Literatura
La “Soledad anfibia” de Annabell Manjarrés Freyle

El panorama de la poesía colombiana nueva (¿joven?) se ha vuelto prácticamente inmedible por la cantidad de libros publicados. No quiero justificar con ello la existencia de los altisonantes mitos creados antes como “Colombia, país de poetas” o el de “Atenas suramericana”, pues cantidad no significa calidad, y Atenas queda muy lejos de nuestras fronteras culturales, políticas, económicas, etc.
Pero, ¿Atenas de mujeres poetas, o, mejor, poetisas? Hacia finales de los años 80 y 90, las poetas más destacadas eran: María Mercedes Carranza, Anabel Torres, Orietta Lozano y Renata Durán, y poco más tarde, Piedad Bonnett. No es del caso aquí enumerar una posterior larga lista de aquellas poetisas que publicaron entre 1990 y el 2020 y que significa: después de ellas, el número de poemarios y poetisas fue mucho mayor, existiendo sobre poetas afrocolombianas, sobre el dolor, sobre poetas del Huila, de Cereté, del Museo Rayo, etc.
En la Costa caribe colombiana, se publicaron dos antologías de mujeres poetas: la primera, verdaderamente la primera, en el año 2012, realizada por el escritor e investigador Rubén Darío Otálvaro, denominada Ellas escriben en el Caribe. Antología de mujeres poetas del Caribe colombiano. Este poemario es una primicia, pues contiene un estudio sobre el aporte poético de las mujeres del Caribe colombiano, editado por el Fondo Editorial de la Universidad de Córdoba y Editorial Zenú. Como indica su autor, esta es una selección “de las mujeres poetas nacidas entre el período que va de 1940 a 1980, período fundamental puesto que marca la entrada a la Modernidad, y, en consecuencia, el impulso del pensamiento liberal, la aparición de la ciudad, el movimiento feminista y el surgimiento de las mujeres poetas en Latinoamérica” (p. 18).
La selección la conformaron: Nora Puccini, Margarita Galindo, Lidia Salas, Nora Carbonell, Lya Sierra, Mónica Gontovnik, Edelma Zapata, Ubaldina Díaz, Nazly Mulford, Betty Brunal, Carmen Victoria Muñoz, Lidia Corcione, Tallulah Flores, Alexandra Adress, Clemencia Tariffa, Everlyn Damiani, Patricia Iriarte, Hortensia Naizzara, Tania Maza, Betsy Barros, Monique Facuseh, Marqueta Mckeller, Margarita Vélez, Alma Rosa Teherán, Beatriz Vanegas, Alba Lucía Hernández, Dora Berdugo, Alexandra Esquivel, Dina Luz Pardo, Rosa María Herrera, Jaidith Soto, Lindantonella Solano, Eva Durán, Iveth Noriega, Lauren Mendinueta, Ela Cuavas, Solenys Herrera, Kenia Martínez, Fadir Delgado e Irina Henríquez.
La siguiente antología, Como llama que se eleva, dirigida por el poeta Hernán Vargascarreño, publicada por la Fundación Poetas al Exilio no es, entonces, como se autoproclamó desde sus comienzos, “la primera antología del Caribe colombiano”; y busca dar a conocer la producción lírica de 26 voces femeninas representativas de los departamentos de Sucre, Córdoba, Atlántico, Cesar, Bolívar y Magdalena, entre las que destacan y no estaban en el primer poemario: Annabell Manjarrés Freyle, Beatriz Vanegas Athías, Carmen Peña Visbal y Eliana Muñoz. Las poetas seleccionadas son: Angélica Santamaría (Sincelejo), Anna Francisca Rodas (Puerto Mosquito, Cesar), Annabell Manjarrés Freyle (Santa Marta), Beatriz Vanegas Athías (Majagual, Sucre), Betty Brunal (Montería), Carmen Peña Visbal (Barranquilla), Dina Luz Pardo (San Marcos, Sucre), Ela Cuavas (Montería), Eliana Muñoz (Barranquilla), Hortenzia Naizara (Cartagena), Irina Henríquez (San Juan Nepomuceno, Bolívar), Ivethe Noriega (Purísima, Córdoba), Kenia Martínez (Cereté, Córdoba), Lauren Mendinueta (Barranquilla), Lya Sierra (Barranquilla), Margarita Escobar De Andreis (Santa Marta), Margarita Galindo Steffens (Barranquilla), Margarita Jacquin Gutiérrez (Santa Marta), María Mercedes González (Valledupar), María Teresa Escobar de Andreis (Santa Marta), Monique Facuseh (Santa Marta), Nazly Mulford Romanos (Plato, Magdalena), Nora Carbonell Muñoz (Barranquilla), Patricia Iriarte (Sincé, Sucre), Tallulah Flores (Barranquilla), y Ubaldina Díaz (Sabanalarga, Atlántico).
