Literatura

Ramón Bacca, el hombre que siempre contaba algo

Clinton Ramírez C.

03/10/2024 - 02:55

 

Ramón Bacca, el hombre que siempre contaba algo
Ramón Bacca (Santa Marta, 1938 – Barranquilla, 2021) / Foto: créditos a su autor

 

“Tienes que ser de un partido, o todos los partidos irán contra ti”

Voltaire

 

Ramón Bacca (Santa Marta, 1938 – Barranquilla, 2021) fue un personaje de ficción en toda la línea. Es fácil proponerlo si uno echa memoria a las increíbles anécdotas de su vida, particular y familiar, que él nos refería con contagioso humor, porque Ramón siempre andaba contando algo, como dijo de él Germán Vargas Cantillo (Barranquilla, 1919 – Barranquilla, 1991).   

Algunas de sus anécdotas fueron auténticos malentendidos, como el de su abuelo calabrés Gaspar Bacca, que desembarcó en Puerto Colombia cuando su destino final era una  Buenos Aires de milongueros y compraditos, adonde se negó a ir incluso después de ser consciente del novelesco esquinazo. Decidió arriesgarse en la intrincada región Caribe de Colombia, en los puertos, caletas, montañas y desiertos de La Guajira, como contaba el chispeante nieto, muy persuadido de que en la célebre metida de pata del abuelo empezaban sus malentendidos. 

«Yo debí ser argentino, pero me tocó ser samario por la tomadura de pelo que le hicieron al abuelo los marinos del barco que lo traía de una Calabria de penurias».  

Son muchas las anécdotas del personaje Ramón Illán Bacca, que también le sucedían a menudo al Ramón real y cotidiano, al profesor, periodista y escritor amigo con el que tropezábamos en librerías y eventos de escritores, como si un duende juguetón porfiara en no darle tregua. Recupero, para esta nota, una que le sucedió en 1974, en la Universidad del Atlántico, en Barranquilla, al poco tiempo de haberse instalado en esta ciudad, luego de deambular por varios cargos públicos y otros tantos pueblos de la costa, harto ya de su corta vida de funcionario y abogado de gestiones inútiles.   

Barranquilla fue la elección de alguien que no se acostumbró al aguardiente de la Medellín donde inició la carrera de derecho a finales de los años cincuenta; o de la Bogotá de cafetines de los sesenta, donde la terminó a trancazos. Fonseca o El Piñón, pueblos del viejo Magdalena Grande en los que ofició de juez promiscuo, agotaron su capacidad para adaptarse a las condiciones menos propicias. Ni siquiera el buen cine mexicano, con el que salvaba los vacíos de las noches pueblerinas, merecía mayores sacrificios de un hombre hecho para moverse en otros escenarios. A Santa Marta, su terrible ciudad natal, la conocía tan bien como para incurrir en el desvarío de residenciarse en ella, cerca de los mil ojos de una parentela quisquillosa, que no perdonaba una mala postura a la mesa. Era pésima para vivir una ciudad que cargaba con el lastre de ser la más antigua fundada en Tierra Firme, pero no para novelarla dado su talento a la hora de generar  extravíos, entuertos y papelones. Fue, como todos saben, el centro neurótico y nostálgico de su obra literaria: un universo amado y odiado en proporciones idénticas y justas, según solía burlarse entre íntimos. Barranquilla, muy a pesar del espíritu fenicio de la ciudad y la grosería de la clase política, contaba con un nicho cultural intenso de signos rebeldes, a mano con su manera de plantar cara en el mundo. Era otro pueblón en el que al menos se podía vivir, que se dejaba vivir. Tenía librerías (no muchas), universidades (unas cuantas), algunos bares alternativos (como Bar-bar-o) y una fauna intelectual al día y divertida, amiga de la burla, el carnaval y la infidencia peluda. Barranquilla le ofrecía, con todas las puertas y ventanas abiertas, historias picantes que podía departir con gente adicta a un humor que tanto echaba de menos en la literatura y la realidad diaria del país. Colombia era un país afectado de solemnidad, señaló varias veces, y Bar-bar-o fue su segunda escuela espiritual, el tuche preciso de una bohemia culta, infidente y gozona. De este bar dijo alguna vez: «Mi mejor universidad fue el Bar-bar-o administrado por un amigo experto en cine mexicano y chismes locales».  

