Literatura
La octava noche de Borges

“Ajedrez misterioso la poesía”
Borges
Inscripción
Esta publicación es un homenaje a la memoria del profesor VC de la Università degli Studi di Salerno. Durante mi estadía en esa venerable entidad (fundada en el siglo IX) compartí con él varias aficiones: la historia común de nuestros mundos unidos por la migración de italianos de Padula (Salerno) a Ciénaga (Colombia); la obra de Jorge Luis Borges -la que escribió, la que simuló que otros escribieron y la que algunos siguen escribiendo, en nombre de él-; y el ajedrez, ese juego supremo del intelecto tan semejante a la forma en que Borges concebía la literatura. Creíamos que el autor de El Aleph había descubierto que el ajedrez ofrecía múltiples alternativas a cada jugada, como el tiempo, que se bifurca en insospechados caminos. VC, tradujo al italiano la antología personal de Borges publicada por el afamado editor Franco María Ricci. Durante la que sería la última visita del poeta a Italia, en 1984, que tenía como principal motivo recibir algunas distinciones, VC recibió la notable misión de acompañarlo a varios lugares que él consideraba una especie de santuarios de su obra.
En 1986, pocos días después de la muerte de Borges, recibí un paquete de parte de VC. En un breve escrito me nombró su “heredero de causas imaginarias” por lo cual me envió un cuaderno con las notas que tomó durante el periplo con Borges por Italia junto con dos textos: un ejemplar de la antología de Borges y una traducción de un antiguo manuscrito sobre el ajedrez. Publico la traducción al castellano que hice del cuaderno respetando su deseo de no revelar su nombre. Conservé el título de la crónica que había colocado en una margen del cuaderno, “La octava noche”. Así creo rendir homenaje a este inolvidable compañero de “causas imaginarias” y al admirado Borges, que respondió a la pregunta “¿Usted se cree un escritor o un poeta? ¡Un poeta, evidentemente! ¡Creo que no soy sino eso! Un poeta torpe, pero un poeta… espero”[1].
“La octava noche[2]
“Siete noches” es el título de una de las obras que más aprecio de Borges. Allí se recogen las conferencias dictadas por él en 1977 en el teatro Coliseo de Buenos Aires. Oficiando de confabulator nocturni, narró su peregrinación, casi mística, por los lugares de la literatura, y la imaginación, que más amaba: La Divina Comedia, La pesadilla, Las mil y una noches, El budismo, La poesía, La cábala y La ceguera. En esas irrepetibles noches paseó a los espectadores (y a los lectores del libro) por el infinito, el laberinto, el espejo y el ajedrez. Una vez terminó de revisar las conferencias para pasar el libro a la imprenta, Borges le dijo a Roy Bartholomew, su amigo y editor: “No está mal; me parece que sobre temas que tanto me han obsesionado, este libro es mi testamento”. Aspiro a que el “testamento” pueda ser abierto para incluir, ésta, La octava noche.
La presente historia se inició en un viaje de Borges a Italia, en 1984, para presentar su último libro titulado “Antologia personale. Fine del gioco”, que tuve el honor de traducir al italiano. La gira nos llevaría a Padula (Salerno), Sicilia, Civita di Bagnoregio y culminaría en Roma. La comitiva la conformamos, entre otros: su inseparable “samurai”, como llamaba cariñosamente a María Kodama; el entusiasta equipo que tuvo a su cargo la edición de la antología; tres jóvenes profesores de literatura que adelantaban una tarea que se adivinaba infinita: traducir la antología de Borges a dialectos como cilentano, siciliano, toscano, piamontés, milanés, veneciano, boloñés, napolitano y otros tantos de la arcaica Italia. Borges, se reunía en las mañanas con los entusiastas profesores para escuchar la traducción de algunos de sus escritos favoritos, y ensayar laberínticos ejercicios etimológicos, que era una de sus más entrañables pasiones; entre los poemas que recuerdo que más disfrutaba en estas sesiones propias de una torre de Babel, estaban Ajedrez, El reloj de arena, Otro poema de los dones y El hacedor, entre otros.