Entre ambas obras hay pequeñas grandes diferencias con algunos nombres que no están en la primera, pues esta fue publicada en 2012, y algunas otras que aparecen y no aparecen en la segunda, pero este no es por el momento el objetivo de analizarlo en este texto. Valga solo decir que entre las poetisas no seleccionadas en el primer poemario, se encuentran: Beatriz Vanegas Athías, Carmen Peña Visbal y Eliana Muñoz. Y agreguemos, por último, tampoco se encontraba Annabell Manjarrés Freyle, por situaciones de edad, y a quien en el año 2024 Escarabajo Editorial le publicó su antología Soledad anfibia. Poesía reunida (2010-2017).
Esta editorial cuenta con publicaciones muy bien cuidadas y hermosas de poesía, memorias, ensayos y narrativa. Este, Soledad anfibia. Poesía reunida (2010-2017) incluye tres poemarios hasta ese año inéditos: Espejo lunar (2010), Óleo de mujer acosada por el tiempo (2013) y Animales invertebrados (2017), para un total de 34 poemas. Estos textos poéticos fueron editados antes en muchas revistas colombianas e internacionales. Annabell Manjarrés ha sido distinguida con varios reconocimientos: la Gobernación del Magdalena le concedió el primer lugar en poesía y el segundo en cuento en el Concurso de Poesía y Cuento Joven 2013. Es Premio Nacional de Cuento Bueno y Breve, de la revista El Túnel, de Montería, 2015, certamen que ganó con el texto “El hombre en su jaula”. Así mismo, ganó el XXXI Concurso Voces Nuevas 2018 de Ediciones Torremozas, en Madrid (España), en el que participó en el concurso con diez poemas de su obra Animales invertebrados. También es periodista y cronista de altos vuelos.
De los espejos y otras figuras
En el primer poemario, Espejo lunar blanco encontramos, de entrada, un texto que da la dimensión de esta poesía: “Autorretrato”: “Soy el dedo que me señala. / La que de las sombras iluminada brota. // Todo te atraviesa:/el agua, la luz, el viento, / la esperanza, mi hombre, / los sentimientos más oscuros / y los más clementes” (p. 15)[1]. Y más adelante: “Voy a tientas tocando cuerpos / de hombres y mujeres. / Voy abanicándome / con mis soberanos matices, / y me lanzo” (p. 15). Retrato del yo y de la vida, de su (fe) poética, porque esta revela la inflexión lírica con matices, la esperanza del hombre y la mujer a través de sus sentidos, de sus iluminaciones y sombras: sus autoseñalamientos hurgan en su propia voz, en sus ficciones, para abrirse, para ir tras de sí: se trata de que, aunque un ave la desgarre “hasta sangrar”, busca ver “el río púrpura que circula mi interior”, de hurgar “a este fondo inacabado” (p. 16), como indica en el poema “Que me desgarre un ave”.
Y en esta autorrevisión, la hablante lírica continúa desnudándose en “Selva y origen”: “Estoy sola en mi selva de mujer”, que, llena de contradicciones, se revela como “símbolo inconquistable”, con “bestias vírgenes y espíritus indómitos / Poblados de olores de lluvia / –barro en el aire– y olores a tigres que acechan / a mis hembras celosas [...]” (p. 21). Son símbolos constantes, cuya representación se afirma o se niega, pues, en medio de esas exposiciones, se trata de mostrar las contradicciones, la búsqueda y el encuentro de identidades y tiempos perdidos, entre “junglas de deseos”, pero todo ello, “para ahogar todos los símbolos / y volver siempre a mí” (p. 21). La voz poética se rompe, pero se ratifica en sí misma.
En este sentido, nacen y existen varios elementos llamativos en este primer poemario que se conecta con los otros dos subsiguientes: la refracción de los espejos, la dualidad antes anotada, los de la búsqueda de una presunta verdad, muchas veces emasculada, que no se encuentra ni se encontrará (obvio, llena de símbolos). Pero que esta voz poética sí se afirma como mujer, como en “Manjarrés”, poema que tiene un doble himno: a sí misma y al padre: es el poema de la afirmación y la negación: “y ese reflejo de tu rostro en el mío / que aún no acepto” (p. 23). Pero, así mismo, el poema hace parte del delirio, del amor parecido que deja el amor de los hombres que conoció, y, en el que, por ello, quedan huellas amorosas en el poema: búsqueda de reconocimiento de sí y como desplazamiento de una posible otra, dando cuenta de un movimiento ambiguo, anfibio. He ahí una posible respuesta al título del poemario: ser una y otra a la vez. Pero también, sobre la naturaleza anfibia de esta poesía, quiero acoger y modificar, al respecto, lo que propone Franca Maccioni (2016) para otro contexto sobre la poesía deltificada en Argentina: en la lírica de Annabell se puede exhibir un juego intrincado entre la infancia paradisíaca (“Corre, ardilla corre”, en Animales invertebados) y la madurez, o el juego y el cuestionamiento de la lengua y el ser, o tal vez entre la intemporalidad del mito y el presente, o entre lo subjetivo y lo impersonal, o entre la naturaleza y la cultura.
