Literatura
La visita

Su voz es un riachuelo de aguas permanentes, sin fin aparente. Habla fluida y solo una tímida interlocución deja flotando la palabra incompleta en el aire recogido de una habitación escasa de luz, unos labios en O como preguntando el motivo de la interrupción. Su vecina sentada frente a ella ha levantado la mano y la voz para organizar un cúmulo de palabras que agobian su cabeza.
De pronto la ve niña, de pronto y con súbito parpadeo, la ve embarazada una y otra vez, mientras los tiempos caprichosos acumulan edades indefinidas en sus hijas y ya no sabe de quien habla, de pronto frunce el ceño ante los cardenales violáceos en sus brazos y piernas, de pronto el cabello negro azabache crece desmesurado en la espalda erguida. Ríe a modo de disculpa, palmea sus hombros con cariño y pregunta sí le apetece una taza de café.
Recoge con automatismo el cabello, lo acomoda en un moño anudado con cierto desdén, el cuello ahora resalta la figura de una cara ovalada, piel blanca, muy blanca, ojos negros de expresión festiva, la boca denota una mezcla de alegría y sufrimiento inveterado. Eso dice, eso se empeña en contar ahora que su vecina tiene la cortesía de acogerla en la tarde de calores soporíferos. Llegó de visita abanicando con sus manos la cara sudorosa, levantó el velo y contó.
¿Padre? Pues claro que lo tuve, si no yo no existiera. El eco de su risotada se pierde en los ramajes de árboles frondosos cercando el patio inmaculado por donde picotean algunas gallinas en ausencia de gallo alguno. “No me acuerdo de él, de su cara > Un fugaz mutis. “A la muerte de nuestra mamá… “. Su vecina la interrumpe con brusquedad, solidaria. La fuga de la casa con un amante fue lo que sabía de su boca en O. Deja que siga hablando. “Bueno, para mi es como si hubiera muerto. Mi papá borracho –las palabras ahora tomaban un cariz violento– no sé de dónde sacó la responsabilidad esgrimida ante las autoridades que ya gestionaban la adopción de mis hermanos y mía; decidió que era capaz de criarnos. A mis cinco años ya sentía un imaginario, no lo creía. - Evoca el miedo - manos callosas, sucias, torpes y agresivas deslizándose por mi cuerpo en noches en que yo buscaba con espejismos y figuras borrosas de vidrios empañados por gruesos llantos a mi mamá. Entendí lo irreal de mi situación y reaccioné a tiempo, no sin antes grabar con fuego el asco de esas manos y las náuseas y el vómito tan solo recordar sus gestos obscenos y el aliento de alcohol que me persigue toda la vida. Me escapé y puse a salvo lo que la gente llama “integridad”, que la verdad no sé qué quiere decir sí yo me siento completamente desintegrada”. Respira profundo y apoya sus manos en los muslos de la vecina pidiendo un vaso de agua. Esa pausa recompensa la sonrisa nerviosa, se levanta y alisa su vestido de una pieza que dibuja un cuerpo esbelto y grácil de sus años cercanos a la menopausia. Camina a la ventana, mira resignada algo entre los árboles, quizá una nada, pasa la mano derecha por su improvisado moño y vuelve a sentarse recibiendo agradecida el vaso de agua. “Toda mi vida he sido empleada de servicio; aprendí a cocinar, a hacer pan, trabajé en una panadería donde el dueño quiso propasarse conmigo y lo mandé a la mierda”. Un sorbo de agua y la vecina acuciosa pregunta detalles que salen a torrentes entre risas, gestos y alivios de anécdotas ya superadas. “¿A qué horas pasa el bus?”. La vecina tranquiliza prisas y sentadas de nuevo sienten el ruido de motores de buses por todas las carreteras de Cundinamarca, Tolima, Huila, Risaralda, Quindío, Valle del Cauca. ¿Todo eso anduviste? Carreteras, barro, lluvias torrenciales, limpiavidrios en furioso vaivén, precipicios, casas de campo, ciudades inhóspitas, gentes de todo tipo, cariños y desprecios, el molde en que sus años forjaron la personalidad de una mujer que lucha y que sabe de caminos aún por recorrer. Un pueblito perdido en la montaña, de nombre apacible, solo de nombre, La Paz se limitaba a los pocos habitantes de ese perdido paraje, de trato casi familiar entre ellos, del instinto y celo de una adolescencia y la mujer redondeando una figura que atrajo al macho quien con tiento la hizo suya, y la prole creció y el licor apertrechó los celos y el violento proceder y las palizas dejaron huellas en el corazón de la muchacha. La vecina se estremece y muerde su labio inferior, acerca la silla y asiente permitiendo en su hombro el tremor de una lágrima fácil de su amiga. “Me encerraba con llave”. Recuerda, meses después la osadía y el dilema de dejar sus hijas y el escape con quien la había mirado sincero desde muchos años atrás y confeso ahora en el sentimiento. Los mensajes llegaban fragmentados; la buscaban. Supo del término de terror: “paramilitar”.
