Literatura

Encomienda para el señor Linneo

Clinton Ramírez C.

07/11/2024 - 04:45

 

Encomienda para el señor Linneo

 

Esperó ese día con inquietud el correo, presa de la sensación de morir de un momento a otro sin haber vivido bastante, o de estar a punto de hacerlo sin tiempo para escuchar una última vez una canción de infancia. Tenía edad para morirse. El trabajo de muchos años le pasaba la cuenta al cuerpo, si bien la mente, la conciencia de la mente, permanecía en estado de perfecta ambición. Mutis le había prometido, en carta fechada tres meses atrás en Santafé, el envío de un espécimen único. Un tesoro digno de las vitrinas de un naturalista de ley, el mayor de todos, como puntualizó, propenso el joven sabio a la mistificación de las palabras, cuidadoso de la caligrafía: todo lo opuesto a él, hombre de estilo seco y letra de hormiga. 

Le informaba que la carta la escribía con una tinta natural procesada por uno de sus auxiliares. Le confirmó asimismo, un párrafo antes de cerrar la misiva con un “su devoto servidor”, la decisión de tomar los hábitos, un paso que él juzgaba desmedido teniendo en cuenta que Mutis, además de naturalista y médico, tenía a cargo la administración de minas de oro y plata y la producción de té y canela del virreinato, actividades que dirigía de manera directa. Confiaba en el buen tino del joven Mutis, hábil al momento de sacarle tiempo al tiempo para cumplirles a la ciencia, a los señores virreyes y a los cielos bogotanos. ¿Cómo hacía?, ¿de cuántas horas constaba el reloj de sus días? Resultaba sorprendente. A él en cambio el tiempo le alcanzó, aun en los años más productivos, para clasificar especies en géneros, géneros en familias y estudiar la reproducción sexual de las plantas. En la América, según apreciaba, nada era imposible para voluntades como la del joven Mutis, pero tampoco para los señores y embaucadores que vivían del trabajo de los otros.  

Cada tarde, en los altos de la jornada, después de bautizar una planta con cierta fortuna, de confrontar la naturaleza gaseosa de un metal, contaba los días que el galeón tardaba en cruzar el océano, cuenta a la que agregaba la semana que otro barco, despachado en Cádiz, emplearía en tocar en Estocolmo, puerto de donde la encomienda, revisada y vuelta a clasificar, emprendería la marcha directa hacia Uppsala. 

Admiraba, cuando recibía un paquete, que el contenido llegara en buenas condiciones al escritorio de su residencia, meses después de salir de las manos de un Mutis atento a satisfacer sus solicitudes. Las pérdidas y extravíos se sucedían sin vergüenza. Era habitual de la aduana de Cádiz o Bristol remitir un paquete dirigido a él, en Uppsala, a una ciudad de Irlanda o Alemania que costaba ubicar en los mapas. La muestra de una hormiga de agua nunca llegó a su escritorio a pesar de la paciencia de Mutis, que la embarcó tres veces en el puerto de Honda, en el Magdalena. Otro tanto pasaba con cartas que uno y otro debían repetirse, a la vuelta de los meses, porque desaparecían en algún punto del trayecto entre Nueva Granada y Suecia. ¿Alguna conspiración?, ¿la mano delibrada de un funcionario colonial celoso de la relación de los dos científicos? Pero quizá el incidente más descorazonador corría por cuenta de la bolsa de quina que Mutis le envío con un alumno suyo interesado en estudiar con él la clasificación de ciertos minerales de América del Sur. Al muchacho le costó explicarle cómo en el arcón, en lugar de aparecer la bolsa con hojas de quina, aparecieron unas de guanábana rociadas con pimienta. Un inspector tal vez, en el tráfago de las aduanas, en Cartagena o Cádiz, pudo disponer en otro compartimento el contenido del baúl. Afortunadamente, el joven príncipe —así se referían a Mutis en la Academia Sueca— no cedía el paso a las frustraciones que le generaban los extravíos, como tampoco él, listo a solicitarle la remisión de nuevas curiosidades: un nido de toche o el informe sobre la disección de un manatí. Mutis se las ingenió a la larga para despacharle, varios meses después, una nueva muestra de quina, esta vez acompañada de una clasificación provisional de la planta.  

Si los cálculos eran correctos, el coche del correo se detendría en menos de una hora frente a la entrada de la edificación. El corazón le dio un salto. La piel de los brazos se le erizó. Afuera había escuchado el ruido familiar del coche.