Una muestra de ello son los siguientes versos, de “Salón de espejos”: “La verdad se hace miserable / en la conciencia presa” (p. 17). Y esta propuesta continúa más, adelante, en el mismo poema: “Una galería de máscaras/ se transparenta en los pasillos. / Es difícil reconocerse / entre cariátides rotas” (p. 17). Se quiere mostrar la doble faz: la sujeción y su contraparte: búsqueda de la verdad y la libertad: las cariátides, esas figuras de estatuas griegas que cargan cestos con plantas, que cargan también en su cabeza el mundo, eternamente, como castigo (como Sísifo), pero, desde el otro lado, representan columnas estructurales, que conllevan, en su significado, serenidad, fuerza, sacrificio, belleza, elementos “otros” ideales, que indaga también esta poesía inicial, y que empieza ya a manifestarse, entre otros, en los poemas “Manjarrés”, “Benjamín” y “Autorretrato”. Esta conexión revela no solo las relaciones con lo mítico (las quimeras, Teseo, Sísifo) de esta esta escritura poética, sino, además, con su naturaleza de ruptura y su sentido ecocrítico, y, al mismo tiempo, urbanita: por esta lírica se filtran los sonidos y gritos de la naturaleza, del viento aullando, aunque también de la ciudad, cuando ese mismo viento, se cuela “por los muros o la herida de los tejados” (p. 19).
Son símbolos constantes, cuya representación se afirma o se niega, pues, en medio de esas exposiciones, revela el espíritu de las contradicciones, como en “Siluetas”, que aparenta ser una mirada erótica, pero, por ser un mundo visto desde lo miope, resulta desordenado, lleno de cosas materiales y cuya “aguda imaginación” choca con la “inconsistencia en mí / mi sombra se estremece”, de manera que “se encandilan / frente al contraluz de su silueta” (pp. 24-25). Representa, de alguna forma, otro espejo fragmentado.
Poesía ecocrítica y urbanita
Miremos, también, cómo en “La jaula”, esa poesía se convierte en irónica, ecocrítica y paradojal, pues al mismo tiempo de invocar la libertad, despierta las contradicciones de la huida y el encierro. Irónica y ecocrítica, porque la pareja protagonista desea dialogar, vincularse, “ser” la naturaleza, “perderse en el laberinto”, “oler la hierba húmeda // bañarse en el aire [...] correr desnudos / inmolarse en la selva [...] sobrevivir a los espacios empedrados / a los árboles y las motosierras [...] llevar un pedazo de selva / para adornar los patios y los corredores” (p. 27). Pero la paradoja arbitraria de esta pareja es la de los humanos: seccionan al paisaje, seccionan a una parte de este para quedarse con una parte: “enjaular a los pájaros”. Poesía metonímica, convierte el todo en la parte y la parte por el todo. Es un grito doble: de los humanos, que quieren la libertad, pero la hunden; de la naturaleza amarrada y defenestrada: grito ecocrítico, nuevamente.
Por otra parte, los poemas urbanitas contribuyen a dar otra mirada dual, desarrollando una crítica y una exaltación a la ciudad origen de la autora: Santa Marta, denominada en el poema “Ciudad de los espejos”, donde los nocturnos o serenos saltan charcos evadiendo verse en esos “caminos de espejos”. Mirada crítica sobre la ciudad, que se ahonda aún más bajo la contemplación del mendigo que observa “otra ciudad” que “respira bajo el agua” como “mundo en decadencia” (p. 26). Aquí los espejos dibujan un universo en ocaso, como sucede, también, en el mundo del niño wiwa de “Benjamín”, abandonado por la gente, exiliado y lleno de cicatrices, solicitando ayuda. O “Himno a Santa Marta”, del poemario Óleo de mujer acosada por el tiempo, que funciona bajo el ritornello: “Nadie ha venido a salvar a la ciudad dos veces santa” y “Nadie respondió por la ciudad dos veces mártir” (p. 43), cuya traza observa a sus ciudadanos “idiotizados por el azul”, “surfeando los maremotos”, tragándose el mar y vomitándolo, pero convirtiéndose en lluvia cuando fingen “asombro” luego de mirar “las mismas caras en los cafés” (p. 43).
Es la ciudad cansina, a la que ya no se le hace el amor, y, como toda urbe conquistada, abre “sus piernas al pirata europeo” (p. 43), aunque existe la esperanza de que se desligue de este país, volverse isla o planetoide despoblado. Como todos los cantos a las ciudades de origen, congregan amor y desamor, las alaban y las censuran. Por otra parte, están los himnos ecocríticos en “Río Manzanares” y “Presagios desafortunados”. En el primero se invoca su presencia sana y hermosa, y a su vez, la “desconsideración a tus aguas”, apedreado, “humillado por la multitud” (p. 28). Ante lo cual, es mejor que llegue al mar Caribe, para que lo purifique, lejos y de cerca de la mano del dios Sol, Serankua, que lo iluminará y acogerá. Los viejos mitos restauran los daños de los conquistadores y que prolongan los conquistados.
