Literatura
Alusiones a la flor

Habla sin parar, apenas se detiene para dejar entrar el aire que, luego y sin descanso, exhala en palabras de acento calentano, de regiones lejanas, de carreteras irregulares atravesadas por riachuelos destilados de altas montañas hacia sobrecogedores precipicios. En el bar, el hombre por asociación de ideas mientras atrapa el monólogo de la mujer que ahoga su propia voz intentando respirar, se ve con un arma en las manos. No comprendió y, a decir verdad, tampoco le importó cuando alguna vez, y en circunstancias que no recuerda, le explicaron las bondades de las mini metralletas Uzi y la facilidad para disparar un tiro tras otro en fracciones de segundo. Nunca tuvo un arma en sus manos, jamás tendría una con lo cual alivió la experiencia de un disparo de 10 balas por segundo. Centró con detenimiento la atención a esos labios carnosos, asintió con leves sonidos emitidos sin atreverse a interrumpir la plácida admiración al oírla hablar; sentados, ella a su derecha a prudente distancia en una poltrona semicircular de un bar en la segunda planta a la que se accedió por una escalera circular estrecha, de espaldas al ventanal desde donde divisaban por momentos el sucio atardecer de la plaza principal y la pronta noche de una fría ciudad empeñada en engullir las cabezas de los transeúntes en sus cuellos y las manos en los bolsillos, de caminar sumiso, agobiados y resignados. Quizá estaban a 5 grados de temperatura, intentó aliviar el escalofrío de la recién llegada, pero no pasó de un leve pensamiento dadas las circunstancias de recelos y ninguna confianza. En cambio, hizo lo que le estaba permitido exclamando “Eso es ruin carajo, pobre mujer. Eso es mucho frio para ti”
Un pueblo en los sabanales del Bajo Putumayo que ya aparece en el mapa ha crecido mucho, la enorme plaza sigue albergando los árboles nativos, más frondosos, ella camina con su hija de 10 años, la acompaña al colegio saludando a sus paisanos, todos se conocen entre sí. Estatura mediana, cabello largo, negro sostenido por un “coge pelo” acostumbrada al ruido de las motocicletas, vehículos de carga en ambas direcciones sin apenas importarle que transportan, toma precauciones antes de cruzar la calle volviendo a la casa paterna. También ella tiene su propia moto. La moto de alto cilindraje en la plaza de la fría ciudad la saca de su fugaz abstracción y la sigue en el ruido que se atenúa pasando la iglesia de estilo gótico no visible desde donde se encontraba. Entonces sus grandes ojos de un verde acuoso miran al hombre en la mesa con sensación ambigua de reverencia y timidez y calla con la sombra de quien atiende en el bar. La pausa permite el pedido y retoma la imagen de una carretera del atardecer rumbo a la ciudad donde su esposo tendría una reunión de trabajo, las palabras compiten con la velocidad de la moto de alto cilindraje adquirida muy a despecho de las advertencias premonitorias. El vértigo de la velocidad pudo más; las montañas bajas y los sabanales sin fin, los cientos de cabezas de ganado impávidos, rumiando sin prisa, mirando con curiosidad pasajera, las cercas alambradas pronto quedaban atrás en sus repetidos viajes y en su destino frente al sitio de trabajo en la vecina población, al bajarse de su vehículo, quitarse los guantes y el casco y las gafas, las caricias al cuero del asiento y la inenarrable sensación de libertad. El cabello acomodado por cinco dedos a manera de peine y la rutina tranquilizadora con el paso de días, una tarea por cumplir y un pensamiento por su mujer e hija.
El vino tinto, un Malbec argentino, la voz del hombre un tanto sesgada intencionalmente para cortar la andanada atrapante, las copas frente a sus ojos, el brindis para el primer sorbo, la mortecina luz del bar haciendo un giro, ella se ve en el calor soporífero fuera de la casa frente a la gran plaza de frondosos árboles, la noche cerrada, los ruidos de motos ausentes, la carretera es un hueco negro, ni siquiera las luciérnagas le generan una esperanza, mira su reloj y vuelve a la casa. El aún no llegaba.
El hombre mantiene su estoica posición sin apenas dejar notar la ansiedad mientras ella acerca sus raudas vocalizaciones, sílabas, palabras, frases hilvanadas en un cúmulo de angustias, a él le parecen más cercanas y por momentos siente el contacto de sus dedos que también hablan rozando apenas su brazo mientras de soslayo pinta en la plaza de la fría ciudad una motocicleta de motor fulgente y escape ronroneante muy pronto evadida de su mente al situarse en la silenciosa carretera por donde debía aparecer el esposo de ella. Tantas noches ocurrió aquello, tantas noches de llegadas de solaz, de abrazos y reclamos de por qué estaba levantada a esas horas de la noche y los besos de labios húmedos, largos, ansiosos hasta llegar a la alcoba donde escanciarían sus anhelos con la complicidad del sueño profundo de su pequeña hija. Suspira y el silencio es copado por otro brindis.
