Literatura

La bruja

Alex Gutiérrez Navarro

06/11/2024 - 05:45

 

La bruja

 

Ahí está Karenina, desempeñando –como siempre– con mecánicos ademanes de modestia su labor como recepcionista del Diario Vallenato. Tadeo, el cronista cultural recién llegado a esa casa editorial sabe de una parte de su vida que, por ella misma, no se atrevería revelar. Este secreto lo une con un amigo desaparecido. Karenina no sabe que Tadeo sabe de ella y él obtiene de este hecho insignificante un sentimiento de poder. Se saludan como si nada. Ella le dice: “Dios te bendiga” y proyecta una sonrisa de cajón.

Transcurren los últimos meses del año en Valledupar. Tadeo cumple todos los días su deber como periodista. Viaja desde su pueblo, a veinte minutos de la ciudad. Cada mañana sale en una motocicleta, conducida por su papá, hasta el puesto de trabajo de éste, en las inmediaciones del aeropuerto Alfonso López. De ahí, toma una bicicleta en un recorrido que pasa por la calle 20, la glorieta de la María Mulata y la larga calle 16. Una que otra vez ha llegado con retraso —siempre ha luchado contra su impuntualidad—, pero nunca se ha ausentado de los consejos de redacción.

El toque del timbre. La apertura de la puerta. Los buenos días. Alzar la bicicleta para que no ensucie el piso que Sandy —la aseadora— acaba de trapear. Es la rutina. Tadeo entra al vestíbulo y percibe algo de melindrosidad en los modales de Karenina, pero él calla, solo la observa y calla. Ella le dice “hola, nene” y enseguida suelta una ristra de esas frases manidas propias del positivismo religioso. Él se culpa de no ser más cortante con lo que llama, por cuenta propia, “asomos de lambonería”. Pero no es por Karenina, sino por las personas en general.  

Karenina inicia su jornada de trabajo escuchando alabanzas cristianas. A veces, canta retazos de forma tan inconsciente como rezar el padre nuestro. En otros momentos, sólo juega a caer en las sílabas de las frases de las canciones; mejor dicho, a jugar que se sabe las canciones. El aura de mujer reposada que le circunda parece durarle todo el día, salvo en horas de la mañana cuando es, quizá, menos afectado. En el dinamismo de su trabajo suele abstraerse. Habla a las personas mirando lejos, como si la atrapara una idea fija.

Puede que Karenina aún piense en Tales “el escribiente”, quien siempre se mostró hermético frente a la aventura que vivió con ella. Era la primera vez que Tales se enamoraba y las primeras veces de muchas cosas tienden a develar lo más ridículo de las personas. Sus amigos contemporáneos lo sabían, pero no hacían de esto un tema de conversación en presencia suya. Era un secreto a voces en el círculo más íntimo de sus contertulios. Charles, el más deslenguado de ellos, fue quien alguna vez soltó la infidencia en una nota de fin de semana que publicó el periódico La Esquina Caliente.

Dijo que el día que [Tales] se enamoró por primera vez, su magnífico don de escuchar y la capacidad de estimularse por las voces, fue nublado por la belleza de una hermosa morena bañada de un barniz acaramelado en su piel, cabellera negra larguísima, dientes blanquísimos de un artificial industrial, cintura de avispa, abdomen tonificado y culo redondo. Se trataba de ti, Karenina, pero Tadeo supo que eras tú muchos meses después de la muerte de Tales, por el tiempo en que empezó a trabajar como redactor en el Diario Vallenato.

Tadeo, 10 años menor que Tales, ingresó a su selecto círculo de compañeros durante los primeros meses de la pandemia del Covid 19, cuando a este último le hacía falta poco para morirse ¿Hay alguna forma de advertir la cercanía de la muerte? Algunas de las pocas tertulias que compartieron, en medio de whiskeys y cervezas, versaron sobre la poesía de Sabines, el borrador de un cuento con el que Tadeo pretendía participar en el Concurso departamental de cuento y la cómica muerte de Juvenal Urbino, en Amor en tiempos del cólera.

Tales era menudo, de andar pausado, pero de ideas y pensamientos itinerantes. Sensible, vivía en el atafago de innúmeras cavilaciones, pero sabía disimularlo con su aparente expresión externa de quietud. Manejaba al dedillo los pormenores del entramado político regional y nacional. Hacía pronósticos, especulaba. Discutidor, se preciaba de utilizar con sus interlocutores, sin importar el nivel académico, —más por gusto que por discriminación— palabras rimbombantes. Entre su círculo de amigos, se recuerda aún, entre risas, la vez que explicó a un conductor un recorrido utilizando la palabra bifurcación.

