Literatura
Desde los escombros

Es un brillo neutro, despide rayos escuálidos, deformes con el juego de las nubes danzarinas frente al esquivo sol de la mañana. John asimila el reflejo en sus gruesos lentes y sus ojos parecen encontrar, por fin, lo que viene buscando hace décadas. Noche tras noche con la jornada agotada en estudios universitarios primero, luego como profesional imberbe, sin el agobio de buscar sustento pues pertenecía a una familia acomodada, horadó con sus dedos la montaña, el secreto de un pasado doloroso que no era suyo y lo hizo propio a fuerza de sangre apisonada, gritos desgarrando la soledad, vacíos nunca vueltos a llenar de lo que alguna vez fue sustancia, vida. Su padre un antiguo guaquero por demás exitoso, su madre una ama de casa en la plena extensión de la palabra y sus hermanos y hermanas con el derrotero acartonado de llegar a ser “gentes de bien” en el futuro, la pugna por convertir el sueño patriarcal en realidades de doctores, esposos y esposas como manda la santa madre iglesia. John se preguntaba por qué no se llamaba simplemente Juan, preguntaba a su vez con cierto recelo a sus padres, ellos con evasivas, la madre con un jiji de asombrosa ingenuidad se encogía de hombros con un < no sé por qué hijo> el padre creía recordar a un actor de cine, además de bailarín al que todos nombraban y < así fue de sencillo hijo, me dio por ese nombre que por cierto te sienta bien y te da porte frente a los demás> En la tierra de los diminutivos se sentía avergonzado, la ira pintaba de rojo sus orejas que escondía presuroso en la resiliencia de su profunda convicción por demás obsesiva, eso le habían dicho sus íntimos amigos, de esa búsqueda incesante décadas atrás.
Alguien en una noche de siseos, voces bajas e imperceptibles en una casona antigua al pie de la montaña sugirieron vida en la montaña sin atreverse a asegurar el rumor, el dilema absurdo, diría uno de ellos de vida viviente o vida en la muerte, la estupidez de los interrogantes, el creciente círculo de instigadores ansiosos de verdades. En esas noches, John tuvo por cierto los audibles quejidos lanzados como dados desde la alta y oscura montaña. En cada noche al acudir a las citas clandestinas, hecho el juramento de no revelar sus andanzas al que parecía ser el jefe del grupo, oteaba el borde cortante de la cima camuflada en la densa oscuridad, empequeñecía sus ojos hasta el dolor, aguzaba los oídos, los brazos tensos, las manos agarrotadas en los bolsillos de su chaqueta, quieto, muy quieto con un suave bamboleo de sus piernas. Nada esa vez, nada las tantas veces en que ansió volver a escuchar los ayes de la montaña. Cada vez más escéptico solo era sostenido en el verbo contundente del jefe provisto de la aureola de ser actor de primera mano en este teatro absurdo, huérfano de padre y madre, a ellos “los desaparecieron” y nunca supe más, y cuando lo mencionaba clavaba sus ojos de añoranza a la negra montaña, mostraba los dedos de sus manos siempre sucias, el barro invadiendo los surcos de las huellas hasta volverse parte de su ser, los dedos apirulados, un francés diría en forma de “sucre d’orge” de tanto escarbar con la convicción de hallarlos ahí enterrados. Y John sintió el imán de la conmiseración, de la misericordia y del peso en el alma con solo oír los lamentos del jefe. Los demás, ah, si los demás también tenían sus historias confluyentes, harto similares y los ayes de la montaña parecieron hacerse nítidos en las noches, todas las noches juntas.
No sabía qué buscaba, no sabía por dónde empezar durante el día trazó al pie de la montaña un plan por hectáreas, luego abandonó y cambió por pasos ascendentes, luego por pasos en sentido horizontal dibujando en su mente un camino semejante al de la torre de Babel, uf, demasiada tarea. No compartió esto con nadie de los asistentes a las reuniones clandestinas, ni siquiera con el jefe natural de la “gallada”. En algunas ocasiones se lo topó camino a la cima de la montaña, él a su vez lo divisó y lo invitó a seguirlo. Eso fue incómodo, dijo John disimulando su presencia allí, pero aprovechó para preguntarle el motivo de sus caminatas. Por toda respuesta el jefe natural le señaló la montaña. y se fue dejándolo con sus atribulaciones.