No fue fácil acomodarse. Ser abogado de pobres o asesor de seguros no le permitían vivir con la solvencia de un intelectual independiente, con pretensiones literarias. Decidido a romper con el derecho, a poner tierra entre él y el pasado familiar, el periodismo y la docencia podían ser unas buenas alternativas. Sobre todo, para alguien que, a principios de los años setenta del siglo XX, se iniciaba en la literatura escribiendo crónicas y cuentos. La docencia y el periodismo, aparte de proporcionarle cierta estabilidad, le permitirían acabar de formarse y asumir su oficio de narrador. Sería su colega y amigo Eduardo Peña Consuegra quien lo haría nombrar profesor de historia en la Universidad del Atlántico: un primer paso en la ascendente carrera que visualizaba. Tenía en mente que Barranquilla había sido, veinte años atrás, una especie de catapulta para el despegue de la obra de Gabriel García Márquez.   

Peña Consuegra era un intelectual de izquierda, abogado y decano de la facultad de Ciencias Sociales de la Universidad del Atlántico. Era, según el escritor Guillermo Tedio, su alumno y amigo, un hombre sabio y un exquisito conferencista, con una ganada multitud de seguidores. Conocedor de las calidades literarias y la formación de su colega Ramón Bacca, lo hizo nombrar profesor, convencido de que sería una adquisición valiosa para una universidad que apreciaba el intelecto. El suyo fue un gesto muy característico en un intelectual atento a reclutar para su universidad a hombres de valía, que siguieran los caminos de docentes como Palencia Caratt, Aquiles Escalante y Homero Mercado. Pecó quizá al no calcular que, en 1974, para la izquierda de la universidad, la política empezaba a estar por encima de la ciencia y el humanismo.  

Bacca, en la medianía de sus años, de talante progresista, pero algo escéptico en política, sería la víctima involuntaria del radicalismo de sus estudiantes de historia en la Facultad de Ciencias Sociales. Los chicos nunca cuestionaron su saber histórico o su cultura literaria, ni sus conocimientos de las vidas de papas medievales, bailarinas de cabaret y espías de la Guerra Fría. Un alumno, muy avispado, se lo planteó sin tapujos: «Profe, nosotros sabemos que usted se sabe toda la vida de Marlene Dietrich y la Tongolele, sin contar su experticia en cien mexicano…Todo eso está bien, demasiado, pero a nosotros lo que nos importa es que usted defina de qué lado de la corriente está». A sus alumnos les preocupó al principio y les molestó después que el profesor Bacca, bajito, rollizo, muy querido y siempre de lentes de aumento, rehuyera las discusiones políticas y filosóficas. Ignoraban tal vez que en la Medellín de los años sesenta, al lado de los nadaístas, había tenido bastante de discusiones y posturas políticas extremas; que el liberalismo marca MRL había agotado sus entusiasmos juveniles una vez rompió con el catolicismo familiar. La izquierda, además, le generaba serias dudas. El humor y la paciencia fueron insuficientes a la hora de salvar el impase ideológico con el ala más radical de sus alumnos. Estos habían descubierto su talón de Aquiles y volvían con mayor vehemencia sobre su falta de definición política, algo insólito para ellos y que hacía de Ramón un profesor sospechoso.  

Ramón hizo sus cálculos, si bien las matemáticas no fueron jamás sus mejores aliadas. Quería ser profesor. Sin duda. Dictaba una asignatura de su absoluta complacencia. Pero sabía que su cuerda tenía un límite. Así que, a pesar del deseo de no defraudar el gesto de Eduardo Peña Consuegra, decidió poner un buen punto final a su paso por la Universidad del Atlántico, que se precipitó cuando el ala trotskista le exigió con gruesos términos definir su postura. No habría clase si el profesor Bacca no respondía la pregunta, tantas veces eludida, de si era idealista o científico, si apoyaba la revolución o estaba con el establecimiento. La respuesta de Ramón, preparada una noche de insomnio, pinta de cuerpo entero la espesura de su humor. Contestó sin temblor en la voz. No era ni una cosa ni la otra. Él era «Mitá y mitá». Dio los buenos días y salió del salón. Sus vehementes alumnos, en represalia, le agenciaron esa misma mañana el mote del profesor «Fixty-fixty». La respuesta lo condenó, lo supo, y sería cuestión de días para que sus alumnos decidieran expulsarlo de las aulas, de conducirlo al camino de salida de la universidad. Se les adelantó al entregarle, otra mañana, su carta de renuncia a Peña Consuegra, dando por terminada su vinculación con la Universidad del Atlántico, centro en donde él, un idealista puro, pensó encontrar un ambiente propicio a la discusión y el entendimiento, de ninguna manera el sectarismo vicioso de una izquierda insolente.  