El primer sitio que visitamos fue Padula, un antiguo cruce de caminos de pueblos samnitas, romanos, godos, bizantinos, lombardos, sarracenos, normandos, entre muchos. Fuimos directamente a La Certosa di San Lorenzo, el monasterio más grande de la península, fundado a comienzos del siglo XIV por Tommaso Sanseverino y dotado de una enorme biblioteca donde los monjes conservaron ejemplares de antiguas ediciones e hicieron hermosas copias “iluminadas” de grandes obras, como La Comedia de Dante. Antes de ingresar a la biblioteca, Borges se detuvo ante la gigantesca puerta de madera y bronce y pronunció estas palabras: Biblioteca de Babel, que podrían equivaler al Ábrete Sésamo, la fórmula mágica que permitía entrar al fabuloso tesoro de Las mil y una noches, y que constituyó una de las empresas editoriales más formidables en la vida del poeta, para lo cual contó con la ayuda entusiasta de Franco Maria Ricci. Una vez atravesó el umbral murmuró: “La Biblioteca existe ab aeterno”, recordando el primer axioma de su inmortal relato. Se quedó un instante inmóvil, con la cabeza levantada, como si quisiera respirar el vivificante aire o, quizás, escuchar los murmullos de los fantasmas que por siglos habitaban esos anaqueles que conforman el universo de lo que para él constituye la verdadera felicidad: la biblioteca. El abad de La Certosa, suavemente, condujo al fabulador y su séquito frente al venerado libro de aquél al que Borges bautizara, “El verdugo piadoso”. El monje tomó la mano derecha del otro sacerdote -de la palabra- y la colocó encima de la sagrada joya de la Edad Media.
La emoción de Borges, contenida y a la vez mística, transformó la fría y oscura biblioteca en un altar en el que se oficiaría un antiguo rito: “Los libros conservan un carácter sagrado -dijo-; y un propósito de la humanidad debe ser conservar su santidad; este lugar es un santuario donde los escritores que han sido y serán tienen su sitio de peregrinación. Lugar santo presidido por Dante y su insuperable Comedia”. Conmovido, hizo una pausa. Apretó ligeramente el brazo a María Kodama quien leyó, en su nombre, lo siguiente: “Carlyle quería reducir la intrincada historia del mundo a las biografías de los héroes. De hecho, cada nación o cada una de las altas aventuras de nuestra especie acaban por cifrarse en un hombre; en el caso de Italia no cabe duda sobre la figura simbólica. Pensar en Italia es pensar en Dante. En esta equivalencia creo advertir una singular felicidad, que trasciende el hecho de que Dante sea el primer poeta de Italia y tal vez el primer poeta del mundo (…)”.
Luego hubo una breve pausa, en la que sentí que había transcurrido la eternidad. Las imágenes del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso invadieron la estancia. Vimos, vi, con una nitidez extraordinaria, el grabado, que, según Borges, es la Divina Comedia, en el que todo está ahí: “Lo que fue, lo que es y lo que será, la historia del pasado y la del futuro, las cosas que he tenido y las que tendré, todo ello nos espera en algún lugar de ese laberinto tranquilo… el poema de Dante es esa lámina de ámbito universal”. Borges, empezó a hablar en un tono muy bajo, y como si quisiera señalar, con la mano abierta, la obra, donde está contenido el Universo, expresó: “Aquí están los versos más patéticos que la literatura ha alcanzado:
Cosí orai; e quella, sí lontana
come parea, sorrise e riguardommi;
poi si tornó all’etterna fontana
“Beatriz y Dante llegan al empíreo. Él ve un alto río de luz, ve bandadas de ángeles, ve la múltiple rosa paradisíaca que forman, ordenadas en anfiteatro, las almas de los justos. De pronto, advierte que Beatriz lo ha dejado. La ve en lo alto, en uno de los círculos de la Rosa. Le encomienda su alma. Es la última sonrisa de su amada Beatriz”. Sentí que la voz del maestro se quebró levemente al pronunciar la última frase: “Quizás, este instante supremo de la literatura, esa sonrisa y esa voz, que él sabe perdidas, son lo fundamental”
En silencio abandonamos la Biblioteca que, estoy convencido, fue fundada con el propósito, develado por Borges, de convertirla en un sitio de peregrinación de la literatura universal. Y tal vez, este encuentro ya estaba anunciado en la Divina Comedia. Al despedirlo, el abad le entregó a Borges, sin pronunciar palabra, lo que parecía ser un antiguo libro. Él lo estrechó contra su pecho y continuamos nuestro recorrido por el interminable patio, donde sólo se escuchaba el ruido de nuestros pasos sobre las lustrosas lozas de mármol.