En “Presagios desafortunados” el cuerpo de la hablante lírica se asume como cuerpo de la ciudad: “Se me aproximan vientos / que derribarán aves peregrinas [...] o como la neblina que busca el oxígeno que soy” (p. 29). Pero esta manifestación tiene incidencias sobre el hábitat, encuadrándose de modo ecocrítico, también al arrogarse el cuerpo como ecosistema: “La naturaleza cae / al abismo que abona la suerte de la tierra. Y todo cuanto observo cae / como hebras de mi pelo en el sifón, o como las fragilidades de enero”. Para retornar a una ajenidad que brinda, que se hunde en la calle de la ciudad bajo un mecedor que deja una “sensación espesa / de temeroso lenguaje” (p. 29).
Destaquemos aquí que Annabell Manjarrés ha discurrido alrededor de la palabra, del lenguaje, como acertijo y como información, como cuestionamiento de la ciudad con doble cara: entre la querencia y el desafecto. De allí que diga en “Mi voz es un laberinto”, de Óleo de mujer acosada por el tiempo: “Mi voz se deshizo de la lengua. / Fue herramienta de malas palabras / en mi contra” (p. 45). Disyunción, exploración y contradicción: el poema constituye la asunción de la liberación, pues después de aquellos que acompañaron a la hablante lírica con arpegios, no “me importó un bledo / separarme del alma y arrojarla a la vida” (p. 45). La oralidad del bledo que no importa abre más el arpegio del desdén y la desconfianza. La voz, vuelta palabra, vuelta oralidad, redime, rescata, y critica.
Óleo de mujer acosada por el tiempo
Este poemario gira alrededor del movimiento del cuerpo-poema-naturaleza. Del crecer hacia dentro y expresarse en un hacia-fuera. Poesía del crecimiento centrípeto y centrífugo a la vez, conlleva un crecimiento por fases en el que afloran ambos movimientos también. El tiempo dicta un doble discurso: en el poema que da título al libro, se observa también un naufragio contenido y un sueño surrealista: “Fui un remolino incapaz / de tragarse el agua. // De tanto crecer adentro / mis peces empezaron a nadar en el aire / y no hubo pecera / que sostuviera mis ímpetus” (p. 37). Imposibilidad y lanzamiento, expulsión, ese desborde centrífugo del cuerpo y su transformación se combinan en/con la naturaleza: “Con un alfiler en cada dedo / adorné de cayenas mi pelo / derramándose en mí / ese olor a patio de tierra” (p. 37). Visto lo anterior, se quiere volver al entorno, dialogar ya no con las angustias ni con la “seguridad mentirosa”. La perspectiva del poema “Óleo de mujer acosada por el tiempo” manifiesta simulación y dualidad, por lo cual se trata de fundar nuevas historias, para reemplazar las otras, llenas de un “romanticismo espeso”, “con cierta pena”, con “una seguridad mentirosa”, pues ahora toca vivir, aprender “sin ansiedad”, “para convertirse / en una galaxia lactando / de una madre nebulosa / toda / negra / ella” (p. 38). Es un re-nacimiento simbólico, cósmico, y, aunque oscuro, un poco esperanzador.
Esa libertad cósmica se observa en “Salón de espejos”, de Espejo lunar blanco, donde la hablante lírica reflexiona: “La verdad se hace miserable / en la conciencia presa” (p. 17). Que puede acogerse con las situaciones actuales de Colombia: no hay conciencia ni cuerpo libres si las tienes encerradas, enajenadas. Ante ello, reemplacemos conciencia por cuerpo: no hay cuerpo libre si se encuentra, como se ha indicado antes, amarrado, si no se ha hallado su libertad, si no ha encontrado “la espada de la verdad” (p. 17). Esta voz poética encarna no solo una voz particular sino la muchos en Colombia. Y, con ello, varios de estos poemas encierran la palabra “verdad” como búsqueda, como necesidad, pero puede chocarse con la “verdad” de la realidad. Y esta espada irónica, como la de Damocles, pende siempre en estado peligroso. Por ello, según se entiende, las poetisas (los escritores todos, los seres humanos) no deben/no tienen que buscarla, por su inseguridad, por su ambigüedad, por su resbaladiza, utópica noción.
Si pensamos en este segundo poemario con relación al primero, Espejo lunar blanco, este es más interpelativo, más propositivo, con mayor unidad y sentido aforístico-analítico, en el más abierto espectro; como en “Sentir del día” leemos: “Hay que saber resistirse antes de manchar el futuro lo que aún es / Mejor aprender a llegar a tiempo al resto de la gente”, o: “No estamos hechos para detener el destino con nuestros escudos” (p. 39). Crítica de la realidad, busca ser dialógico, así como mostrar sarcásticamente la relación entre los seres humanos y su soledad, como en “Noche para deambular”: “Óiganme ustedes, los seres ustedes detrás de las paredes, una coraza de tiempo y salitre lo imposibilita” (p. 41). Y casi enseguida: “Mi mano que acaricia dialoga con los muros de los hoteles restaurados” (p. 41). ¿Contradicción? Es un mundo también de lo material, de lo matérico cuestionado, de lo externo, que se une con el tiempo, bajo un determinado lugar: “Esta provincia pertenece a la eternidad. El alma de las cosas las llama. Se derrama hacia las líneas negras y regresa al nido de las mariamulatas” (p. 42). Parece un cuadro abstracto, pero en el que aparecen, a fogonazos, Santa Marta y su bahía, como exposición material criticada. Como si fuera una pregunta/respuesta al poema “Himno a Santa Marta”.
