Literatura

Día patrio

Edgar Arcos Palma

13/02/2025 - 02:20

 

Día patrio

 

Los días previos se sucedieron con pequeños y quizá anodinos interrogantes acerca de qué actitudes en sus comportamientos se iban a adoptar, qué estilo de ropa usarían para no desentonar ante las posibles  ausentes inquisidoras de los transeúntes de la cálida y bulliciosa ciudad que se habían inventado para dar realce a ese inusitado reencuentro; cuántas habitaciones se reservarían en el hotel escogido -esa pregunta nunca hecha fue respondida así mismo como un “no intentes siquiera tocarme”- y ante todo cuál sería el saludo después de más de 40 años de no saber nada de sus vidas, bueno, más de 39 años sí contaba el de un año atrás cuando la incredulidad casi anuló la ocasión y ambos fueron fantasmas queriendo tocarse en la bruma sin apenas lograrlo. De eso, de un tímido beso de labios apretados en otra ciudad de aires primaverales quedó una sencilla pero anhelante promesa. Ahora daban el paso que tan inseguro parecía; es mucho tiempo -pensaron, dudaron, ansiaron, soñaron- y luego allanaron la sencillez con el calendario escogido, los orígenes de sus recorridos y el destino programado. Ya está, se hará.

El hombre llegó primero al hotel, ella se excusó culpando al taxista por su supuesta impericia y la tardanza en encontrar la dirección. El la vería entrar al hotel tras asomarse diez o doce veces al balcón desde la habitación asignada de la segunda planta. Era una película ya vista. Un año atrás en la ciudad primaveral la curiosidad por certificar los cambios inexorables en ella, el hombre tomó posición adosada a la ventana, fijó las arrugas tenues de su frente al vidrio que también daba a la calle, casi catatónico, su cuello espasmódico, esperó verla llegar desde una segunda planta de otro hotel donde había acudido con la ansiedad por colmar por fin un inmenso vacío, apenas rozando lo inconcebible, ese espacio de laberintos de caminos que nunca fueron los de ella…¿hasta ahora? Aquel día se miró a sí mismo y apreció su yo viejo. “Ni modo, nos reconoceremos en las ataduras y la memoria edificará las anécdotas que como castillos se irán construyendo poco a poco con la arena deslizándose entre sus propios dedos deformes”. Ese día aventuraron añoranzas de un noviazgo efímero que bien pudo ser su mismo sino, ese día salieron desde la recepción del hotel con el abrazo insondable de dos seres  por largos años desaparecidos de sus propios entornos, solo eso, un largo abrazo, un beso y un leve temblor muy dentro de sus aferencias.

