el fin de obtener una muestra de su caligrafía, para compararla con la de la lista. El parecido le pareció asombroso a los militares, lo que confirmó sus sospechas. Estaban tan convencidos de la culpabilidad del sospechoso, que lo dejaron solo en una habitación con un revólver, para que cometiera un honorable acto de suicidio y con ello evitar la vergüenza de un Consejo de Guerra. Dreyfus declinó la generosa oferta y manifestó su deseo de vivir para probar su inocencia. Fue encarcelado en la Prisión de Cherche-midi.
El 29 de octubre, La Libre Parole publicó un artículo sobre el caso, con lo que pasó al dominio público. El periódico era propiedad de Édouard Drumont, un antisemita reconocido, quien dio inicio a una violenta campaña de prensa, cuyo eje central era el odio racial. A la campaña se sumaron otros diarios como L’Autorité, Le Journal, Le Temps, La Croix y Le Fígaro. De esta manera, la alta jerarquía militar buscaba moldear la opinión pública y ejercer presión sobre los jueces para que declararan culpable al capitán Dreyfus. La razón detrás de utilizar el poder de la prensa era clara: no contaban con un caso sólido. La evidencia era tan débil que, cuando el abogado de Dreyfus finalmente tuvo acceso al expediente, se sintió aliviado al descubrir que apenas contenía pruebas. La acusación se basaba en un solo documento, en la lista, sobre el cual los grafólogos no lograban ponerse de acuerdo. El resto de las pruebas consistían en testimonios vagos y evidencia circunstancial.
El consejo de guerra se llevó a cabo a puerta cerrada en el primer piso de un antiguo hotel, a partir del 19 de diciembre. La ciudad estaba expectante, con la convicción flotando en el aire de que el veredicto sería desfavorable para el acusado. Sin embargo, los miembros del jurado, al examinar las pruebas, no estaban tan seguros de la culpabilidad de Dreyfus. A pesar de ello, justo antes de que el jurado se retirara a deliberar, surgió una prueba de carácter secreto. Más tarde se descubrió que era un documento falso, diseñado específicamente para incriminar al acusado, pero en ese momento fue aceptado como auténtico. Debido a esto, se declaró a Dreyfus culpable de alta traición a la patria y fue sentenciado a la degradación militar y a la deportación perpetua. Dado que se encontraban en tiempos de paz, no se contempló la pena de muerte.
La degradación es la mayor humillación para un militar. Es incluso más deshonrosa que el pelotón de fusilamiento, ya que, de alguna manera, la pena de muerte otorga una especie de dignidad. Dreyfus fue degradado el 5 de enero de 1895, en el patio de la Escuela Militar de Paris. Fue un acto de angustiosa solemnidad, con sables al aire, redoble de tambores y la grotesca teatralidad del verdugo. Este le quitó el quepis y le arrancó las insignias y los galones. Luego le cortó las bandas del pantalón y los laureles de honor. Por último, lo despojó del sable y lo rompió contra su propia rodilla. Afuera, una turba apoyaba la humillación del traidor con gritos que terminaron de darle forma a la patética escena: «¡Muerte a los judíos!», «¡Cobarde!», «¡Judas!».
El 17 de enero fue conducido a una prisión en La Rochelle. Cuando bajó del tren, otra multitud lo esperaba en el andén para golpearlo, lanzarle improperios y para notificarle su odio. Era una nueva degradación, esta vez a cargo del pueblo francés. Luego fue embarcado hacia la Isla del Diablo, un pequeño islote localizado a pocos kilómetros de las costas de la Guyana francesa. Si la intención era quebrantar su espíritu con el tedio, habían elegido al sitio perfecto, pues no era otra cosa que una roca desnuda y calurosa, en donde llovía torrencialmente. Mirar el movimiento perpetuo del mar se constituyó en su única distracción, pero la administración penitenciaria construyó una alta empalizada alrededor de su caseta.