Combinemos ahora los cuatro últimos poemas de este libro: “Mi voz en un laberinto”, “Caballo de espadas”, “Yo no me leo el tarot” y “Poemas en el final de los tiempos”, que significan una alta reflexión sobre lo inquiriente de la palabra, de la poesía, transformada en una lírica diciente que se cuestiona a sí misma y al propio instrumento creativo. Como en el ya citado antes, “Mi voz es un laberinto”, que refleja una aparente separación: “Mi voz se deshizo de la lengua. / Fue herramienta de malas palabras / en mi contra” (p. 45). Ejercitando otra lectura, acaso, paradójicamente, estamos leyendo escrituras que exploran su propia ironía y su propia extrañeza. Un ejemplo: cuando la lengua “Me condenó en una constelación de actos predecibles”, a pesar de que sea desde esa misma palabra con la que se expresa. Recordemos que ese cuestionamiento metalingüístico (o metaartístico) se ajusta a los escritores, a los artistas cuando ponen a fuego lento el instrumento de su propia creación. Al tiempo, es una paradójica contradicción de un yo poético que cuestiona su pasado, sus historias, y, sobre todo, sus lecturas, bajo una mirada autorreflexiva y autobiográfica: “Me mantuvo supeditada / a otros cantos / pero yo no sé de cantos / ni de palomas silenciosas”. Muestra de esta contradicción irónica, esta misma lengua que gesticula el mutismo, esgrime también “un grito poderoso para matar aquellos / los ilustres de la voz y compadecerme” (pp. 45-46).
Aparenta ser una lección desde la autocompasión, en la que ya no importa “separarme del alma y arrojarla a la vida”. Dualidad aparente, también constituye una puesta en escena autoevaluativa: “Pobre de mi voz / pobre // La que se separó del habla [...] guardadora de silencios”, y, al mismo tiempo, se separa “del habla y habló por hablar” (p. 46). Desobediencia, subversión, anarquía, cuyos ecos se continúan en “Yo no me leo el tarot”, donde la arena configura su destino trágico: “Arruiné todas las predicciones / quemando las cartas, / de tanto barajarlas alzar” (p. 49). De manos con ello, se reitera lo deleznable de lo oral, de la letra y de los comportamientos, de “todo aquello que quise, / junto a la suma de palabras sueltas que / proferí irresponsable” (p. 49). Que conecta con los versos de “Mi voz es un laberinto”. ¿Qué se observa entonces: ¿autocuestionamiento?, ¿autocrítica?: ni alma ni vida: todas importan “un bledo”. Ello se solidifica en “Poemas en el final de los tiempos”: “Escribir poemas en el final de los tiempos, /cuando las nubes ya no son nubes [...] Poemas trabajados desde un sentimiento añejo, / vivencia pasada, voz inútil // Un eco que solo suena a eco” (p. 49). Conclusión: estamos ante la nada, ante la imposibilidad de comunicar, de un pasado extinguido por lo mal pronunciado, además. ¿Es el reino de la caída del poema como arte? ¿O de la voz como alguna representadicón? Seguramente. La mirada pesimista se ahonda cada vez más. El poema puede revelar el arte del fracaso de la voz poética.
Y esos mismos cuatro poemas lanzan sus preguntas existenciales: en “Caballo de espadas” se muestra un hombre lacerado, al que han roto su amor, roban sus tesoros y lo que lo rodean lo observan como “el más común de los hombres” (p. 47), y que vuelve al mar para arrojar sus escudos, siendo este objeto el que traza la insignificancia de su tragedia. Este título, significativamente, irónico, al contrario de los sentidos de esta carta del tarot, representa para la hablante la capacidad de pensar con lógica, con velocidad y rapidez en las decisiones, pensar despreocupadamente, sin riesgo, como las cariátides. Pero también, y sobre todo en este poema, se subraya la imagen de la derrota de ese hombre en el campo del amor, del que seguramente no conocía nada, mientras que la mujer sí, dándole un golpe hiriente, aunque que para el mar es insignificante la desventura de este hombre. Y para cualquiera.
De allí existe una gran conexión, o, mejor, continuación, con “Ya no me leo el tarot”, en el que una voz poética, después de evaluar su vida, en proceso de derrumbe, después de que muchos se disfrazaron de Dios y la conjugaron (en realidad pareciera que el verbo conjurar es mucho mejor) se convierte, después de expresar su ignorancia sobre Dios, en “creyente de pacotilla” (p. 48). Arruinada, arroja un puñado de arena al mar, volviéndose ésta en “mi destino / el mar la nada” (p. 48). En este mundo de ruptura existencial, de cosmovisión angustiosa, su suerte está echada por “las espadas que me despedazaron”. Ya no es Damocles que deja su instrumento atado con la crin de un caballo: ya cayó y destruyó.