Luego, fuimos a conocer los célebres talleres de artesanos de Padula, donde se amalgamaron las tradiciones de oriente y occidente, para producir exquisitas joyas de cerámica y talla en madera, marfil, mármol, oro, plata y piedras preciosas. Borges había tenido noticia que allí se elaboraban los juegos de ajedrez más maravillosos del mundo desde hacía varios siglos, gracias al encuentro de maestros artesanos de culturas del antiguo mundo que sobresalían por su imaginación. Quería sentir con sus dedos esos finos detalles de un arte en el que se mezclaban varios objetos que lo obsesionaban, especialmente, los juegos de ajedrez, que habían hecho una larga estadía en esta región en su tránsito de Asia a Europa; sabía que el tiempo, estaba allí, detenido, en las imágenes de unas piezas de ajedrez, que fueron hechas para ser eternas.
La visita lo recompensó ampliamente. Escuchó el relato de una réplica del ajedrez que según la leyenda le regaló Harún -al Raschid a Carlomagno. Su entusiasmo fue muy estimulante para todos. Nos habló extensamente de este sultán que lideró el renacimiento árabe en el siglo IX y que fue inmortalizado, en otro de sus libros amados, Las mil y una noches. Nos prometió brindarnos una sesión privada con este tema del noble juego, que iluminó de principio a fin su nueva antología personal, que en forma misteriosa había bautizado Fine del gioco.
El periplo continuó en Sicilia donde exaltaron al poeta con La Rosa d'Oro por sus “ensayos dantescos”. Allí asistimos a la exposición de arte de la Magna Grecia. Durante el recorrido nos recuerda que “fue de mi padre de quien recibí mis primeras lecciones de filosofía. Cuando yo tenía muy pocos años, con la ayuda de un tablero de ajedrez, me explicó las paradojas de Zenón: Aquiles y Tortuga, el inmóvil vuelo de la flecha, la imposibilidad del movimiento”. Nos refiere que gracias a Zenón comprendió que la realidad nunca es lo que parece. Aprendió a sospechar del presente, el pasado y el futuro. A darle crédito a la imaginación como un probable camino para conocer esa esquiva realidad.
Luego nos dirigimos a la Capella Palatina donde presenciamos una imagen de una partida de ajedrez que constituye el testimonio de uno de los momentos más felices del encuentro de oriente y occidente en Sicilia. En esa inolvidable ocasión, me entregó el manuscrito que le regaló el abad de La Certosa. Me pidió que me encargara de la traducción, lo cual me produjo una emoción y gratitud enormes. Cuando regresé a la habitación, poseído por una especie de premonición de asistir a un gran hallazgo, a grandes saltos recorrí el documento que estaba escrito en una mezcla de lenguas del sánscrito, farsi y árabe y conformaba un conjunto de relatos y diagramas del juego de ajedrez titulado El Gran Maestro donde se describían reglas secretas que se mantuvieron escondidas durante siglos en los templos de la India, Persia y Arabia. Al inicio, el narrador refiere que esta historia la escuchó de uno de los descendientes de Balk Nishapur en el mercado de Alejandría. Este es uno de los confabulatores nocturni de los que aún se tiene recuerdo. Recordé que Borges en un viejo texto escribió sobre él: “No sabe (nunca lo sabrá) que es nuestro bienhechor. Cree hablar para unos pocos y unas monedas y en un perdido ayer entreteje el Libro de las Mil y Una Noches”.
Al día siguiente, muy temprano, emprendimos el viaje a nuestro tercer sitio del periplo: Civita di Bagnoregio, una aldea situada en una región etrusca, edificada en piedra en la cima de una montaña, muy cerca del cielo y habitada solamente por gatos. Recordó, en un susurro, los versos dedicados a su amado Beppo: “El gato blanco y célibe se mira/ en la lúcida luna del espejo…”. Nos instalamos en una antigua casona y en la noche asistimos al mesón a compartir una frugal cena, una copa de vino y a escuchar a Borges que había prometido hablarnos de la más personal de sus antologías, donde el ajedrez era el gran protagonista.
