Literatura

El muerto desconocido

Ubaldo Manuel Díaz

01/04/2025 - 05:30

 

El muerto desconocido

 

La limusina conducida por el hombre vestido de frac y corbata hizo su aparición por la puerta principal, en la parte delantera llevaba dos pequeñas banderas que ondeaban por el viento parecidas a las que utilizan las caravanas de jefes de estado. El coche reduce la velocidad y lentamente se parquea, allí lo esperan dos hombres silenciosos con rostros de pedernal enfundados en trajes de fatiga a quienes se les ve transpirar constantemente, hace calor, el sol está en los más alto del firmamento. Habituados a su oficio abren rápidamente la cajuela dejando ver un reluciente féretro aplastado por varios ramos de flores; la bocanada de calor mezcla de formol y flor que sale de su interior se esparce en el ambiente. Finalmente, el féretro es conducido sobre una camilla metálica que chirrea hacia el fondo de lo que parece ser una pequeña ermita; con indiferencia y respeto lo depositan sobre un desnudo mesón de concreto. Terminada la faena ambos se frotan las manos y salen discretamente por la puerta trasera, luego se les ve en la distancia charlando animadamente, uno de ellos saca un cigarrillo, lo golpea suavemente sobre el dorso de la mano y el otro solícitamente le da fuego. El conductor de la limusina, un hombre rechoncho se dirige hacia ellos con su caminar parecido a un pingüino y se une a la tertulia. Acto seguido se escuchan las notas solemnes de un canto gregoriano entonado por varias mujeres jóvenes uniformadas, parecidas a colegialas de convento, el coro canta en tono llano una y otra vez un versículo de las sagradas escrituras: “aunque camine por el valle de la muerte nada temo porque tú vas conmigo, tu vara y cayado me sosiegan”. De la nada emerge un hombre entrado en años, de sienes plateadas quien permanece enfundado en una ajustada sotana negra dejando ver su abultado vientre; hace un gesto reverencial seguido de un monaguillo de cabeza plana y cabello lustroso quien lo acolita con las manos entrelazadas sobre el pecho en señal de piedad y devoción. El hombre rocía con un hisopo el reluciente sarcófago murmurando responsos y versos en latín. Presidiendo la liturgia continua su emotiva prédica exhortando a los presentes a estar vigilantes y preparados para cuando sean llamados a rendir cuentas ante el supremo juez; el monaguillo con la mirada fija en el piso permanece al lado de un grupo de personas que escuchan en silencio la amonestación sobre el más allá y el más acá. Todos reflejan caras de aflicción ante el sermón del ministro, menos una joven mujer de cabellos incendiados al parecer aprendiz de “youtuber” quien ha irrumpido en la escena con un pequeño dispositivo electrónico trasmitiendo “on line” para dar fe a los que la siguen en la telaraña de las redes sociales, que los que permanecían ahí no estaban muertos. De ahí salió feliz, con cara de satisfacción como si hubiese experimentado un orgasmo, sus miríadas de seguidores también disfrutarían hasta el paroxismo el haber presenciado "on line" la historia según ella, del muerto desconocido. Después de la corta liturgia, un grupo de mujeres con rostros escondidos por velos negros y que han permanecido en la distancia, se abren paso con respetuosa devoción hacia el reluciente ataúd; permanecen en silencio, una de ellas abre la pequeña tapa de cristal y por varios segundos contempla el rostro inerte de un hombre que deja ver fue vestido y maquillado de manera rigurosa. La mujer solloza quedadamente y luego prorrumpe en gritos y alaridos dando rápidos y tenues puñetazos sobre el sarcófago; un hombre que ha permanecido a su lado la abraza y la saca del lugar. En la distancia, alguien que ha estado en silencio y ha contemplado la escena, y a juzgar por su atuendo es el jardinero dice sin ruborizarse:  ─ “era mala hija”-, y acto seguido continúa podando con desinterés los últimos árboles de una pequeña floresta que sombrea la línea infinita de tumbas ordenadas rectangularmente. Los carros y buses que han acompañado la luctuosa comitiva por calles y avenidas de la ciudad se han parqueado, algunos siguen con sus chimeneas encendidas eructando el mortal CO2. De los buses, han descendido varios grupos de personas vestidos para la ocasión, otras a juzgar por su indumentaria eligieron lo primero que encontraron; otros se han quedado en la distancia, en silencio, los demás charlan animadamente y algunos caminan entre las tumbas como en la película protagonizada por Liam Neeson. Una de ella es una octogenaria de vestido luctuoso quien se queda largo rato de rodillas frente a una tumba susurrando oraciones ininteligibles, al final se levanta, se hace un santiamén sobre su arrugada frente y da varios golpecitos parecidos a un coscorrón sobre el frio mármol de una lápida que tiene la foto de un hombre joven que sonríe perpetuamente, rodeado de varias flores artificiales descoloridas por el tiempo.