Mi padre fue guaquero -pensó- haciendo un pequeño paréntesis a sus escapadas nocturnas para indagar por ese arte del cual ahora apenas se habla, su padre tampoco fue de ayuda, lo disuadió de siquiera averiguar por ese trabajo, ya era suficiente con lo que le tocó soportar toda su vida de joven antes de finalmente acceder a lo que ahora era una poderosa fortuna.
Ahora notó que las reuniones se volvían más nutridas, que los cuchicheos tenían edades indefinibles, no solo de muchachos, también las mujeres adultas, algunas ancianas, las “cuchas” les llamaban, mujeres taciturnas, tristes y de llanto permanente, largos suspiros y miradas ausentes. Tal parecía que la montaña concitaba el espíritu de querer reunirse al pie y siempre de noche. Se acostumbraron a los patrullajes del ejército y de civiles con gruesas armas por sus barrios al pie de la montaña, prohibían siquiera intentar subirla. Algunas de ellas, con la perspicacia de los años vividos repararon en John y lo señalaron como un intruso. Todos asintieron amenazantes, John se sintió perdido sin chance de reacción. Un interrogatorio habría sido su perdición pues a él le hubiera tocado contrainterrogar ante la enorme ignorancia de hechos ciertos y reconoció que todas esas noches se habían reunido por pura intuición. Y esa consideración estaba fuera de toda lógica, lo acusarían y lo expulsarían, no, quizá lo desaparecerían -era el término favorito de esas reuniones- para evitar ser descubiertos. John no sabía después de varios años de asistir a las reuniones calificadas ya como clandestinas a qué se jugaba ahí y nadie revelaba sus secretos. El jefe natural salió en su defensa y lo adoptaron como un “man bacano” solidario y fiel a la causa. ¿Cuál causa? Aliviado intentó preguntar a qué se referían, recibiendo por toda respuesta una silenciosa evasiva. Esa noche estresante lo unió aún más al grupo y reconoció en ellos la marca de los dedos adelgazados y sucios. Lo entendió, y sin brújula o cálculos inverosímiles comenzó a hurgar la montaña en aquellos espacios ausentes de rasguños. Ahí donde todavía no había señales de presencia de penas y esperanzas.
El reflejo se clavó en su zona de alerta, significaba algo, nadie hasta entonces mencionó tal hallazgo, John fue el primero. Febril se arrodilló sobre la hierba húmeda, centró la diana en el reflejo y los dedos escarbaron, la tierra hizo pequeños montoncitos alrededor y poco a poco el reflejo mostró figura. ¿Qué es? Quiso tantearlo y súbitamente el reflejo se perdió. Asustado retiró sus negros dedos, el alivio volvió a sus sienes al recuperarlo, ya más nítido destelló con poderosos tonos plateados, iridiscentes como nueva característica. Respiró satisfecho, se irguió para relajar los músculos tensos de la espalda, miró a todos lados, se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano izquierda; un espejo ahora hubiera desplegado la frente negra de tierra húmeda en surcos de preocupación, era en ese momento un ser sin objetivos específicos. ¿Qué hago ya aquí? Los dedos retirando con renovado tesón la tierra alrededor del reflejo fueron una silenciosa y contundente respuesta a la duda. Una gruesa plancha rectangular de acero que acomodó presuroso debajo de la camisa y luego cerró la cremallera de la chaqueta, el gorro oscuro encajó la cabeza, las gafas bien ajustadas, el paso firme, el descenso vertiginoso, los matorrales hicieron venia, la carrera a la casa, no encontró a nadie en el camino pedregoso, el silencio de sus seres queridos con el sueño de la madrugada, el sol tardaría aún algunas horas. El brillo de la plancha debajo de la cama fue ocultado con prisa por una cobija, traviesos fulgores dieron un aura a la cama que levitó en la penumbra. John despertó con el cansancio en los brazos y la frescura en su semblante, miró debajo de la cama y la plancha sincrónica con la luz del día se camufló adecuada. Al levantarse esbozó una sonrisa a propósito de un pasillo cantado tantas veces por su padre, “Pescador, Lucero y Río” un pasillo traído a cuento con la plancha debajo de su cama. Si seré estúpido.