Sin más preámbulos comenzó diciendo: “Gracias a esa suerte de cuarta dimensión que es la memoria, esta noche recordé a otras noches vividas en un teatro en Buenos Aires. O quizás soñé que había vivido esas noches en las que hablaba en voz alta de las obsesiones que me persiguen desde niño. En la primera de esas noches evoqué, por supuesto al libro capital de mi vida, la Divina Comedia, ese libro que irá más allá de mi vigilia y de nuestras vigilias. Tal vez ese recuerdo se deba a que en esta aldea pudiera uno imaginar a Dante de la mano de Beatriz, ascendiendo al Empíreo para contemplarla, finalmente, inalcanzable en la Rosa de los Justos. En esa ocasión, alcancé a enumerar unos pocos episodios que me han dejado una huella imborrable en el alma: el desdichado destino de los amantes Francesco y Paola que, a pesar de todo, Dante envidió; y el castigo de Ulises, por haber infringido las misteriosas leyes de la noche. Pero entre esos dos episodios profundos y desgarradores, recordé al pasar, que el poeta quiere demostrarnos que Dios está más allá de todo juicio humano y para ello se vale de dos monstruos: la ballena y el elefante.
En otra de las noches, vividas o soñadas en Buenos Aires (ahora no estoy tan seguro de que exista esta ciudad, y que es posible que también sea otro sueño), di en hablar de Las mil y una noches, ese libro que es tan vasto que no es necesario haberlo leído, ya que es parte previa de nuestra memoria y es parte de esta noche también. En esa ocasión recordé un episodio de una de esas innumerables noches según el cual Harun al-Raschid envió a su colega Carlomagno un elefante. Entonces me preguntaba si era imposible enviar un elefante desde Bagdad hasta Francia. Es probable que estos deshilvanados recuerdos se deban sólo porque alguien mencionó durante el viaje que esta aldea está rodeada por un bosque fosilizado de varios millones de años, en cuyas entrañas hallaron perfectamente conservado el esqueleto de un elefante.
No sé por qué misterioso azar (he dicho infinidades de veces, sólo para convencerme a mí mismo, que el azar no es más que la ignorancia de la compleja maquinaria de la causalidad), al escuchar la impensable presencia de un elefante en el corazón de la cultura etrusca, recordé esos otros elefantes fruto de la imaginación. Quizás algo une los mundos de oriente y occidente, más estrechamente de lo que los historiadores sospechan. Y tampoco sé por qué en unas remotas noches, que quizás todos los asistentes a mis conferencias habrán olvidado para siempre, la palabra elefante me despertó otros recuerdos entonces y ahora.
En medio de las evocaciones sobre Las mil y una noches recordé que la palabra española alfil, la pieza del ajedrez que una vez llamé oblicuo alfil, significa el elefante en árabe. Rememoré haber visto en piezas de ajedrez orientales un elefante con un castillo y un hombrecito, semejantes a la que nos mostraron en Sicilia. Esa pieza no era la torre, como podría pensarse por el castillo, sino el alfil, el elefante. Como mi vida la rigen los recuerdos, propios y ajenos, ya que estamos rememorando las piezas del ajedrez, en 1959 apareció en la revista Atlántida de Buenos Aires, una pareja de sonetos que escribí sobre este misterioso juego. Norah, mi hermana hizo la ilustración de los sonetos, en los que brilla un espléndido sol, que representa a oriente, de donde nos viene este juego, y en el otro extremo, la luna que simboliza a occidente. Oriente y occidente unidos por el tablero de ajedrez. O por el elefante, esa antigua pieza que simboliza el alfil. Tal vez por esta afortunada idea lograda por Norah, los editores se decidieron a publicar mis sonetos, que carecen de todo valor literario. Como casi todas las cosas que he escrito. No obstante, en sucesivas versiones de la antología personal que he dado a la imprenta estuve casi obligado a incluir los dos sonetos solo porque algunos lectores los esperaban. Al emprender este viaje, los editores de la más reciente antología me obsequiaron un ejemplar de ese librito que he releído con María solo para volver a encontrarme con mis temas habituales, entre ellos, la paradójica suerte de los poetas, que se decide por dos jugadores de un enigmático juego de ajedrez.