Ahora, un año después, ya con un aparente plan definido, preparado minuciosamente, él bajó las escaleras y se encontraron por fin, se abrazaron con sigilo y la timidez del no saber qué hacer. Rompió el contacto en apenas unos segundos con la cómplice y curiosa mirada de la recepcionista no acostumbrada a esas añejas estampas. Ahí conoció por primera vez el principal artilugio de defensa de ella, hablar a borbotones, no dejar espacios para los devaneos, ni a pausas amenazantes. Un año antes no hubo riesgo, era su casa y su dominio. Miraron la angosta recepción, avanzaron hacía un espacio que se abrió generoso, un patio interior ocupado con elegancia por sendas mesas ¿redondas, cuadradas, rectangulares? de manteles blancos y vistosos en la penumbra del atardecer, servilleteros de una sencilla elegancia y sillas de espaldares sobrios. El comedor. El hombre solícito tomó la pequeña maleta de la mujer, escuchando divertido la cascada de palabras que se elevaron hasta un domo opaco y sin ecos que ella miró imitándolo. En una de las mesas, una pareja joven era atendida con elegancia de gourmet por el mesero de traje oscuro y chaleco que resaltaba la blancura de su camisa; aspecto bonachón, tez morena y trato amable quien saludó con cortesía sincera a los recién llegados. Bello hotel, asintieron, alzaron la vista a la luminosa señal del ascensor a sus espaldas e ingresaron a él desdeñando las escaleras. En la segunda planta el ascensor se alivió del peso de las palabras que atiborraron los espacios del pasillo, tras de ellas se dirigieron a la habitación. Las manos húmedas del hombre, la llave de cerradura antigua giró, la puerta dejó pasar las palabras  y uno a uno los años fueron realidades del pasado puestas con la delicadeza de la memoria en un rompecabezas armado exclusivamente para confrontar un presente del beso suave en la boca, sin lascivia alguna, de la invitación a hacer parte de la habitación de una cama doble, del mobiliario antiguo, el armario, la silla, todo ello en una puesta en escena de un mundo disímil que buscaba sin proponérselo un elemento común con el que se justificaran el estar en un decorado tan antiguo como sus recuerdos. Entonces el qué hacer y cómo comportarse no necesitó ya de palabras ni prevenciones; ocuparon sin proponérselo el lado correcto de la cama, sin tocarse empezaron a unirse en el contar días y noches mientras se conocieron allá en una brumosa población de pie de montaña, hacía ya más de cuarenta años, la diferencia de edades entre ellos, sus infancias y adolescencias soportando el destino, los amigos de pilatunas, las fiestas, el devaneo, los primeros amores, el pueblo compartido en espacios diferentes, el germen de la revolución -quien no ha sucumbido a la búsqueda del mejor estar- la bomba de confesarse amiga de infancia de quien después ostentaría el liderazgo de un grupo guerrillero; bueno, eso se ponía interesante, las ondas del tono de voz dulce, de melodías sinceras que casi se podían tocar, los ojos negros con el brillo de sentirse acaso centro de una quimera inalcanzable y por demás plácida, el sionismo acogido como ritual de su nueva vida repicándole al hombre en lo que ahora con pompa llamaba su propia conciencia, practicado desde hacía varios años -ya  no sabía cuántos- la celebración religiosa de los sábados que iba a aplazar al día siguiente, el Shabat, o quizá apelaría al recurso del contacto virtual, el demonio frente a ella sonriéndole indulgente, sumiso, aceptando todos y cada uno de sus movimientos, gestos, palabras y más palabras que resbalaban en la alberca de lo inútil. ¿Eso pensaba ella?, ¿Eso pensaba él?

La noche de vientos apacibles les hizo venia, salieron del hotel con el alivio en el suspiro expectante y hasta entonces suspendido en el desconocimiento del siguiente impulso, él aventuró una mirada al reloj y sugirió un restaurante o algo parecido al elegante recurso de un escape de la tremolina que amenazaba convertirse en intimidad equívoca. Ella no paraba de hablar mientras tomaban la carrera octava al norte, él escudriñó las edificaciones circundantes, una de ellas de piedra a manera de castillo desubicado en el tiempo, paredes de rojo ladrillo y techo con alminares como si de pronto fuera a aparecer enhiesta, avasallante, provocadora y provocativa “la mona” de Andrés Caicedo gritando a los cuatro vientos “Que viva la música”  en tanto la noche acogía sus andares de gente madura, ella de cabello corto y gafas en la cabeza, camiseta sencilla tal y como habían acordado de cómo lucirían al reencontrarse, ambos riendo ocurrencias mientras se acercaban a algún sitio donde comer algo antes de aventurarse con decisión veterana al corazón de la rumba en Cali. Escéptico, recordaba que la atracción cuarenta años atrás fue justamente la cadencia de su grácil cuerpecito recién evacuado del cascarón de la adolescencia, la joven recién estrenando pista en el maderamen de la mejor discoteca del pueblo donde una “red” atrapó los volátiles aromas de mujer en las sincronías de la buena música cultivada en clases recibidas de él en su también adolescencia, también en Cali. Ambos son ahora un recuerdo limpio del deslizarse por la pista, coordinación perfecta en las vueltas, alejamiento y acercamiento de sus cuerpos sudorosos y luego un despertar de animales queriéndose amar sin atreverse a sobrepasar sus límites, sus miedos y sus incertitudes que ahora, cuarenta años después, intentan conciliar sin objetivo alguno.   

