Literatura
Labor de taracea o una larga conversación con los difuntos

“Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos…”.
Francisco de Quevedo
Si nos dirigimos a la web e indagamos un poco acerca del término taracea, encontraremos que este “se refiere a una técnica artesanal aplicada al revestimiento de pavimentos, paredes, muebles, esculturas y otros objetos artísticos. Es un trabajo de incrustación entre unas piezas que se van encajando en un soporte hasta realizar el diseño decorativo”. Seguidamente también se lee que “esta refinada técnica de decoración artística fue traída a España por los árabes”.
Nada de esto sabía yo cuando llegó a mis manos la novela de Leo Castillo. Además de la gran ilustración que acompaña la portada, cuya autoría obedece a Roberto Rodríguez Osorio, lo primero en lo cual recayó mi atención fue en la palabreja. ¿Por qué? Sencillo: En esta novela Castillo, a través de una paciente labor de taracea, de escultor de mosaicos artísticos, de refinado artesano de la palabra, nos brinda una pulida pieza literaria. Valga decir que no solamente en la novela ha practicado la técnica de taracear (como me expresó en una informal conversación que sostuvimos) sino que también lo ha hecho en distintos géneros.
Leónidas Castillo Parra nació en Soplaviento (Bolívar), población canicular a orillas del Canal del Dique, en el año de 1961. A lo largo de su vida se ha desempeñado como poeta, narrador de piezas breves, traductor del francés, ensayista y novelista. También cursó estudios de Idiomas en la Universidad del Atlántico. En su quehacer literario Castillo ha venido urdiendo, lejos del ruido publicitario, una obra sigilosa entre la que se cuentan libros como: Convite (Cuentos, 1992); El otro huésped (Poesía, 1995); Al alimón Caribe (Cuentos, 1998); De la acera y sus aceros (Poesía, 2007); varios ensayos y su novela Labor de taracea (2015). Obra que aquí nos ocupa.
Si quisiéramos resumir esta obra, cabría decir que su argumento, aparentemente, es fácil: León, un indigente e irredento adicto a las drogas, cae en la cuenta de que sus pares han empezado a desaparecer y ser asesinados. No sabiendo, debido a los trances alucinatorios provocados por las ingentes cantidades de bazuco que consume, si esto ocurre de verdad en esa Barranquilla alborozada y ebria de carnaval o es producto de sus delirios. Apelando a cierta conveniente fraternidad —entre los indigentes desaparecidos se encuentra Corcovilla, anciano wayuu mejor amigo de León que le procura alimentos— y autoconservación empieza a indagar sobre dicho suceso sin enterarse que desde otra parte otro sujeto también ha iniciado sus pesquisas. Ambos personajes, por obra y gracia del autor, terminan inevitablemente por encontrarse cuando León, poniendo en juego su mísera vida, salva a Lutte Lutin, ese otro personaje, de ser arrastrado por un arroyo hacia la hoz de la muerte.
Una vez salvado, Lutin busca a León. Lo encuentra y de paso lo obliga a atribuirse la autoría de una novela que está escribiendo; donde detallará los pormenores de las desapariciones, las muertes y los directos responsables de estas. De ahí en adelante el narrador/autor se escinde, pero también se anula. Lutin o León, no importa quién narra; ambos son Nadie. Amanuenses fantasmas que cuentan la historia de otros fantasmas. Los indigentes.
Se puede llegar a pensar que esta argucia narrativa trae confusión a la historia, pero contrariamente la narración no hace sino enriquecerse. Inicia la técnica de taracear. La novela pasa a ser muchas novelas, un coro de voces que resuenan por medio de los narradores. Labor de taracea se convierte una larga conversación con los difuntos, un homenaje a la literatura, si se quiere, que hace Leo Castillo.
De fondo siguen estando esos horrendos asesinatos de indigentes, pero uno tiene la impresión, en varios momentos de la narración, que estos solamente vienen a ser una especie de marco, un paisaje lóbrego que contiene la historia. Sin embargo, la verdadera trama del libro es otra. Una mucho más sombría.
Asistimos entonces al desamparo del individuo, la pudrición del alma a raíz de la adicción a las drogas y de la feroz sociedad. Dice León: “Soy adicto terminal. Lazos familiares. Consideración de amigos. El destino de mi país. Mi reputación. Autoestima o mi futuro son contingencias fútiles cuando no odiosas para mí. Lo abandono todo por la droga. Me destruyo dulce. Dolorosa. Inexorablemente. Cualquiera que deja de ser útil para la satisfacción de esta ansiedad de inmediato deja también de valer algo para mí. Es así de simple. No me dispongo a cantar la palinodia. Ningún sentimiento enturbia la pulcra desintegración consciente que acometo. Parto de la siguiente premisa. Siendo un leproso del siglo no considero hallarme sin embargo más perdido que tú [en referencia al lector]”[1]. Porque sí, en esta novela se establece esa manifiesta fraternidad baudeleriana: “Ya lo conoces, lector, ese monstruo refinado, —¡Lector hipócrita, amigo mío, hermano mío!”.[2]
León, quien para esa sociedad es poco o nada, peor que un desecho, emprende el Voyage au bout de la nuit junto a Lutte Lutin o al revés. Ya que en la pérdida y el desistir de la vida, León y Lutin son Nadie. Por tanto, muertos como individuos para la sociedad en la cual viven e inexistentes para el lector que los sigue a través de las páginas, únicamente pueden sobrevivir en el lenguaje. Y es aquí cuando este viene a servirle a Castillo como ese artístico mosaico, esa taracea en la que convergen Walser, Lautréamont, Céline, la belleza y lucidez del Eclesiastés, la mitología (hindú, maya, griega, etc.), Cervantes, el Siglo de Oro, Cesar Vallejo, Joyce y muchos más. Es decir, la sesión espiritista ha iniciado y ya no se detendrá en todo el trascurso de la novela.