La pregunta formulada a Ramón era típica de una época en que la izquierda universitaria de todas las fachas ejercía la enfermedad de exigirles a docentes y directivos definirse filosófica y políticamente. Los tonos intermedios irritaban a esta izquierda de consignas sectarias. Les empezaba a importar menos la calidad académica de los docentes y sobredimensionaban la adscripción política o filosófica de estos. La respuesta de Ramón expresa muy bien su conocido carácter iconoclasta. Sus términos debieron sonar raros a sus alumnos jueces. El humor no hacía parte de las armas ideológicas de la revolución de aulas y cafeterías que practicaban con lujosa ceguera. Para Ramón, la obligación de definirse política o científicamente debió parecerle un mal chiste, una grosería y una absoluta falta de tacto político de unos muchachos cuya formación intelectual no superaba los límites de los manuales concebidos para hacerse izquierdista en una semana, así hablaran en jerga y se reunieran clandestinamente a estudiar los textos sagrados de las distintas sectas del marxismo: algo que muchos de ellos no podían hacer ni estaban preparado para hacer.  

La exigencia de adoptar una postura y la respuesta socarrona de Ramón son una muestra legítima del estado de las luchas simbólicas al interior de la Universidad del Atlántico de mediados de los años setenta. La exigencia de tomar partido delata la concepción limitada que la izquierda de entonces tenía de un intelectual. A sus líderes universitarios no les cuadraba que un intelectual fuese un sujeto más o menos independiente en las jerarquías sociales y políticas. Debía ser un instrumento al servicio del partido, un cuadro científico de la revolución, de la nueva sociedad, etc., o, en el peor de los casos, hacer parte de la orilla enemiga a derrotar. Debieron pasar algunos años antes de que ciertos sectores de la izquierda del país aceptaran que los intelectuales sin sello y sin dueños también juegan y cuentan.  

A Ramón le molestó la actitud de sus estudiantes trotskos, pero le dolió más constatar las escasas posibilidades que una izquierda semejante tendría en el país. No había cabida para intelectuales como él en la convulsa izquierda colombiana. Jamás, sin embargo, perdió la esperanza en un viraje ideológico al interior de las izquierdas del país, como se mofaba.   

Militó siempre al lado de las propuestas de renovación y cambio de los partidos o movimientos de izquierda o de centro que surgieron en el país en las últimas tres décadas. Escritor, de la cabeza a los pies, conocedor de las pasiones y desvaídos de sus contemporáneos, acabó haciendo del incómodo episodio una anécdota que refería a pura risa y celebraba con los ojos exultantes. «Me llamaron siempre el profesor Fixty-fixty, esos bellacos. Nunca dejaron de hacerlo», decía, ni siquiera cuando coincidía con algunos de ellos en elegantes oficinas y restaurantes, afiliados, para entonces, a los movimientos políticos locales de los que tanto rajaron en sus incendiarios discursos de cafetería en la universidad.  

Esas vainas solo le sucedían a Ramón, sin duda. Al menos eso acostumbraba a decir de él German Vargas, su amigo y mentor durante más de veinte años y que tenía más de una razón para afirmarlo de alguien «que siempre estaba narrando algo» y que lo «hacía con indiscutible cheveridad».

 

Clinton Ramírez C.

Escritor y economista nacido en Ciénaga, Magdalena. Magister en Literatura Hispanoamericana y del Caribe (2013).

1 Comentarios


Samuel Whelpley 03-10-2024 10:37 AM

Muy buena la columna. A Ramón las penurias económicas lo marcaron, y la docencia fue una forma más o menos soportable para sobrevivir; no creo que le entusiasmara porque siempre se encontró que a la mayoría no le interesaban las historias o las clases que contaba. Lo contaba con humor, pero en el fondo le dolía el episodio, porque vio como mucha gente que entró con él, prosperó, llevó una vida con menos afanes, mientras él era "un pájaro caminando sobre las piedras" en referencia a sus perpetuas penurias económicas. Tanto es así, que mucho tiempo después uno de "esos bellacos", exconcejal, en ese momento rector o vicerector de una Universidad local, se encontró con él en la puerta de la librería. Ramón, en una mala racha personal lo saludó: -Aja, niño, y cuándo me vas a dar unas clases en tu universidad? -Ni hablar, si tu eres un profesor fifty-fifty -respondió el personaje. Ramón se quedó de una pieza, pero al final, dolido, alcanzó a responder: - (fulanito), yo le daría lustre a tu universidad. El fulano se fue y la cara de decepción de Ramón aun la tengo presente. Ay, Ramón, enmascarabas el dolor con el humor. No me lo contó. Yo estaba ahí.

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