Un año después, el servicio de espionaje francés interceptó un documento del embajador alemán dirigido al jefe de batallón de infantería, el comandante Ferdinand W. Esterházy. Se le puso bajo vigilancia y se descubrió que mantenía amplios contactos con la embajada germana. Al principio se pensó que se trataba de un segundo espía, pero cuando se cotejaron sus notas con la lista, se llegó a la conclusión de que este era el autor de todos los documentos. Esterházy era el verdadero culpable. Su vida licenciosa estaba para corroborarlo. Era estafador, proxeneta y adicto a los juegos de azar, por tanto, siempre estaba sumergido en deudas y afugias económicas. Había establecido contacto con los alemanes intentando timarlos con información basura, para obtener un poco de dinero. Las pruebas en su contra eran irrefutables, pero el ejército continuó su huida hacia adelante. Un mes después, fue llevado a un consejo de guerra, en el que fue absuelto.
La Paris de finales del siglo xix era, en verdad, una ciudad luz, no solo por sus trecientas cincuenta mil farolas, sino también porque estaba colmada de mentes luminosas. La vida intelectual florecía en los cafés y en los restaurantes, lugares que jugaban un papel crucial en la vida cultural de la ciudad. Prueba de ello es que por esos días se publicó la primera guía Michelin. Allí vivían Marie Curie, que investigaba la radioactividad, el dramaturgo Alfred Jarry, el poeta Stéphane Mallarmé y el músico impresionista Claude Debussy. Ilustres exiliados, como Oscar Wilde y James Whistler, la habían escogido como su segunda patria. Hasta allí se habían trasladado Auguste y Louis Lumiére, después de inventar el cine en la ciudad de Lyon. Picasso desembarcó en esos días con dieciocho años, dispuesto a trastocar los cimientos del arte. La noche estaba a cargo del cartelista Henri de Toulouse-Lautrec, quien decoró al Moulin Rouge. La lista de nombres ilustres era numerosa e incluía a Isadora Duncan, Guillaume Apollinaire, Gertrude Stein, Maurice Maeterlinck, Henri Bergson, Anatole France, Erik Satie y muchos más. Toda esta intelligentsia se manifestaba a través exposiciones, en la publicación de libros y revistas, y en setenta diarios.
Paris era apasionada por las libertades y la erudición, y era poseedora de una civilización racional, por lo que muchos se negaban a creer que una mácula como el antisemitismo opacara su esplendor. Tal era la idea de los redactores de La Revue Blanche, una famosa revista literaria en la que escribieron André Gide, Marcel Prust, Paul Verlaine, Guillaume Apollinaire y muchos otros. Según su parecer, Francia no podía rebajarse ante tales sentimientos. Sin embargo, tal vez esa idea fuese más un deseo culto que una realidad, pues lo cierto es que la sociedad franca de esos días era decididamente antisemita.
Los judíos representaban una minoría, unos cien mil, mientras que la población total de Francia era cercana a los treinta millones de habitantes, por lo que no representaban ningún peligro. Por otro lado, los judíos habían adquirido la ciudadanía completa con la declaración de los derechos humanos, sin embargo, el antisemitismo crecía y se institucionalizaba. La clase política, los militares y buena parte de la población odiaban a los judíos. Se les responsabilizaba de los problemas económicos e ideológicos de finales de siglo, así como de la pérdida de los valores tradicionales. Este prejuicio racial no era patrimonio exclusivo de la derecha, sino que estaba presente en todo el espectro político, incluyendo a la avanzada vanguardia revolucionaria. La izquierda los acusaba de ser los responsables de la miseria de los obreros y de la injusticia social. Para ellos, representaban el poder del dinero industrial, lo que conllevaba a la ruina de Francia.
«Es fama que no hay generación que no incluya cuatro hombres rectos que secretamente apuntalan el universo» ha dicho Borges, a través de uno de sus personajes. Es probable que Émile Zola fuese uno de ellos. El 16 de mayo de 1896 publicó un artículo titulado «Para los judíos», en el que denunciaba el antisemitismo imperante en Francia. La claridad de su pensamiento fue ampliamente reconocida y su intervención en el affaire Dreyfus decisiva, pero la razón para destacarlo en estas líneas, es porque su participación en ese caso se constituyó en un parteaguas de la historia, dando origen a lo que hoy se conoce como intelectualidad. El término fue acuñado por los anti-dreyfusistas y tenía un carácter peyorativo; se empleó de manera despectiva para denominar al conjunto de personajes de la cultura, el arte y la ciencia que apoyaban la liberación del capitán. Desde luego, que los pensadores han existido desde los albores de la humanidad, pero su designación y su distinción como un grupo dentro de la sociedad, ocurrió dentro de esta coyuntura de la historia francesa.