Cortó todo contacto con el grupo, la ausencia a partir de ese momento en las reuniones clandestinas fue apenas notada, ese chico silencioso, parco no nos estaba aportando absolutamente nada, eso sí muy prudente y afín a nuestros propósitos, decían, solo el jefe natural, su parcero lo extrañó. John ya no se movió de su habitación, no volvió a salir, sus padres razonaron, por fin sentó cabeza, aunque no logramos saber qué tanto hacía en las noches, eso sí muy buen estudiante, de eso no hay duda.
Los dedos adelgazados de John atraídos por la plancha comenzaron a trazar figuras que pronto desaparecían, el asombro fue mirar el objeto por todos lados, constató su acerada consistencia, la mente me está jugando malas pasadas. Debe ser el cansancio de tantas décadas. La dejó y se durmió. Noche tras noche la iteración enmarcó la luz plateada que a ratos se escapaba peligrosamente debajo de la puerta al pasillo. Los dedos palparon incrédulos la plancha intentando sacar los misterios que se negaban a la perennidad. Las veía, las dibujaba, eran ladrillos o adobes que daban figura a un torreón antiguo rematado en almena, una torre de forma cilíndrica desde cuyo portón emergía un rio de aguas rojizas. Insistió en los mecánicos movimientos de los dedos que cambiaban imperceptiblemente a garfios afilados de insospechada fuerza, la torre se acomodó en alto relieve sobre la plancha cada vez con más firmeza, cada noche una toalla secaba los dedos-garfios humedecidos por el río sanguinolento. Los dedos-garfios delinearon con denuedo la figura, el gris de la plancha brillante hizo parte de la torre. Encima de ella aparecían y desaparecían palabras que no hacían parte de la voluntad de John. Aguzó la vista y alcanzó a leer algo como “qvantvm…” Las noticias en la radio y tv causaron gran revuelo nacional, fueron comentadas por su padre en la mesa llamaron la atención de John Alcanzó a levantarse de la mesa, los demás repararon el instinto interrogantes, John se volvió a sentar incómodo su mente en el grupo clandestino al pie de la montaña, el alborozo sobrepasando las paredes, los gritos de júbilo, la persistencia de los años en los huesos de restos de seres humanos modificando la figura de la oscura montaña, todo eso imaginó mientras jugaba con los restos de comida antes de recibir el gesto del padre levantándose de la mesa, corrió a la alcoba, sacó la plancha debajo de la cama, la sintió palpitante, un inusitado calor cubría la superficie y el río de aguas claro-oscuras se había enrojecido hasta dar tono teja-oscuro. La dejó sobre la cama, la habitación iluminada empequeñeció los ojos de John defendiéndose de la intensidad, se asomó a la ventana, descorrió la cortina, un hilo de luz de su habitación orientó la dirección de sus ojos posándose en la montaña a esa hora orlada de un penacho brillante. ¿Qué relación hay en todo esto? Miró el reloj en su muñeca, tengo tiempo, se irguió queriendo salir corriendo a la casona al pie de la montaña, reaccionó sintiéndose culpable con su decidida ausencia de meses a las reuniones y se volvió a sentar tomando la plancha y continuando con el tallado que se antojaba gratificante, las figuras antes reacias a permanecer ahora sin esfuerzo obedecían los impulsos del arte de los dedos-garfios. Leones, cuatro leones, dos a cada lado sostienen como talanqueras la torre como si temiesen un pronto derrumbe y desmoronamiento. Cuatro leones enhiestos, sostenidos en sus cuartos traseros, sus quijadas tenebrosas y los rugidos confundiéndose con el ruido cada vez ensordecedor del sanguinolento río. De soslayo, vigilante la vista a la almena y la palabra “qvantvm” que de vez en cuando aparecía negándose a permanecer. Ya, se dijo, es un escudo, los linajes de la “gente de bien”. Dejó la plancha con la toalla rojiza debajo y tomó de su biblioteca una gran enciclopedia de escudos de todo el mundo. A medianoche desistió derrotado lamentando haber desviado su trabajo. Es una tontería, ya aparecerá la dichosa palabra, a lo mejor hay otras palabras encima. Ya aparecerán. De nuevo en la ventana, sus dedos-garfios rompiendo los bolsillos, los nervios de punta, la montaña despedía fulgores rojizos que a John le parecieron similares al río de la plancha. Una mirada a la cama, la toalla se empapaba, había que cambiarla.