Como se ha señalado antes, en el primer poemario, surge la ajenidad de esa mujer, esa otredad, ese desdoblamiento de/mediante “palabras sueltas”, “irresponsables”, acompañado de “espejos agotantes” que culminan con una “verdad del instante” (p. 48-49) de la que surge solo la (in)existencia. Es la misma mirada del primer poemario donde el mendigo del poema de “Ciudad de los espejos” contempla, desde la distancia, la “otra ciudad que respira bajo el agua” (p.26) para “perderse en el laberinto” (“La jaula”, p. 27). Relumbra otra vez el mundo en crisis del humano, de su pérdida y de su añoranza al mismo tiempo. Estos espejos-escritura, muestran el duelo de una “soledad anfibia” mediante un “Poema cansado de decir ausencia, / poema cansado de decir amor, / poema cansado de decir soledad” (“Poema en el final de los tiempos”, p. 51). Repitamos lo antes afirmado: esta lírica hace gala de una cosmovisión al borde del abismo, o bordeando el derrumbamiento.
Una penúltima anotación sobre este poemario: si se hiciera una revisión para una segunda edición, habría que examinar la inclusión de dos poemas o remirar su redacción: “Óleo de mujer acosada por el tiempo” y “Sentir del día”, cuyo lenguaje observa algunos giros y versos para mejorar sus aparentes miradas abstractas o lenguaje repetitivo.
Animales invertebrados
En este poemario, Annabell Manjarrés exalta a un yo a través del Otro, del otro o los otros. Hagamos una comparación: en Espejo lunar blanco los versos conllevan lo erótico y la soledad a otra dimensión, a otra reconfiguración (“Tiemblo / mi cuerpo espera [...] Es el presente una soledad incauta [...] Veo en mis manos/ una silueta de eróticos versos / consolando mi sexo sollozante // Hay una inconsistencia en mí / mi sombra se estremece”, en “Siluetas”, p. 24), se conforma un mundo de refracciones y espejos rotos, mundos rotos. En tanto, en Óleo de mujer acosada por el tiempo se observa un universo más dramático y de exploraciones e interrogaciones más fluyentes (sin dejar de ser problemáticas). En este último libro, Animales invertebrados, se presenta una naturaleza más lúdica, más memoriosa, más reflexiva, más madura.
Destaquemos la conexión, para empezar, entre el primer ejercicio de liberación que constituye el primer poemario, con esa voz lírica que duda: “Hay una inconsistencia en mí / mi sombra se estremece” (“Siluetas”, p. 24). Ahora, en Animales invertebrados, en “La mujer abeja” se muestra una plenitud afirmativa: “Estoy aquí porque he pagado. / Porque merezco otras danzas, / el ciclo de nuevas lunaciones” (p. 57). Es una mujer-abeja que reflexiona y progresa: “Merezco otros frutos” (p. 57). Esos frutos continúan en “La luciérnaga”, que es un complemento temático al poema del linaje llamado “Manjarrés”, en el que la voz poética cantaba al padre. En “La luciérnaga” se presenta un poema de balances, de reflexiones sobre “la otra” del linaje: la hija: “En mi vientre / pequeños huesos / me ensanchan” (p. 59). Poema amoroso, pero igualmente reflexivo: “dos oídos atienden el fluir de mi sangre / y unos ojos me observan desde adentro / sin que pueda esquivarlos”. Poema del cuerpo doble: “Me he transformado en un animal de dos corazones […] Soy una célula dividida en fases profundas / dos cerebros que dialogan desde el sueño / y me interrogan” (p. 60). Diálogo, preguntas, el cuerpo ensanchado halla su unión, “anhelando el sol”. Nuevos caminos, nuevas esperanzas, que iluminan a esta luciérnaga-mujer.
En este poemario, se encuentra un homenaje también a una abuela, bajo un tono a media voz, en un reencuentro memorioso: “Fue una tarde de los años noventa / junto a la piedra de lavar / en un patio de Gaira. / La abuela bañaba a la nieta / mientras abril agonizaba / en los calendarios” (“Corre, ardilla, corre”, p. 73). Es el modélico paraíso de la infancia, en el que muchos poetas de la generación del 98 español y los poetas modernistas cantaron. Pero en este el entorno del Caribe retoma sus luces con sus frutos y los espacios: la cocina, el patio, y en medio de ellos, la conciencia prefigurante de la niña da cuenta del cruel momento de la muerte de la anciana y de dos momentos en que la alta conciencia poética de Annabell Manjarrés encara al mismo tiempo el modo narrativo que T. S. Eliot denominó el “correlato objetivo”[2]:
Fui un punto escarlata en movimiento,
una ráfaga de pelo blando.
Fui tan roja entre los árboles
que los perros ladraban
a mi desesperación
alborotando los gallineros del vecindario.
[...]