La vecina se estremece en el asiento y cambia la posición de sus pies entrelazados. Sus pantorrillas se dejan ver lozanas y la falda se ha recogido unos centímetros, los muslos atraen la mirada opaca por fracciones de luces cada vez indulgentes con las sombras de una tarde que se va. La vecina interroga. “Nos conocían a todos en ese pueblo. Mi fuga ni siquiera tuvo el miedo de mi verdugo, no; era verme alcanzada por fusiles y cananas terciadas de ojos homicidas de quienes dependíamos en un ignominioso vasallaje y sin derecho a nuestra propia identidad. Un pesimismo de cemento se apoderó de mis piernas mientras corría y las veces que veía a alguien posando los ojos en mi adivinaba un catastrófico fin”. Un nuevo sorbo de agua, la vista casi perdida en la repisa donde una veladora alumbra una imagen de la virgen de Guadalupe. La vecina no pierde movimiento, se siente arrobada no parpadea, se distrae también con la veladora y emerge el silencio que por segundos consume un temor ahora simbiótico. ¡No habla! - se asombra – la sacude con un cierto cariño y la mujer parece volver al presente como volvió en su momento al pueblo de nombre apacible con el agobiante amor por sus hijas abandonadas a la suerte de la familia del animal. El padre ya muerto dejó de ser amenaza para sus hijas. “Hubiese sido capaz el infeliz. Ve, ¿no tenés un aguardientico por ahí?”. La vecina asintió y se levantó, asimilando a sus espaldas las palabras que ahora volaban aprisa como si temieran perder a la depositaria de las cuitas, ella y su sombra ya casi ausente en el mueble de la cocina debajo del lavaplatos, y al agacharse sin casi doblar sus rodillas escuchó un chasquido de la lasciva lengua de la mujer de ojos abiertos, muy abiertos, la boca en O y una saliva lenta en una comisura húmeda. La vecina volvió con una botella llena hasta la mitad y dos vasos y con una risa cómplice se defendió del asedio con un “que te pasa loca”. “¿Te acordás desde cuándo nos conocemos? Ya hace algunos años, vos has sido muy querida conmigo, has estado en las buenas y en las malas, por eso te aprecio tanto”. Y ella condescendiente conjuga el mismo pensamiento con un “salud” mi querida amiga. No supo a qué horas encendió el único bombillo de la habitación, tampoco supo en que momentos estaban bailando un merengue harto conocido. El tiempo ya no existía, los miedos, los paramilitares, los sufrimientos que ahora eran cuerpo en sus hijas ya mayores seguían petrificados en la humanidad y todo parecía acabarse menos las lágrimas que salían sin esfuerzo en cada evocación. “Entonces volviste al pueblo apacible. Me perdonás, pero ¡qué bruta sos! ¡a la boca del lobo! La mujer sumisa replicó y tomó las manos de la vecina sin dejar de bailar, las llevó a su cara, acarició con las suaves palmas su cuello ahora sudoroso, repasó las curvas de sus exuberantes senos y le propinó un “¡te das cuenta qué estoy vivita y coleando! “Enfrenté mi valentía y el machote se acobardó”. Quiso borrar las certezas y las promesas no se hicieron esperar. Ascendí en el espacio de la tierra de nombre apacible, me miraron con respeto y salí con mis hijas de nuevo en huida”. La vecina y sus manos ahora en la espalda de la mujer, en el remate de su largo cabello acariciado con la lentitud del deseo no paraba de reír y asentir, tomaban, celebraban, aumentaban el volumen del radio y vencidas cayeron cada una en sus asientos, agitadas, radiantes. “¿Y has vuelto al pueblito desde entonces?” “¡Todos los años! Me hacen calle de honor y me paseo de arriba abajo y coqueteo con todos y a todos los mando a la mierda y nadie siquiera se me acerca“.
Acercó la silla, los alientos de aguardiente se confundieron, sus ojos entrecerrados soñaron fantasías, los dedos de las manos, entrelazados jugaron acariciándose, la O se cerró como persiana y se apretó en la noche inacabable a la poesía de Safo.
Edgar Arcos Palma
Médico y escritor nariñense. Autor de las novelas Yaguargo (2021) y Escalera al vacío (2023).
Sobre el autor

Edgar Arcos Palma
El Catabre
Escritor nacido en Pasto (Nariño). Autor de las novelas “Yaguargo” (2021) y “Escalera al vacío” (2023). Médico de la Universidad Nacional de Colombia (Bogotá) y endocrinólogo de la Universidad René Descartes (París, Francia). Es miembro del comité editorial de la revista Estafeta. Publica sus cuentos en la revista Estafeta y PanoramaCultural.com.co.
2 Comentarios
Felicitaciones por otra obra maestra de la literatura. Gracias Dr. Arcos por deleitarnos la imaginación con la metáfora y la realidad.
“Escribir es devolver al mundo a su estado original, expulsarlo hacia el territorio de lo que aún no ha sido nombrado” Aplaudo la Publicación de este escritor amateur, confió en que sus textos pronto estarán en las listas de los mas vendidos. Éxitos!
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