Literatura
El Seol

Job 17:12-13.
12-. Pusieron la noche por día,
y la luz se acorta delante de las
tinieblas.
13-. Si yo espero, el Seol es mi casa;
Haré mi cama en las tinieblas.
Inspirada por una ráfaga de lucidez, Aria se da cuenta que esta ciudad aparecida de cofrades, nazarenos y mártires está salida del tiempo. Que el sol parece no alcanzarla. Que está cubierta por un velo. Que es La Meca de los solitarios. Se pregunta si acaso no será el castañeo de dientes y el tiritar de huesos lo que cause que en este lugar los vivos se confundan con los muertos.
Es la primera vez que está en esta ciudad. Se distanció del suelo. Se acercó a la soledad. Llegó aquí porque Gabriel, su novio, se gradúa de filosofía y la ha invitado a estar en la ceremonia de graduación y conocer los santuarios, catedrales y museos independentistas. Al bajarse del autobús, piensa quien sería viviendo aquí, cómo se sentirían las manos tibias de Gabriel sobre su cuerpo desnudo y entumecido, que puede ser cualquier hora del día y que éste es un lugar para estar cogidos de la mano.
Aria y Gabriel toman un taxi hasta la casa de la señora Ruth, donde se alojarán la semana que permanecerán en la ciudad. La habitación donde se hospedarán, ya es conocida por Gabriel, quien estuvo alojado allí en el último semestre que cursó. Está en el tercer piso, en donde también está la habitación de Cornelio y la azotea desde donde se ven los cerros remotos y transparentados.
Ruth decidió no admitir las perrerías de su esposo. Duerme en la habitación en la que, por tantos años destiló sudor y lágrimas, en el segundo piso. Él, Cornelio, en una de las dos habitaciones ubicadas en el tercer piso, cuyo suelo coincide con el área de la escalera que conecta al primer piso con el segundo piso. A pesar de que ya no duermen en la misma cama, siguen comiendo juntos, repartiéndose las tareas cotidianas: sacar algunas plantas del vivero instalado en el primer piso a la calle, atender a los eventuales clientes, preparar los alimentos diarios y hacer la limpieza, y, ante todo; reservando todos los días algunos minutos, cuando la luz del sol mengua, para leer y cantar los evangelios.
Cornelio baja cada escaño de la escalera con la cabeza gacha, la espalda jorobada y dolorida, como si morara el suelo. Al parecer –se dice– el tiempo se despliega sobre uno con tal ahínco que termina por aplastarnos. Aunque cada paso le infunde temor, su respiración de ritmo suave le inspira seguridad. Ruth lo espera sentada ceremoniosamente sobre los muebles rojos cubiertos de mantas, que se hallan a la salida de su habitación. Se miran amistosamente un par de segundos. Sentados en frente el uno del otro, les parece irrisorio que alguna vez se hayan amado enteramente.
Hace dos tardes que Cornelio entrevera la lectura de los evangelios con la lectura del cuadro que cuelga de la pared a su izquierda, en el que posan una pareja de recién casados. Se miran hondamente como si en el otro estuviera la respuesta a una pregunta intrincada desde días antiguos. Al darse cuenta de que es él y Ruth, lo sobrecoge la extrañeza y el horror.
Aunque el arribo de los años nuevos haya hundido sus ojos y arrugado su rostro, no es envejecer lo que le produce tales sensaciones, es la certeza de que ha dejado desperdigados rencores y de que ha cultivado la compasión y no la ternura que había querido para vencer al tiempo.
Aria asistió a la ceremonia de graduación. Hizo parte del ambiente protocolario, congratulador y expositor. Estuvo en la plaza principal donde fotografió a niños esparciendo maíz a las palomas y en la catedral, a la que asisten miles esperando renovar o conocer la esperanza, y que a ella le atrae por su interés en la estética y menormente por su pesquisa de la fe. Además, visitó varios museos pensando ingenuamente encontrar algo que la deslumbrara y que la hiciera hablar con los mártires de los que sospecha se arrepintieron antes que la espada asesina hiciera añicos su humanidad, en una suerte de presagio de que sus obras quedarían reducidas a un busto grotesco.
A pesar de que afuera el frío la mantiene tiritando, Aria pasa muy poco tiempo en la habitación y en la casa de alojamiento. Solo la ha mantenido allí la necesidad de descanso y el deseo de tibieza. En el interior de la noche, la han seguido los pasos trémulos de Cornelio y la mirada reprensiva de Ruth. Les vio en el vivero cortando las plantas con las manos mutiladas y con los ojos plantados en las macetas. Escuchó susurrar a Ruth con la respiración ahogada:
Yo dormía, pero mi corazón velaba.
Es la voz de mi amado que llama:
ábreme, hermana mía, amiga mía,
paloma mía, perfecta mía,
porque mi cabeza está llena
de rocío,
mis cabellos de las gotas de
la noche.
(Cantares, 5:2)
En su último día de estancia en la ciudad, Aria y Gabriel caminaron la tarde, siguiendo el camino del sol. Visitaron el museo fotográfico, con fotografías de personajes, lugares y momentos míticos de la historia de la ciudad, dispuestas sin espacio entre ellas y cubriendo totalmente las paredes; y el cementerio, de entrada amplia, situado junto a la ermita. Allí, se interesaron por los epitafios. Aria detuvo su mirada en 2 nombres: Ruth, Cornelio.
Orietta Sofia Cotes Díaz
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