Agitada,
entre murmullos y sollozos,
juro por la arenosa carne del tamarindo
que fui tan roja como pude
buscando esas cerezas (“Corre, ardilla, corre”, p. 74).
Representa el poema una historia, ya sea una micronovela o un cuento corto que merecieran revivirlos en esos géneros narrativos, pues detrás, mediante esa revivificación lírica, se narra lo que Robert Langbaum denomina “poesía de la experiencia”, una imitación de la vida. Se observa allí, retomando un poco lo indicado por Maccioni antes, pero de modo más preciso para este poema, un cruce de lo íntimo y lo privado, de lo público y lo social, intersectándose también la memoria, de allí que Beatriz Sarlo reflexione acerca de que “la narración de la experiencia está unida al cuerpo y a la voz, a una presencia real del sujeto en la escena del pasado” (2005, p. 29). Habría que esperar esta propuesta.
En otro aspecto, los poemas de Animales invertebrados juegan a enfrentar o asimilar los insectos y la naturaleza frente al destino o al futuro o al miedo, asemejándolo al de un ser humano, como en “La polilla” donde la lluvia, a pesar de ser “vértigo”, “[a]l extender la mano / creo estar más cerca del futuro”. Y a pesar de una situación y medio ambiente inseguros, como en el poema anterior, brillan las ilusiones: “un rayito de luna se tiende en el piso / y mis pies lo encuentran: / aquí me he sentado / al llegar a un acuerdo con el miedo” (p. 61). Es un mundo aparentemente contradictorio, pero el miedo ya no brilla obcecadamente como en los primeros libros. Como en “Lombriz de tierra y agua”, que revela “agua celosa” (p. 63), y el cuerpo de la hablante lírica no puede huir, al tiempo que la lluvia genera miedo de caer a la tierra. Cuerpo y reino animal dialogan, se estremecen: una mariposa se asimila a “mi orgullo”, “esa cosa negra / y despampanante / revoloteando su herida” (“La mariposa negra no trajo visitas”, p. 65). Los insectos invertebrados trazan otras recomposiciones anímicas.
El universo de la ruina y la desolación en los poemas de Annabell se retrata a través de los seres “otros” que muestran su propia autodestrucción. Se presenta más patentemente en “Cucaracha bocarriba”, en la que el insecto se asemeja a las dudas del yo poético que dibuja “mi precipicio de conjeturas” (p. 67), y en el que, además, se “han paralizado” “el cuerpo y el criterio”. O el de “La mariposa negra no trajo visitas”: “En un rincón de la casa / abandono mi orgullo” (p. 65). Sesguemos un poco más el análisis: como en algunos poemas del primer Jaime Manrique Ardila, el rincón cobra una eficiencia tenebrosa a través de un “bestiario abierto”[3]. Así, la relación rincón-cuerpo en la lírica de Manjarrés Freyle, se asimila a la de mujer-animal, mujer-insecto: “Una pata y un ala / resucitan / cuando una procesión / las levanta como grandiosos trofeos” (p. 67), que simboliza una aguda aventura del sufrimiento, una antropologización y un mandato sufrientes en el que las cucarachas o mariposas reflejan reinos de la exploración y explosión humanas. En ese desnudamiento se observa el cuerpo girar no solo “hacia un rincón” sino hacia un precipicio. Se busca, entonces, entre otros, la autoaniquilación propia, hasta la del “deseo infantil” (“Soledad anfibia”), como la del deseo erótico y el del otro al que se amó.
Quizá alguna respuesta de lo anteriormente dicho se encuentre en “Soledad anfibia”, el poema que da título al libro, cuando dice, en una especie de dicotomía: “Tu nombre es tu vestido, / tu apellido tu chaqueta: / Annabell Desnuda Manjarrés Freyle” (p. 70). Es un poema del yo frente al destino y a sí misma. De yo-otra, del espejo del yo ambiguo, anfibio, navegando entre aguas contradictoria. Ayer y hoy, esa voz poética e se relame, se reafirma dualmente: “Sobrescribir tu nombre encerrándolo en un círculo / no devolverá a la que ayer suspiró”. Y continúa esta aparente división: “Y por supuesto, tus zapatos no son tu destino, / pero pueden andarlo” (p. 71). Y otra partición más entre el tiempo y el cuerpo: cuando el primero se adormece, el cuerpo vira “hacia un rincón / en el intento de reconstruir los discursos de la que ayer suspiró”. Es una mirada a esa otra afantasmada, que se posibilita como un deseo al que hay, tal vez, “aniquilarlo”, buscando la excelencia, o mejor, la unidad, de manera que sea en la cama metafórica donde vista “el nombre / de quien a solas recibe tu cuerpo” (p. 72)
Se registra, entonces, al “sobreescribir tu nombre”, la dicotomía de cuerpo y escritura como una paradoja de la otra que entra al cuerpo del poema en cuya otredad se refleja como un espejo que se divide, como indica en “El canto de minotauro”, reiterando uno de sus tópicos: “Ser un espejo frente a otro espejo, / la virtud de los seres infinitos” (p. 75). Ser y no ser tú, dualidad, búsqueda y encuentro de sí misma, la escritura y sus reflejos sanan, inquieren. Contradictorios, se reafirman. Todavía siguen preguntándose, como cuando en el primer poemario indica en el poema “Selva y origen”: “Estoy sola en mi selva de mujer” (p. 21), y finalmente, para exclamar, para expresar búsquedas y encuentros entre el ser y el lenguaje, para repetir lo que antes se ha comentado: se quiere “ahogar todos los símbolos / y volver siempre a mí” (p. 21). Al final, ¿qué?: ¿perderse, buscarse?: mucho mejor es reafirmarse líricamente. ¿Cómo? He ahí el camino: el arte, la escritura, porque, paradójicamente, “después del delirio / solo queda el poema” (“Manjarrés”, p. 23). Delirio expresivo, también la poeta repara sus heridas. Y las invoca muy bien.
