Literatura
Fulanitas y Fulanitos

Pasé la mayoría del 2012 chateando con Andrea a través del Messenger de Facebook. Hablábamos con la libertad, el picante y el desparpajo de la juventud (los dos teníamos veintinueve años). Todo habría sido perfecto si ella no hubiera vivido a diez mil kilómetros de Bogotá y no estuviera casada con un hombre que le llevaba siete años. Su esposo, además de atractivo, no escatimaba en gastos: en la navidad del 2012 le regaló tres mil euros y los tiquetes para que visitara a su familia.
Por esa razón me encontré con Andrea en la biblioteca Luis Ángel Arango el 14 de febrero del 2013. Tomamos café en La Francesa y deambulamos por La Candelaria, la plaza de Bolívar y la carrera Séptima. Para la mayoría habría sido evidente que nos citamos con objetivos sexuales, pero no era claro para mí, que no he tenido suerte con las mujeres. Andrea no tardó en descubrir que no estábamos en la misma frecuencia y aclaró que tendríamos sexo. Obviamente, no lo dijo con esas palabras, pero su insinuación fue suficiente para que no hubiera dudas. En ese momento pensé en su esposo, quien trabajó nueve meses para que Andrea viajara a Colombia para verse con su familia, pero terminaría cepillándose con un Fulano. Por eso le dije que prefería que lo dejáramos de ese tamaño porque sabía que el golpe de consciencia que me arruinaría el polvo. Ella me miró con una mezcla de asombro, rabia y decepción. Me dio la espalda y desapareció entre la multitud de peatones y vendedores ambulantes.
En la noche me bloqueó de Facebook.
Ese habría sido el final de la historia con Andrea, pero la semana pasada me liberó del presidio virtual: reaccionó a algunas fotos y publicaciones como si no hubieran pasado más de once años. Yo también husmeé su perfil de Facebook. Una de las fotografías llamó mi atención: Andrea está al lado de su esposo, tomados de la mano, observando el firmamento en la orilla del lago Di Garda. La foto, que naufraga en lugares comunes, la acompaña un texto en el que ella diserta sobre el amor, el respeto y la alegría de cumplir Bodas de Cristal al lado de «un hombre perfecto».
Le escribí a su Messenger para felicitarla por el aniversario y elogiar su matrimonio (obviamente era un mensaje cargado de veneno). Al rato Andrea me aclaró que mis palabras llegaron tarde porque habían cumplido las Bodas de Hiedra el 9 de octubre del 2023. «Bodas de Hiedra Venenosa», especificó antes de enumerar los defectos y las infidelidades de su esposo. Le dije que ella no era perfecta y que estaba lejos de ser una santa. Se defendió con el argumento de que él no se enteró de sus romances, que no superaban el mes. «La mayoría no pasó de un acostón sin trascendencia», aclaró. Contrario a su esposo, que llevaba dos décadas con la misma mujer: primero fue su novia y después, con el arribo de Andrea, se transformó en su amante. «Hasta trajo a esa vieja a vivir a la casa en febrero del 2013, cuando visité a mi familia. Lo peor es que lo aceptó cuando lo confronté. Ni siquiera tuvo la decencia de mentir». Le pregunté si no pensaba separarse. «¿Sabes cuánto cuesta el arriendo en Múnich? Yo tendría que coger mis tres chiros para meterme en un cuarto de siete metros cuadrados y compartir baño con desconocidos. Prefiero que el imbécil siga acostándose con la Fulana y que yo continué con mis amantes ocasionales». «Supongo que en Múnich vale más la finca raíz que la dignidad», respondí, irritado. Pero no me molestaban sus historias maritales: estaba enfurecido con la decisión que tomé en el 2013.
Andrea me bloqueó inmediatamente.
Ojalá que esta vez sea para siempre.
Diego Niño
Sobre el autor

Diego Niño
Palabras que piden orillas
Bogotá, 1979. Lector entusiasta y autor del blog Tejiendo Naufragios de El Espectador.
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