«Encomienda para el señor», oyó gritar en un sueco de marcado acento sureño. El auxiliar del correo, subido al techo del carruaje, soltaba una caja. La brisa le agitaba con ligera timidez los faldones de una chaqueta demasiado ancha. Los caballos a la vez chocaban los cascos contra el embaldosado sin atinar con una melodía. «Encomienda, señor», repitió el vozarrón del celador, de pie en el portal, arrebujado en un abrigo caído en los hombros.

Se levantó del escritorio y marchó a la ventana del jardín, aún con el reloj en la mano. En el pórtico el celador recibía del auxiliar lo que a la distancia parecía una caja de madera forrada en papel mate.

«Aquí», le indicó al celador cuando este apareció en la sala del despacho con la caja. «Sí, ahí está bien, Augusto. Gracias».

«Es de su amigo, el botánico de Nueva Granada».

Se acercó a la mesa de trabajo sin atender las últimas palabras de Augusto sobre el clima. Mutis tenía el buen gusto de sorprenderlo, a sabiendas de los caprichos de la naturaleza, de las mañas de los marinos, de la negligencia de las aduanas y el olfato de perros cazadores de los funcionarios del reino, temerosos de que algún descubrimiento de la ciencia les diera ventajas en el comercio oceánico a las potencias rivales. No recordaba que alguna vez un informe o las muestras de una especie o un mineral hubieran defraudado sus expectativas. Además de ser un hombre metódico, consagrado a clasificar la naturaleza indócil de la Nueva Granada, de preparar escrupulosos informes sobre el té del cerro de Guadalupe, en Santafé, o la canela de los indios andaquíes en el sur del reino, sabía cuándo remitirle una planta o un mineral desconocido para los microscopios de los naturalistas. Todos los envíos de plantas disecadas, hojas de quina, trozos de bambú, láminas de orquídeas, muestras de aceite de piedra y la colección de hormigas culonas, revestían la mayor importancia científica, en especial para él, quien, a pesar de las dolencias del cuerpo y los achaques de la vista, mantenía viva la mente de un hombre curioso, empecinado en conocer, registrar y ordenar todas las plantas y minerales del planeta, así tuviera que solicitar la remisión del esqueleto de un bichito al mismo Cabo de Hornos. ¿Qué sería esta vez? La caja era grande y pesaba como le explicó Augusto una vez la depositó en la mesa. Procedió, con indudable emoción infantil, una vez cortó los sellos, a rasgar el papel mate. Al retirar con manos seguras una última capa de hojas de tabaco, húmedas y olorosas, descubrió que la caja era de vidrio y que dentro reposaba un ave de plumaje gris, cuello arrugado y cresta roja disecada, con una nota atada a la pata izquierda. Al principio pensó en un águila de los Andes, pero, al aguzar la mirada, le bastó para identificarla sin margen de error. 

Con el cuchillo presionó el cierre de la tapa, que levantó con cuidado. Entonces ocurrió. El gallinazo abrió los ojos, extendió alas y patas y, un momento después, abandonó con agilidad la caja para atravesar la estancia y buscar la luz lechosa del ventanal. 

Al sentir el estropicio, el celador alcanzó a virar para ver al animal cruzar el jardín, el pórtico y elevarse en el cielo plomizo de la ciudad, en dirección del mar. Linneo permanecía al pie del ventanal tan sorprendido como él, sin terminar de llevarse los dedos a los bucles de la peluca, su gesto más característico cuando algo andaba mal. El empleado le hizo una reverencia y regresó a la entrada de la caseta de vigilancia, mascullando alguna palabrota, sin dejar de mover la cabeza. Varias veces echó una mirada al ventanal para descubrir, en el mismo ángulo, la figura familiar de Linneo, quien solo siguió al despacho, al escritorio, cuando el buitre desapareció del cielo plomizo.

Linneo permaneció el resto de la mañana en el despacho. No llamó a nadie del servicio doméstico ni a ninguno de los ayudantes habituales, algo que sucedía cuando esperaba alguna nueva especie, remitida de lugares distantes del norte de África o de los Urales, que él y el equipo de naturalistas debían examinar, describir, bautizar y dibujar al término de semanas de estudio y discusión.