***
Esta selección poética canta a las angustias y a la libertad de un yo poético escindido, a su búsqueda incansable de una posible verdad (siempre inasible, también cercenada), a través de una soledad anfibia, de varios frentes o caminos. Esta última soledad expresa esa indagación mediante luces y sombras resarcidas en espejos que reflejan una escritura que enmarca su relación con el cuerpo y el lenguaje, vistos ambos de manera crítica, reflejo de la misma realidad contradictoria. Pero, poesía de los conjuros, también, retrata sutilmente el mundo de los abandonados, así como revela ecocríticamente una naturaleza muy sensible, ya en constante resquebrajamiento bajo las sombras y garras de la pugnacidad climática y globalizadora que genera el ser humano. Ello revela, así mismo, el mundo en crisis que es revisado mediante una conciencia lírica que busca y revela la caída de un mundo discordante y pleno de interrogaciones.
Poesía generalmente clara, Annabell Manjarrés Freyle decanta, en este texto de tres poemarios, no solo los conjuros, los sueños y las ilusiones, sino las desesperanzas y las reclamaciones de una poeta que devela con buenos auspicios y de modo original sus aportes a la lírica del Caribe colombiano, del país.
Adalberto Bolaño Sandoval
Docente universitario. Investigador
Referentes bibliográficos
Bolaño Sandoval, A. (2006). Jaime Manrque Ardila: entre el paraíso perdido y la liberación de los deseos. Cuadernos de literatura del Caribe e Hispanoamérica, 3 (1), 133-176. Universidad del Atlántico.
Gil de Biedma, J. (1994): El pie de la letra. Ensayos completos. Barcelona: Crítica.
Maccioni, F. (mayo-agosto 2016). En el umbral de las voces anfibias: el imaginario acuático en la poesía argentina contemporánea. Anclajes XX. 2 (33-50) http://www.scielo.org.ar/pdf/anclajes/v20n2/v20n2a03.pdf.
Manjarrés Freyle, A. (2024). Soledad anfibia. Poesía reunida (2010-2017). Bogotá: Escarabajo Editorial.
Otálvaro, R. D. (2012). Ellas escriben en el Caribe. Antología de mujeres poetas del Caribe colombiano”. Bogotá D. C: Fondo Editorial Universidad de Córdoba y Editorial Zenú.
Sarlo, B. (2005). Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión. Buenos Aires: Siglo XXI.
Vargascarreño, H. (2017). Como llama que se eleva. Bogotá: Ediciones Exilio.
[1] De aquí en adelante, las citas solo aparecerán solo con el número, sin las fechas, salvo alguna disposición diferente.
[2] El “correlato objetivo”, como recurso retórico que propusiera T. S. Eliot en su ensayo “Hamlet y sus problemas” (1967), se entiende como el encadenamiento de imágenes simbólicas elegidas y narradas de manera secuencial que, en su conjunto, evocan un sentimiento universal en el lector. El “correlato objetivo” se configura como una estrategia expositiva en la que el hablante, a través de una situación o una secuencia de acontecimientos, revela, de manera evocadora, con particular emoción, un momento cimero, en el que los hechos externos terminan en una experiencia sensible (Gil de Biedma 1994, p. 147).
[3] En un análisis sobre la poesía de Manrique Ardila, escribí lo siguiente: “Los versos de `Este reino` —que retoma la imaginería de los insectos de Silvia Plath y Ted Hughes— prolongan el poema anterior y dan cuerpo a una iconografía parecida a la de `El sótano`: cucarachas que se desintegran, hormigas que cumplen su mandato instintivo, avispas terribles, sapos venenosos, murciélagos extraviados, reino de la estupidez y `bestiario abierto` de una fiesta esquizofrénica. Cada animal simboliza una aventura sangrienta, una antropologización dolorosa: “Yo habito este cuarto. / Yo estoy como el sapo / Queriendo reventarme contra la puerta /Produciendo un PUM PUM (sic) /Como un tambor de guerra. / Yo estoy como la culebra / Escalando las paredes, deslizándome /Dentro de los límites de mi espacio y de mi cuerpo (p. 30)” (“Jaime Manrique Ardila: entre el paraíso perdido y la liberación de los deseos”, 2006, p. 140).
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