Curiosos miran a su alrededor, una pareja de mujeres son la placidez de gestos y comuniones con susurros, gestos y nada que haga siquiera imaginar el nexo de amigas o quien sabe qué. Fue el hombre quien se atrevió a ese pequeño interrogante y sin comentarios. Entre tanto se regala disimulado en esa dirección el perfil limpio de su compañera, la nariz de borde regular que se abstiene de clasificarla confiriéndole apenas un “bonita nariz” y asunto arreglado. Sus dientes ahora se ofrecen en una sonrisa que a él se antoja atractiva, y su voz, “Dios mío” aguardientosa y cautivante. No es resignación, no hablaré, le cedo el privilegio que es oda para mí.
Seguía sin dejar de hablar, eso fue sorprendente, al enterarse describió el lugar del suceso, los detalles, el reconocimiento en el hospital, su abandono emocional y la duda de sí había llorado o no. “No recuerdo”. El hombre notó su cercanía más no su perfume, hombros adosados, pensó que quizá no era de esos rituales comunes, todo podía esperarse de esta mujer que por momentos se crecía ante sus ojos. Ahora evocaba al hombre que la hizo feliz, una hija, noches de inventos en donde sus escasos pechos fueron placer y búsqueda de los recónditos vericuetos de algo semejante a luz de luna; ella acomplejada por ese defecto que ya quisiera tener mamas como para irse de bruces, y su amado esposo en cambio, encumbrando sus leves montecitos entre sus manos al culmen de la dicha. Brindan en el bar con música de The Eagles, “Hotel California” ella, con la mano libre acaricia sus pequeños senos en una reminiscencia lejana. Me gusta esa música, dijo, el hombre asintió complaciente. No soltó el hilo, él estuvo ya cerca de la casa, los mensajeros de la infausta noticia golpeando la puerta, la masa encefálica fuera del cráneo, el hálito de vida yéndose con el irremediable acercamiento de la ambulancia al hospital del pueblo donde horas antes había departido con sus amigos, los amplios pasillos vacíos en la noche replicando sus fantasmales pasos en dirección a la morgue. Ya eso es demasiado triste, el tono de la voz se atenúa, no así la catarata de palabras que fluyen sin talanquera alguna, sin lágrimas, convenciéndose de haber dejado atrás todo para hacer mutis y sentirse ahora liberada. El hombre llena las copas, brindan de nuevo y advierte en ella palabras atropelladas, será la última copa, suficiente, las manos acarician sus propios muslos, confiesa intimidades, cierra los ojos, la mano involuntaria en su sexo evoca para sí a su esposo siendo solícito en el arte de amar que no lo tendrá con nadie más. Nuestra poltrona de color amarillo, ni siquiera me dejaba llegar a la alcoba, mis pechos casi planos y desnuda, entregada a él que me miraba soñador desde abajo. No sé porque me decía que me parecía a una flor y pugnaba por encontrarle parecido a alguna de ellas, divagaba entre las orquídeas, las rosas, las azucenas, y yo reía al improvisado jardinero mientras agotábamos la vida en el acto de amarnos.
No hizo falta ninguna otra palabra, la botella a medio acabar, el penetrante frío al asomarse al rellano del último escalón del bar, de bruces en la ya solitaria plaza, erguidos, la galantería del hombre al tomar un taxi para ella, la perplejidad de ella viéndose empujada dentro del taxi mirando por el vidrio posterior a quien se alejaba, manos en los bolsillos con aire taciturno. Ella y su pensamiento en monólogo aguijoneado por el vino convencida de haber dilapidado una noche. A lo mejor fue eso: “No paro de hablar ni cuando hago el sexo”.
Edgar Arcos Palma
Sobre el autor

Edgar Arcos Palma
El Catabre
Escritor nacido en Pasto (Nariño). Autor de las novelas “Yaguargo” (2021) y “Escalera al vacío” (2023). Médico de la Universidad Nacional de Colombia (Bogotá) y endocrinólogo de la Universidad René Descartes (París, Francia). Es miembro del comité editorial de la revista Estafeta. Publica sus cuentos en la revista Estafeta y PanoramaCultural.com.co.
3 Comentarios
Felicidades Dr Edgar. Muy buenos los tres escritos. Un abrazo.
Su capacidad para transmitir emociones es conmovedora, me encanta la belleza de tus descripciones. Es un gran logro!!!
Genial es una lectura fácil y agradable de hacer. Gracias por compartirlo.
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