María Kodama, abre el mencionado libro y comienza a leer algunos fragmentos que le indica Borges, siendo el primero uno los dos sonetos dedicados al noble juego:
“En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito”
Continuó Borges con el apoyo de María en la lectura de fragmentos de la antología: fue en contra de mi voluntad, esa cualidad de la que no he gozado nunca, que incluí un poema que a alguno de mis amigos le dio por considerar que podía formar una trilogía del ajedrez con los dos sonetos ya leídos por María; sólo para no desairarlo, rescaté El Go:
“Hoy, 9 de setiembre de 1978,
tuve en la palma de la mano un pequeño disco
de los trescientos sesenta y uno que se requieren
para el juego astrológico del go,
ese otro ajedrez del Oriente.
Es más antiguo que la más antigua escritura
y el tablero es un mapa del universo.
Sus variaciones negras y blancas
agotarán el tiempo”
Y ya que estamos en ese lejano oriente, dejemos aquí uno de los Diecisiete Haiku para completar este “pentateuco del ajedrez”:
“Desde aquel día
no he movido las piezas
en el tablero”
En vez de estos defectuosos versos, quizás yo hubiera preferido incluir en la antología el retrato que hice de un amigo inolvidable; un amigo que por su amor al ajedrez quizás se habría sentido agradado de quedarse viviendo conmigo en esta antología, jugando un ajedrez imposible de jugar, más complejo que el Go: “Xul-Solar, cuya madre había nacido en el norte de Italia, había inventado el panjuego, una suerte de complejo ajedrez duodecimal que se desenvolvía en un tablero de ciento cuarenta y cuatro casillas. Cada vez que me lo explicaba, sentía que era demasiado elemental y lo enriquecía de nuevas ramificaciones, de suerte que nunca lo aprendí”.
En esta enumeración del juego de ajedrez infinito quisiera agregar relatos ajenos que he reproducido en forma harto imperfecta como el ajedrez que jugaba por allá en el Montevideo de 1897 un tal Avelino Arredondo “quien disponía de un tablero de ajedrez en el que jugaba partidas desordenadas que no acertaban con el fin. Le faltaba una torre que solía suplir con una bala o con un vintén. Quizás la misma bala con la que cometería un hecho atroz: sacó el revólver e hizo fuego contra el Presidente de la Nación. Idiarte Borda dio unos pasos, cayó de bruces y dijo claramente: Estoy muerto. Arredondo se entregó a las autoridades. Después declararía: Este acto de justicia me pertenece. Ahora, que me juzguen”. ¿Me permitirían recordar que esa bala repitió una y muchas veces antes y después de esa fecha de Montevideo el trágico episodio entre dos jugadores, el que mata y el que muere, como un rey que vence a otro en una partida de ajedrez infinita? “Treinta años antes, el mismo proyectil mató a Lincoln…”
Si aceptan esta invitación de conocer otros relatos podré invocar el de la palabra mágica UNDR, esa poesía de una sola palabra, que una vez descubrí en mis andanzas librescas, contado por Adán de Bremen, quien refiere la historia contada a su vez por el islandés Ulf Sigurdarson, donde descubrirán otro ajedrez infinito: “Gunnlaug, el rey, que estaba doliente, yacía con los ojos semicerrados en una suerte de tarima, sobre unos cueros de camello. (…) Bajo la almohada pude entrever el filo de un puñal. A su derecha había un tablero de ajedrez, con un centenar de casillas y unas pocas piezas desordenadas”.
Allí reposa, al lado de estos juegos, implacable, El reloj de arena, que goza de ese dudoso prestigio de los poemas que van caminando por sus propios caminos y cuando uno se los encuentra le cuesta reconocerlos como una de sus criaturas. En ese poema, habita esa otra metáfora del infinito, el ajedrez:
“Del alfil desparejo, de la espada
inerme, del borroso telescopio,
del sándalo mordido por el opio,
del polvo, del azar y de la nada”
De este modo, caigo ahora en la cuenta, de que el alfil, o mejor el elefante, me persigue. Escribí varias apariencias de esa obsesiva pieza: oblicuo alfil, sesgo alfil y alfil desparejo, que, si lo pudiéramos verter a su original etimología, equivaldría a oblicuo elefante, sesgo elefante y elefante desparejo, lo cual sería, sin duda, un espantoso recurso poético.
