Literatura
En la cantina

La escuché más de una vez en mi desprevenida y feliz niñez bananera, en distintos pueblos y fincas, según mi abuelo cambiaba de rumbos y de patrones. Quienes la referían la escucharon a su vez de abuelos y tíos maliciosos, hombres y mujeres que ya habían ajustado cuentas con su tiempo. Sucedía invariablemente en la cantina de un pueblo diferente en los comienzos inciertos de la zona bananera.
La última vez que la escuché sucedió en una cantina de Guacamayal. El tipo, que bebía con dos obreros amigos, se sacó el revólver del cinto, se levantó con violencia de la mesa y se pegó el tiro en la sien.
«Esto es pegarse un tiro, estúpido llorón», dice que gritó al apretar el gatillo. «Aprende».
Le puso fin así, de un único movimiento, al fastidioso monólogo de la mesa vecina, en la que cada noche un hombre de los alrededores lloraba a su mujer fugada y amenazaba con darse un tiro por cada trago que empinaba de una botella de ron.
He estado en la cantina y he ocupado la mesa que ocupó el suicida, solo o en la compañía de algún pariente.
Fue y sigue siendo un acto insólito, súbito, que hizo del suicida ─rutinario capataz de una finca bananera─, un modelo de resolución y un héroe a los ojos de quienes incluso no lo conocieron, pero reclaman para la cantina y el pueblo la paternidad de la historia.
No corrió con la misma suerte el llorón de la mesa vecina, el abandonado: dueño al parecer de unas cabuyas de tierra o de un potrero en límites de las fincas Agustina o Macondo, según mi primo Hernán creyó escucharle a su abuela Rosa. Su suerte quedó signada casi que al sonar el disparo en el momento más concurrido del salón. Nadie se fijó en él, porque todos tenían sus miradas puestas en el cuerpo del muerto, pero tampoco cuando su sombra se deslizó de la cantina atiborrada de curiosos. Era menos que un animal enfermo de la calle. Era invisible.
En una región acostumbrada a las tragedias, ningún tiro fue más contundente en sus alcances. No solo fijó un mito en la memoria de los hombres y mujeres de entonces, sino en la de sus sucesivos y vanidosos descendientes, tanto como para avivar ociosas rivalidades territoriales.
«Fue aquí y en esta cantina. El padre de mi abuelo, que ya murió, estuvo presente».
Así las cosas, es normal que los huesos del suicida reposen en más de un cementerio de la zona y sea oriundo de más de un caserío perdido entre los muchos laberintos de los lotes de banano. Es tambien moneda corriente que el lloretas aparezca de cuando en cuando en las noches de un pueblo o en los caminos de luciérnagas que van o vienen de las fincas. Siempre con la botella de ron en una mano y el 38 empavonado en la otra, moqueando por la mujer perdida y resuelto a pegarse al fin el tiro que lo libere de su miseria. Para su desgracia ─y tal vez fortuna de este relato─, su imagen se esfuma apenas es percibido a la distancia. Bien lo aviste la cautela de un ordeñador, lo aleje el rezo de una lavandera o lo intente enfrentar un jinete amanecido, como quiso hacerlo mi abuelo una madrugada que regresaba de una cantina de Guacamayal a la finca.
En vano mi abuelo echó mano al revólver para enfrentarlo, porque el aire helado de la madrugada se tragó al aparecido no bien él picó los flancos del caballo. Y, aunque lo desafió y lo maldijo en mitad del camino de polvo, bien sujeto a las riendas del animal y con el 38 alerta en la mano libre, sus altanerías fueron inútiles.
Algunos pocos quizá lean esta versión. La historia del suicida y el lloretas seguirá, en cambio, saltando de mente en mente y de pueblo en pueblo, allí donde haya alguien dispuesto a referirla y otro a escucharla con total credulidad. Hasta es posible que yo la vuelva a escuchar en una cantina de Tucurinca o de Palomar alguna noche de dados y cartas. Mi abuelo fracasó en su esfuerzo de enfrentar al lloretas. Yo espero haber logrado algo más al intentar encerrarla en estas líneas.
«Yo iba con mi drama de aquí para allá, de una finca para un pueblo y de cantina en cantina, la noche que el jaquetón ese se pegó el tiro. ¿Qué culpa tengo si hay gente que quiere matarse?».
Clinton Ramírez C.
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