No es mi intención convertir a Zola en el primer mártir de la intelectualidad, ni nada parecido, pero bien vale la pena conocer el alto precio que pagó. Aunque su participación en el caso fue un poco tardía, cambió el curso de los hechos, pues liberó al capitán y, lo más importante, sentó un precedente acerca de la labor del intelectual. El 13 de enero de 1898 publicó «Yo acuso» en el periódico "LÁurore": un artículo que se convirtió en un auténtico hito de la historia. Era una carta abierta al presidente Félix Faure, en la que denunciaba la injusticia cometida en contra del capitán Alfred Dreyfus, que a esas alturas había completado cuatro años de cadena perpetua en la Isla del Diablo.
Por aquel entonces, el escritor disfrutaba de la cima de la fama y no tenía preocupaciones económicas, contando incluso con una pequeña fortuna. Sus principales novelas habían sido publicadas, había sido honrado con la Legión de Honor y había presidido la Sociedad de Gente de Letras. No tenía nada que demostrar ni que ganar al involucrarse en el caso Dreyfus; al contrario, tenía mucho en juego. Sin embargo, era plenamente consciente de los riesgos que implicaba. En uno de los últimos párrafos de su carta, afirmaba que no pasaba por alto la Ley de Prensa ni sus artículos sobre difamación.
En efecto, un mes después fue llamado a comparecer ante un tribunal y fue condenado a la pena máxima: un año de cárcel y una multa de 7500 francos. La justicia le embargó bienes y tuvo que exiliarse en Londres, en donde vivió en secreto, padeciendo grandes problemas económicos. Pero sus desgracias no terminaron allí; a su regreso a París, murió asfixiado en un hotel, probablemente asesinado por alguien que tapó la chimenea. Por estas razones, es legítimo preguntarse, ¿por qué tomó este riesgo? Zola lo explica en su carta: no era nada personal en contra de los militares que cometieron la injusticia con el capitán Dreyfus, sino por «amor a la verdad, en nombre de la humanidad que ha sufrido tanto y que tiene derecho a la felicidad».
La participación de Zola en el caso Dreyfus no solo dio origen a un nuevo vocablo, sino que situó al intelectual como un factor clave en la configuración del mundo. Cuando todos los segmentos sociales de Francia —militares, iglesia, políticos, prensa, gremios, aristocracia, burguesía y clases populares— se alinearon del lado de la injusticia y de los prejuicios raciales, la intelectualidad se erigió como una luz esclarecedora y retornó las aguas a sus cauces.
Desde entonces, el intelectual está llamado a comprender la realidad vital de su época y explicarla a sus congéneres. No obstante, su valor consiste en el grado de compromiso con esa realidad, sin caer en la manipulación, la condescendencia, ni el populismo. A menudo, esta tarea implica enfrentamiento con el poder, porque suele revelar verdades incómodas, lo que lo lleva a comportarse como un intruso (outsider), tal como lo ha dicho Edward Said, viviendo en un exilio autoimpuesto, en los márgenes de la sociedad. La función intelectual es la explicación de la realidad desde puntos de vista profundos y certeros, que generalmente son distintos al simple parecer habitual. Es proporcionar contenidos mayores, desde una visión amplia, por lo que podría considerársele una disciplina primordial.
Amador Ovalle
Médico y escritor nacido en San Diego (Cesar). Fue uno de los fundadores del grupo Café Literario Vargas Vila, en dicha municipalidad. Autor del libro Latinofobia, un interesante ensayo sobre la discriminación cultural.
1 Comentarios
Muy de actualidad, muy a propósito para entender las actitudes vergonzantes de la difamación, la prensa amarillista y el rampante fanatismo. Gran artículo de mi colega. Enhorabuena.
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