(Borges sonríe y hace una pausa. Pienso en lo maravilloso que sería eternizar la vida en este instante, quedarse esta noche escuchando a Borges sin la fatiga del tiempo, detener la caída de “la minuciosa arena”, como llamó al tiempo en el último poema que invocó, pero, para nuestra desgracia “No se detiene nunca la caída” y el poeta reanuda el desmadejamiento de sus recuerdos).
No puedo ahora alejarme de esa antología tan reciente, cuya última página parece que hubiera pasado hace un instante. En Otro poema de los dones, reaparecen estas obsesiones:
“Gracias quiero dar al divino
laberinto de los efectos y de las causas
por la diversidad de las criaturas
que forman este singular universo
por el geométrico y bizarro ajedrez”
Siento ahora lo mismo que sentí al escribir la primera línea del poema Everness: “Sólo una cosa no hay. Es el olvido”. Una línea que tercamente repetí en el poema Ewigkeit: “Sé que una cosa no hay. Es el olvido”. Sólo ahora que estoy imbuido en esa suerte de encantamiento que sufren las piezas del tablero, es decir, la vida, sé que no hay forma de invocar el olvido. Por eso me llega a la memoria el poema Las cosas:
“El bastón, las monedas, el llavero,
La dócil cerradura, las tardías
Notas que no leerán los pocos días
Que me quedan, los naipes y el tablero,
(…)
Durarán más allá de nuestro olvido;
No sabrán nunca que nos hemos ido”.
Estas enumeraciones tan gratas para mí, se fijan en mis libros como las estrellas en el cielo; tal vez ello se deba a que una parte esencial de mi vida fueron los libros. ¿Me será permitido repetir que la biblioteca de mi padre ha sido el hecho capital de mi vida? La verdad es que nunca he salido de ella, como puede adivinarse sin esfuerzo en estas letras que he llamado Las causas:
“Los ponientes y las generaciones.
(…)
La palabra. El hexámetro. El espejo.
La Torre de Babel y la soberbia.
El ajedrez y el álgebra del persa.
(…)
Se precisaron todas esas cosas
para que nuestras manos se encontraran”.
Y ya que he invitado a mi padre a esta íntima reunión de amigos, debo reconocer, en su memoria, que me he esforzado en algunas páginas por transmitir alguna preocupación filosófica. Fue mía desde niño, cuando mi padre me reveló, con ayuda del tablero de ajedrez (que era, lo recuerdo, de cedro) la carrera de Aquiles y la tortuga. Por eso, porque amé a mi padre y por gratitud con el universo que me dejó entrever en su biblioteca, quise revivir estas letras:
“El tiempo juega un ajedrez sin piezas
en el patio”.
Y,
“La luna ignora que es tranquila y clara
y ni siquiera sabe que es la luna;
(…)
Las piezas de marfil son tan ajenas
al abstracto ajedrez como la mano
que las rige. Quizá el destino humano
de breves dichas y de largas penas
es instrumento de Otro. Lo ignoramos;
darle nombre de Dios no nos ayuda”
Y sólo para tratar de cerrar el círculo con mi padre, incluí este relato, que lo escribí con el infructuoso fin de agradarle a él; como una forma de gratitud por los libros, la filosofía y el ajedrez: “En la primera mañana de mi primer día en Atenas me fue dado este sueño. Frente a mí, en un largo anaquel, había una fila de volúmenes. Eran los de la Enciclopedia Británica, uno de mis paraísos perdidos. Saqué un tomo al azar. Busqué el nombre de Coleridge; el artículo tenía fin pero no principio. Busqué después el artículo Creta; también concluía pero no empezaba. Busqué entonces el artículo chess. En aquel momento el sueño cambió. En el alto escenario de un anfiteatro, abarrotado de personas atentas, yo jugaba al ajedrez con mi padre, que era también el Falso Artajerjes, a quien le habían cortado las orejas y que fue descubierto, mientras dormía, por una de sus muchas mujeres, que le pasó la mano por el cráneo, muy suavemente para no despertarlo, y que fue matado después. Yo movía una pieza; mi antagonista no movía ninguna, pero ejecutaba un acto de magia, que borraba una de las mías. Esto se repitió varias veces. Me desperté y me dije: estoy en Grecia, donde todo ha empezado si es que las cosas, a diferencia de los artículos de la enciclopedia soñada, tienen principio”.