Varias personas que han permanecido al lado del ataúd del muerto desconocido siguen depositando flores, el día está agonizando. Una polea que sostiene una garrucha es maniobrada por dos hombres sudorosos en mangas de camisa que hacen descender lentamente el sarcófago hasta el fondo de un sepulcro vacío. Se escucha el primer golpe de un terrón de la primera palada de tierra que cae, produciendo un ruido seco al contacto con la madera entamborada, los dos hombres sudorosos en perfecta sincronía son sus palas le siguen arrojando tierra que lo van cubriendo para siempre. Una mujer con un pequeño libro en la mano recita el salmo 130 o De profundis, el mismo que inspiró a Oscar Wilde a escribir una de sus más conmovedoras obras cuando estaba en las entrañas de una mazmorra. La mujer de los alaridos ha abandonado el camposanto apoyando su cabeza sobre el hombro de alguien que la introduce delicadamente dentro de un carro que arranca y se pierde en la distancia. El hortelano ha terminado de podar la pequeña floresta y descansa sentado sobre un pretil echándose viento con un raído sombrero; por detrás se le acerca una mujer que lo ha escuchado hablar horas antes, excitada por la curiosidad le pregunta:  ─ ¿por qué dice que es mala hija la mujer que lloraba y gritaba sobre el ataúd?

─¿Que por qué? le responde este último sin mirarla, mientras enciende un cigarrillo y se lo lleva a los labios. “He estado aquí gran parte mi vida y he visto muchos videos y películas como esas”, y acto seguido le ofrece un cigarrillo a la mujer, esta lo rechaza. El humo le hace entornar un ojo.  ─ “Conozco mucho la condición humana”, mientras tira la colilla a lo lejos y raspa pausadamente las herramientas untadas de un barro color rojizo con una hoja afilada de lo que parece fue un cuchillo. La mujer lo mira en silencio con desinterés como si estuviese pensando en otra cosa. Se incorpora desde donde esta agachado y mira a la mujer por primera vez. ─ ¿“y usted sí es buena hija, es buena persona”? Ésta se sorprende ante la inesperada pregunta y responde presurosa:  ─ ¡sí, claro, soy buena hija! El jardinero suspira hondamente y levanta las herramientas. Ante el embarazoso momento, la mujer le lanza otra pregunta de manera ingenua.  ¿y no le da miedo estar aquí todo el día con los muertos?  El hortelano que ya ha dejado de fumar, la mira por segunda vez sonriendo con tedio, la sonrisa convertida en mueca deja ver una dentadura manchada por la nicotina. Mira fijamente el infinito surcado por varias aves, algunas de ellas ya gorjean sobre algunos árboles, y de espaldas a la mujer murmura:  ─ ¡no, no le tengo miedo a los muertos, ellos me cuidan, a los vivos si les tengo mucho miedo! . Y acto seguido como en una comedia, de manera teatral como en una puesta en escena, sin que la mujer se lo pidiese expone la teoría sobre las almas que están en el purgatorio; las palabras que salen de sus labios como ráfagas definieron sin saberlo por varios minutos lo que escribió Dante en su tercer canto de la divina comedia. La interlocutora sentada sobre un pequeño muro en señal de aburrimiento sigue escuchando en silencio la perorata, una abeja que ha estado posada sobre una montaña de flores, algunas ya marchitas, levanta vuelo y desorientada ante el perfume barato de la mujer, la rodea de un lado a otro, esta agita desesperadamente los brazos tratando de alejarla. El insecto sigue acosando.   ─ ¡Déjela, ella no hace nada!, le dice el hombre, mientras mira por última vez el basurero con algunos ramos marchitándose. Interroga a la mujer que se ha levantado de donde estaba:  ─ ¿sabe cuánto dinero hay desperdiciado ahí?, la mujer que se ha librado del insecto, responde: ¡ni idea! . “Las cosas hay que darlas en vida, ya después de muerto para qué” ─remata el hombre─ y se lava las manos untadas de barro, como Pilatos sobre una pileta rebosante de agua que está a punto de desbordarse. Está anocheciendo, los tres salen por rumbos distintos, la abeja que ha levantado vuelo y se pierde en el infinito, el hombre que sube perezosamente por una improvisada escalera que conduce a un viejo desván a guardar sus herramientas y la curiosa mujer que se pierde en la distancia bajo las primeras luces lechosas que se han encendido dejando ver las resplandecientes y rectangulares cruces pintadas de blanco que decoran las tumbas y mausoleos de los jardines cementerios del valle de Upar. Donde la aprendiz de youtuber, a esa hora se deleitará hasta la saciedad, rayando en el morbo, con sus seguidores en su infinita telaraña, la historia del muerto desconocido.

 

Ubaldo Manuel Díaz

Sobre el autor

Ubaldo Manuel Díaz

Ubaldo Manuel Díaz

Pluma libre

Sacerdote. Premio nacional de cuento y poesía Ciudad Floridablanca. Premio pluma de Oro  de la asociación de periodistas de Barrancabermeja APB. Años 2018- 2019- 2022- 2024.en la categoría crónica, reportaje. Lector sin disciplina desde los siete años. Amante de la literatura rusa: Tolstoi, Dostoievski, Chejov... Ha escrito más de cien crónicas y reportajes. Actualmente reside en Barrancabermeja. 

Email: sinuano1817@yahoo.es

 

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