Tadeo concebía a Tales como un ser ubicuo. Alguien a quien solía encontrar en los lugares menos pensados, como emergiendo de situaciones indistintas y personas de índole diversa. Lo mismo podía merodear por los alrededores del mercado municipal en sandalias y pantaloneta —mientras compraba la carne del almuerzo— que estar en medio de un corrillo de discutidores dando cátedra de derecho laboral.   A Tadeo le impresionaban los súbitos silencios de Tales, mismos que solían venir acompañados de dichos espléndidos, frases y citas picarescas.

Tales moriría en octubre del segundo año de pandemia. La tarde de su entierro, su grupo íntimo de amigos se guarecía de la lluvia en un local de comidas rápidas y jugos, en los alrededores de la plazoleta Turbay Ayala. El escribiente, quien sería recordado como el contertulio más taciturno, había quedado sepultado en una bóveda contigua a la de Milciades Carrillo, su referente político local del siglo pasado. No obstante, todo parecía ser un simulacro o la imagen lúgubre de un paisaje novelesco.

El escribiente —daba la impresión— seguía copando el ámbito de las conversaciones de sus amigos. Desde la fría muerte, ratificaba el compromiso empedernido que tuvo en vida: escuchar.

Karenina pudo haber sentido alivio con la muerte del escribiente, quizá regocijo, puesto que él encarnaba ese pasaje de su vida que quería desterrar a cualquier costo, pese a haber disfrutado de ello. Con Tales no sólo le fue infiel a su marido de entonces, sino que concibió de él una hija con los mismos ojos cetrinos, cejas lampiñas y frente redondeada. Y aunque la prueba de ADN validó como padre al marido de Karenina, Tadeo sabe que no es así. Por sus fuentes en el Hospital Rosalba Pumarejo, ha constatado que la prueba sufrió alteraciones, que Karenina pagó por ello.

—Quién sabe las razones por las que la gente elige vivir como vive. —reflexiona Tadeo mientras regresa del Diario Vallenato.

Días antes de morir, Tales colocó en su estado de WhatsApp una foto que Karenina le envió por medio de una amiga. Era la hija de ambos, el fruto de la aventura. Karenina solía hacerlo para burlarse de él, para decirle que no le permitiría la paternidad. El pie de foto rezaba: Quisiera dibujar el tiempo, esculcar los años, ser un adivino para saber que le depara el día de mañana, saber su destino. Quisiera regalar la vida, para que mi hija no sufra mis penas. Intento devolverle los años, juntando mis manos como una barrera.

—Pero Tales, solicita de una vez por todas una prueba de ADN para que sepas por fin si esa niña es tu hija o no —solían decirle sus amigos.

—Los hijos legítimos no necesitan reconocimiento —respondía Tales, con una resolución que permitía entrever que nunca haría nada por cambiar el curso de los acontecimientos.

Los días posteriores a su deceso, se tejieron varias conjeturas sobre las causas de su muerte. La más sutil, en sentido criminal, versaba sobre el envenenamiento gradual con mercurio por parte de algún detractor o enemigo, pues había logrado una fama sin igual como abogado litigante. Tiempo después, en un éxtasis de delirio, Charles diría que la causa exacta pudo haber sido la sobreproducción de sustancia gris, que eyaculaban sus neuronas a través de orgasmos cerebrales, gracias a su oído sobrenatural.

 

—Charles, nunca me dijiste que se trataba de Karenina —reprochó Tadeo en la taberna América, mientras destapaba la segunda cerveza en una noche decembrina de tertulia.

—Sí, fue ella, la recepcionista del Diario Vallenato, donde tú trabajaste. Esa mujer es una bruja —respondió Charles medio ebrio, con el verbo a flor de labios.  

 

Alex Gutiérrez

Sobre el autor

Alex Gutiérrez Navarro

Alex Gutiérrez Navarro

Zarpazos de la nostalgia

Nacido en La Paz, Cesar y criado en Macondo, la sede del mundo jamás conocido. Escribe para imprimir fuerza a los relatos ordinarios a través de la extraordinaria conquista de la palabra impresa. Lector asiduo. Estudiante de la vida. Periodista y Comunicador Social en formación. 

@Que_manito

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