 Mira sus manos mientras sentados en una cafetería a punto de cerrar ordenaron bebidas calientes, pasteles de zanahoria; toman el café a esa hora y quieren asomarse a sus secretos, él cuenta sus dedos entre los suyos, los cuenta y ríe de pronto sintiendo su real presencia, enseguida castiga su torpe pensamiento y asume una pose de cascarón acorde con sus canas. ¡Por supuesto que está completa! ¡Vaya estupidez! Atrapa al azar sus ojos mirándolo también y ambos detrás de sus gafas agachan sus tímidas incertidumbres. La pregunta de por qué no están juntos desde entonces no se hace y temen recriminaciones mutuas, arrepentimientos sin piso pero luego, sin freno de desplazan a los momentos que precedieron un adiós sin pronunciarse siquiera, allá donde entre tanto los vientos de años corridos son una verdadera tempestad en el rechazo de algún miembro de la familia de ella hacía él, un hermano díscolo a quien el hombre había casi olvidado -nunca supe de su rechazo a nuestro noviazgo- y de la tácita aprobación de los demás, una palabra “matrimonio” fue entonces el detonador de caminos opuestos, los puños cerrados de ella ahora en la cálida ciudad nocturna golpean cariñosamente los brazos de él con el reclamo de aquella pavorosa palabra pronunciada tan prematura, tan inmadura. Ajá, eso fue, piensa él, asimilando el pánico de los escasos 18 años de ella. El escape de ella monte adentro y a partir de allí creció el recuerdo y se apagó todo.

Pagó la cuenta de la acogedora cafetería, continuaron hombro a hombro por la sinuosa calle, mientras ella disparaba sin cesar sus memorias, y él divertido y anhelante buscando sin prisa un sitio donde sentarse a seguir conversando, a escuchar música, su música al hablar ¿a bailar? La noche concedería opciones.

Es curioso oír música que antaño era pura salsa, hasta sugiere que es sacrilegio que en Cali se escuche ahora vallenatos en un bar, rancheras en otro, rock en otro. -Me quedé en Juanchito, ¡qué horror! - Escogen una terraza con música crossover y predominio de salsa a ratos. La esperanza de revivir viejos momentos juega con el tiempo generoso de esa fresca noche. Un kit de seis cervezas artesanales para dejar fluir las palabras con el aliento suave de licor, un entorno casi vacío, una cercanía cómplice con la chica que los atiende, cuerpo exuberante y caderas anchas, cara mestiza, redonda de ojos expresivos, tatuajes sugestivos en sus brazos, nada más. La noche invita a volver al hotel, el corazón da un vuelco, los espacios ya trazados hace algunas horas son como las trincheras en líneas enemigas. Desecha la absurda comparación y se promete una noche plácida, eso, sólo plácida.

Tras una noche tensa con el sueño tan ligero y dispuesto a velar ese cuerpo ladeado, de espaldas a él, de respirar rítmico, y sosiego de paz interior, el hombre, asombrado de tenerla a escasos centímetros, cruza sus brazos “para no pecar”, apenas se mueve, cuenta las horas y clama por un pronto amanecer. La luz se filtra por entre las pesadas cortinas y el hombre se apresura al baño. Ella despierta con un caluroso saludo, ajena al hombre, cercana a la clarividencia de su convicción, íntegra en sus brazos que se desperezan, su pijama de blusa recatada y pantalón hasta los tobillos. No se tocan, se alistan para desayunar después de vestir las prendas casuales que ella propuso antes del viaje.