El jefe natural hizo un alto en su tarea agobiante, la multitud, todos jefes naturales subían y bajaban de la montaña como hormigas, palas, picos, azadones en sus manos, canastos recibiendo con devoción restos cada vez más numerosos. < Y ese reflejo que apunta hacía acá, ¿qué diablos es? ¿Es un reflector? ¿nos están vigilando?> Se propuso investigar. No compartió temores, no valía ahuyentar el entusiasmo de sus compañeros.
Una noche, avanzó sigiloso, siguió la dirección luminosa llegando a su origen, barrio de ricos, casas campestres iluminadas en la comodidad del bosque circundante, un gran escudo tallado en piedra en el gran portón de entrada, perros ladran al unísono ante la presencia ajena, otras ventanas se iluminan curiosas. Agazapado espera la ocasión de acercarse a la ventana de la casa señalada. El asombro no es menor, no ve reflector alguno, pero el rayo apunta desde una ventana justo a la cima de la ominosa montaña cuya punta ha desaparecido anta el asedio de los jefes naturales, de todos los jefes naturales de la región. Se arrastra hasta la pared al pie de la ventana esperando sin saber qué hacer. Se levanta de pronto al percibir que el rayo se atenúa, mira arriba a la ventana del segundo piso y ve a John que de seguro tendrá su espalda iluminada con la mirada fija en la montaña. Asombrado el jefe natural se deja caer, piensa, cavila. Seguro de sí mismo de pies nuevamente, la decisión en los músculos alertas, da un paso lejos de la pared dejando ver su silueta abajo y sus ojos buscando al hombre, John se sorprende y trata de ocultarse, sorprendido, asustado asimila la presencia de su compinche, sopesa el miedo mientras recorre febril la habitación con grandes zancadas; súbitamente toma una toalla limpia del montón arrumado al pie de la cama con la cual seca sus dedos-garfios, sale de su habitación corriendo, baja las escaleras seguido de sendos pares de ojos cobijados por interrogantes, abre la puerta y se abalanza abrazando al jefe natural. Al separarse sin decir palabra alguna siguen el poderoso haz de luz que ilumina la montaña, gestos adustos, cómplices, satisfechos, solidarios, sonrisas leves, rostros que asienten. John le pide un instante, entra a la casa, sube corriendo a su habitación de donde toma la fulgente plancha, baja con ella cubierta por una cobija que despliega afuera mostrándosela al jefe natural. La torre almenada completamente pulida, los leones enhiestos, el río sangriento caudaloso, las palabras aún incompletas encima “…possvmvs qvantvm…” los dedos-garfios de John y del jefe natural la sostienen orientándola en dirección a la montaña. Desde allá se oyen gritos agradecidos de los miles de jefes naturales. John lo ve alejarse con la plancha, la luz talla la silueta del jefe natural quien camina en medio de la multitud, las montañas desaparecen en un rítmico golpeteo de herramientas detrás de la luz del amanecer que ya comienza en tanto las exclamaciones y llantos de regocijo se multiplican. Vida en la muerte. John ahora de pronto relajado, somnoliento y cansado deja caer su cuerpo, la hierba fría y húmeda recibe la espalda contraída, se quita los lentes, los limpia mecánicamente con la punta de la camisa, se los vuelve a colocar en una noche de abril, aguza su desvelo; allá en el negro y despejado cielo el cinturón de Orión despide a intervalos el mismo brillo de la plancha que fue suya hasta hacía pocos momentos, segundos, minutos, días. Eso fue reciente. Ummmm Orión. Sí, Orión. Levanta su brazo izquierdo, su mano engarfiada señala el cinturón de estrellas lejanas, el destino ineludible.
Edgar Arcos Palma
Sobre el autor

Edgar Arcos Palma
El Catabre
Escritor nacido en Pasto (Nariño). Autor de las novelas “Yaguargo” (2021) y “Escalera al vacío” (2023). Médico de la Universidad Nacional de Colombia (Bogotá) y endocrinólogo de la Universidad René Descartes (París, Francia). Es miembro del comité editorial de la revista Estafeta. Publica sus cuentos en la revista Estafeta y PanoramaCultural.com.co.
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