Seguir esta novela no resulta fácil. Técnicamente, conceptual y estructuralmente el autor se arriesga a experimentar. Por ejemplo, la narración suprime todos los signos de puntuación excepto el punto seguido. Podríamos decir, apelando a una técnica de la pintura, que se emplea el puntillismo. Sin embargo, el mismo Castillo define dicha técnica como “tableteo”. Al preguntarle sobre esta definición, dice: “Durante el proceso de escritura descubrí que era posible narrar toda la novela a partir del punto. Además del reto de mantener toda la narración en presente, quise que la utilización del punto viniera reforzar ese violento estado psicológico que enmarca el relato y los personajes. Imaginé que ese punto era una especie de ráfaga de metralleta que daba contra una pared”.
Conceptualmente la novela también es exigente, pues se pasea por un sinnúmero de temas que se inician con la droga y el asesinato, pero luego pasan al cuestionamiento religioso, la crítica al mundo cultural, el crudo retrato de una sociedad, la sátira contra la misma literatura (la colombiana, sobre todo), el descreimiento del sistema judicial, la indagación filosófica en referencia al sentido de la vida, etc. Todos tratados desde la meticulosidad y un férreo nutrimiento cultural, manifiesto tanto en los narradores como, innegablemente, en el autor mismo.
Por todo lo anterior no sería osado afirmar que la novela no cuenta con precedente —al menos quien aquí escribe aún no referencia alguno— dentro del panorama literario colombiano. Se podría traer a cuento la obra de Andrés Caicedo o algunos pasajes de Sin remedio, de Antonio Caballero, o incluso en Fernando Vallejo, pero ninguna de las anteriores presenta las características —al menos en tema y estructura— que ofrece Labor de taracea. Su propio autor la una curiosa denominación “la novela del basuco” en las letras colombianas. Diría más bien, sin que suene reduccionista, que es una novela underground, pero no únicamente porque muestre esas dinámicas degradativas de la suburbanidad, sino porque en esta novela el hombre desciende “al bajo fondo de la existencia”, donde “cae sin paracaídas ni equipaje” y pasa a vivir su larga temporada en el infierno, para traer a cuento al Enfant terrible.
A pesar de las bondades de la obra mencionadas anteriormente, llegados a este punto he de decir que hubo momentos en que quise abandonarla. Por ciertos tramos la novela se hace cansina (¿pudo el autor ahorrarle una que otra página?); pues tiende a repetirse en descripciones; su lectura es morosa; el lenguaje resulta a veces un tanto enrevesado. No achaco defectos, opino desde la libertad y el placer de lector. ¿Ahora? Qué autor no tiende a repetirse, cuál no sucumbe ante el lenguaje (se me ocurre el torrente verbal de Carpentier), normal. Esta es la novela de un poeta. Es decir: no es el propio Castillo, aunque se dedique él mayormente al ejercicio poético, quien impregna de poesía la obra, sino sus mismos narradores. En León y Lutin se convoca el verbo poético por igual.
Siendo así, la poesía, entonces, es la otra taracea en la que se van incrustando las piezas que terminan por armar esta novela que descarnadamente nos muestra esa otra ciudad, feroz selva asfáltica, en la que también habitan esos desechos vivos, o más bien esos muertos que se pudren lentamente ante la mirada de nosotros, los otros muertos cuyo deceso no sentimos al ser presa del tráfago que nos impone la sociedad.
Víctor Ahumada
5 Comentarios
Excelente reseña,Víctor. Labor de taracea es una novela que no es para todos, pero es un trabajo notable de Leo.
De lo bien jalao de este texto, o prólogo, como decimos los costeños, se pasa a la angustia del ser, según lo leído. Y si esta propuesta literaria nos ultraja la supuesta búsqueda de la paz nacional, entonces está lista para la sobremesa. Bienvenido, hermano.
La labor de Taracea, más que una novela, es una denuncia, sobre la miserable existencia del ser humano y su enfrentamiento a la hipocresía social promovida por los dueños del poder... Leo Castillo es un poeta cuya vida se encuentra encarnada en cada una de sus palabras y sus versos...
"Labor de taracea" es una novela única y debería ser evaluada en su originalidad, abriendo así espacios para escritores que muestran otras visiones del mundo y de la vida, con otras posibilidades o propuestas estéticas... estamos escuchando comentarios siempre sobre tres o cuatro vacas sagradas que en verdad han constituido valiosos aportes y no se deben olvidar, pero si sugiero que se abra el compás para que se muestre en verdad y belleza, lo que escriben, como en este caso, el novelista Leo Castillo.
Gracias por promover la obra del Profesor y Maestro Leo Castillo.
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