Al salir del hotel miran con curiosidad una barrera metálica en la calle a su izquierda, la gente comienza a arremolinarse, sobre sus cabezas camiones con soldados de uniformes verde oliva. Es el desfile grita con entusiasmo ella. Acercándose casi olvidan el desayuno, café, arepas, huevos revueltos, jugo de naranja. Siguen los vehículos, caminan por la calle de la noche anterior, alcanzan la cabeza del desfile, compran agua y observan. El hombre repara en la escasa profusión de palabras de ella y entonces la ve absorta, con una sonrisa cómplice ante cada grupo de militares pasando frente a ellos, caballería, motorizados, batallón de montaña, policía militar, infantería, el temido Gaula, mujeres en la policía y en el ejército, pesados tanques de guerra, baterías antiaéreas, bandas de guerra o de paz como las llaman ahora, el perfecto sincronismo en la marcha, el oasis de un camión con una orquesta compuesta enteramente por militares interpretando, oh alivio, salsa del Grupo Niche, de Guayacán, de La Suprema Corte, Canela, D’Caché y de reojo ella moviendo suave sus caderas de mujer madura aún esbeltas y elásticas, toma un sorbo de agua, lo mira condescendiente y agradece con sus ojos los momentos. Su móvil captó todos los grupos del desfile. Caminan en medio de la multitud festiva liberados ahora de prejuicios, asimilan los más de cuarenta años ausentes como una realidad absolutamente tangible, el tiempo no para, igual se sienten cómplices de la circunstancia de volverse a ver cuándo en el trajinar de sus caminos habían jurado olvidar lo que pudo ser y definitivamente no lo fue. Llegan sin apenas notarlo a las goteras de Chipichape, se adentran por los pasillos del hermoso centro comercial, escogen un agradable restaurante, un buen vino y un suculento almuerzo, un descanso al final del desfile. Se pregunta acerca de la intensa emoción de ella por los uniformes militares, indaga con tacto y sin herir sentimientos, las respuestas son esquivas, a lo mejor atenazadas en un pasado oscuro de confluencias guerrilla-fuerzas armadas, y después un giro drástico a la extrema derecha. ¿Eso tiene relación con el sionismo? Dioses. El cambio obligado a situaciones amables los sorprende tomados de la mano, acariciando nudillos, tocándose los pies bajo la mesa, acercando sus mejillas.  

Sorprende la serenidad, el aplomo, su cadencia no olvidada al andar, su belleza madurada en una mutación atractiva. Ella asiente en el espacio creado y aventura planes para un futuro cercano, algo así como sí renaciera a lo que creyó clausurar desde hace mucho tiempo, los cosquilleos en el abdomen, unas inquietas mariposas. El hombre también sopesa el giro en esos sentimientos arcaicos y sin embargo tan vigentes, no se atreve a crear esa atmósfera, ese acercarse al olor de mujer ya asomada al simple placer de volver atrás. Sí se pudiera. Ella, lejana por ahora, la buscará de nuevo, los miedos ya no son parte de sus defectos. Al atardecer ellos ya no tienen miedo y un beso es la anticipación de un mañana incierto ¿Cuándo?

Ahora, un camino se bifurca de nuevo, quizá uno de ellos quedará asolado, o ambos, no pueden saberlo.

Un 20 de julio se vieron por última vez.

 

Edgar Arcos Palma

Médico y escritor nariñense. Ha publicado las novelas Yaguargo (2021) y Escalera al vacío (2023).

Sobre el autor

Edgar Arcos Palma

Edgar Arcos Palma

El Catabre

Escritor nacido en Pasto (Nariño). Autor de las novelas “Yaguargo” (2021) y “Escalera al vacío” (2023). Médico de la Universidad Nacional de Colombia (Bogotá) y endocrinólogo de la Universidad René Descartes (París, Francia). Es miembro del comité editorial de la revista Estafeta. Publica sus cuentos en la revista Estafeta y PanoramaCultural.com.co.

1 Comentarios


Lorena Lagos Mesías 20-02-2025 03:32 PM

En esta cotidianidad el escrito es ágil, vertiginoso, de fácil lectura, muy bien tejido. Como bibliófila elogio al narrador, me encantan sus obras; la oralidad se diluye permitiendo que la lectura no sea tediosa. EXITOS!!!

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