Esta vez fue distinto. Estuvo pensando en los ojos del gallinazo y en darle cuerpo a las horas que emplearon en prepararlo y disponerlo en la caja, sin saber qué interpretación atribuirle al envío, lamentando no haber tenido tiempo de echar mano a la nota. Sabía de aves que recorrían parte de un océano y un desierto para regresar a sus hábitats naturales. Jamás en cambio tuvo noticias, ni leyó en antiguos infolios, que un ave disecada pudiera despertar de la muerte para echar a volar, si es que estaba muerta, si no se trató de un truco que escapaba de momento a los alcances de su ciencia. Solo el fénix de las fábulas resucitaba de las propias cenizas.

En la tarde se preparó en la cocina un té negro con canela molida, que sacó de un pote de vidrio. El té le evitaba incurrir en juicios aventurados cuando algún episodio doméstico incomodaba su horario de estudio. El sabor picante de la canela molida le ayudaba a elegir con calma las palabras, como hacía cuando pensaba en una expresión latina para designar un mineral o una planta: incapaces de defenderse contra semejante abuso cometido en nombre de la ciencia. Se abstuvo esta vez de agregar a la toma una pizca de hojas de frailejón, un vegetal que lo hacía soñar además de aliviarle el peso de las articulaciones.

Tomó la decisión al avanzar la noche en el jardín. Sacó papel de la gaveta central, se acomodó en el sillón y, a salvo bajo la gran lámpara del despacho, humedeció la pluma en el tintero.

La América continuaba siendo el continente de los milagros y las proezas, de ello no tenía duda, a pesar de las plumas enfebrecidas de los cronistas y los relatos fantásticos de los viajeros. Solo la palabra «milagros» cabía a la hora de explicar la fecundidad sin límites del continente. Pero había que aceptar que era, con igual abundancia, el reino de los vigilantes del progreso y de los cascarillas de la inquina: enemigos declarados y furtivos de Mutis, cuyo nombre los hacía reventar. Nada menos podía esperarse. Los hombres de genio atraían, además de colegas leales y admiradores irrestrictos, a legiones completas de oportunistas, envidiosos e intrigantes. 

Sonrió por primera vez en toda la jornada, confiado y tranquilo, con una plenitud comparable a cuando sus intuiciones de curioso terminaban siendo confirmadas por una disección, una expedición a Laponia o en la platina del microscopio.

Levantó la mano para hundir la pluma de cóndor en el tintero. Escribió durante un par de horas, con las pausas apenas necesarias para secar las palabras húmedas y brillantes sobre los finos pliegos. Leyó dos veces la carta, extensa, sincera, sabido de escribir muy por debajo de sus leales medios. En la cocina, en la compañía del celador, se preparó un té de canela al que le agregó esta vez una pizca de frailejón. Necesitaba no solo dormir sino soñar, traer de vuelta una virtud que con los años había perdido casi por completo.

«Vaya regalo, señor», le propuso el celador. «¿Escribirá?»

Debía pensarlo. Necesitaba consultar además los archivos del museo.

«¿Pensar? Nada de eso, señor, más bien pídale otro ejemplar».

Bebió en lugar de adelantar una respuesta desabrida. La infusión empezaba a rendirlo. El sueño le subía a la cabeza de alguna región inexistente. Le urgía en realidad pensar, no tanto soñar. 

«Sí», insistió el celador, «no está bien que ese animal ande solo por estos rumbos, señor».

Admiraba la lógica casera del celador, pero no se sintió con ánimo de expresarle su juicio sobre la encomienda y las enormes capacidades de sus enemigos políticos ocultos tras los ropajes de la ciencia. Le indicó en cambio que el buitre aprendería a vivir solo incluso en un medio extraño. «Hasta tendrá ya un hogar». Se levantó de la mesa, le dio las buenas noches y subió a su habitación. Debía dormir.

Soñó. Soñó ser el joven Mutis. Soñó dejar una madrugada la fría Santafé para ir a vivir a un pueblo en el valle del Magdalena. Prometió en el sueño ubicar el lugar en un mapa. Alguien, la voz de una mujer, le dijo al oído el nombre del sitio, que olvidó de inmediato.  

 

Clinton Ramírez C

Escritor y economista nacido en Ciénaga, Magdalena. Magister en Literatura Hispanoamericana y del Caribe (2013).

1 Comentarios


Jaime 08-11-2024 08:41 AM

MAGISTRAL ! No olvidaré jamás este relato. Punto.

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