La muerte de mi padre me lleva a encarar el gran tema en el que se cierra el círculo o se abren nuevos, que llamamos la inmortalidad; para otros, que no andan perdiendo su tiempo en estos laberintos imaginarios, la muerte es olvido. Mi único mérito, si acaso lo es, es reiterar mis obsesiones; repetirme las cosas que son mi vida hasta convertirlas en una ilusión de felicidad; y, si acaso, de ello resulta algo grato para otros, puedo atesorar con cierto egoísmo, una felicidad adicional; por eso, en esta humilde antología, doy vueltas en un círculo con los mismos temas, buscando la secreta sonoridad de la poesía, que a la postre, es su esencia; tal es la pretensión en El hacedor, que sólo busca salvarme:
“Somos el río que invocaste, Heráclito.
Somos el tiempo. Su intangible curso
acarrea leones y montañas,
(…)
las dos caras de Jano que se ignoran,
los laberintos de marfil que urden
las piezas de ajedrez en el tablero”
Otra gota más de la eterna fuente me permite apelar a ese prójimo, el que quizás, sin saberlo edificó, el edificio que llamamos mundo:
“Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
(…)
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo”.
Parece que el azar me conduce por un laberinto del que no podré escapar esta noche. Podría decir que, en esta aldea habitada por la noche, por los fantasmas de los etruscos desaparecidos en un bosque petrificado y por los indescifrables gatos, no vendrá Ariadna a rescatarme. Me dejaré entonces atrapar por el deseo de seguir invocando la poesía que siempre me fue tan esquiva. Una vez me dijeron unos amigos que en la poesía yo no era más que un intruso; en otra ocasión escribí, quizás para escapar a esa sentencia: la poesía quiere volver a esa magia de los antiguos relatos. Sin prefijadas leyes, obra de un modo vacilante y osado, como si caminara en la oscuridad. Bajo ese influjo, pretendí escribir unos versos, que invocaban el tiempo que siempre viene a mi rescate; ese esquivo tiempo que lo es todo y no es nada; con el que puedo permitirme unas licencias en Alguien sueña: “¿Qué habrá soñado el Tiempo hasta ahora, que es, como todos los ahoras, el ápice? Ha soñado la espada, cuyo mejor lugar es el verso. Ha soñado y labrado la sentencia, que puede simular la sabiduría. (…) Ha soñado el arado y el martillo, el cáncer y la rosa, las campanadas del insomnio y el ajedrez”.
No puedo explicar (en realidad nada puede ser explicado como sospechaban los presocráticos), por qué recuerdo ahora que cuando hablaba de la Divina Comedia a mi atormentado auditorio una noche en Buenos Aires, había un episodio que quería mencionar a propósito del elefante, y que olvidé hacerlo. Esta aldea y esta noche son propicios para invocar ese recuerdo, para restablecer un hilo roto de la ley de la causalidad. Imaginemos a Dante, en la cima de esta aldea, digamos el empíreo, a punto de desprenderse de Beatriz, iluminado plenamente por la luna, ve un círculo de ángeles:
“L’incendio suo seguiva ogne scintilla;
ed eran tante, che ‘l numero loro
più che ‘l doppiar de li scacchi s’inmilla”
En el Canto XXVIII de El Paraíso, el poeta nos recuerda que el origen del ajedrez (scacchi) es oriente, esas tierras donde la leyenda dice que el inventor del ajedrez pidió al rey como recompensa un grano de trigo para el primer escaque, dos para el segundo y así sucesivamente, lo cual fue imposible cumplir por la cifra asombrosamente innúmera al llegar al escaque 64. El ajedrez, como Las mil y una noches, representa, en oriente, el infinito. Dante, para resaltar la grandeza del brillo producido por los ángeles, echó mano de esa leyenda al decir que era muy superior a ese ya de por sí infinito ajedrez. Podríamos recordar las escenas de Las mil y una noches donde hace su aparición el ajedrez. Casi siempre, es el medio para que las parejas enciendan el amor. Ese incendio infinito. Ese tablero infinito. Tal vez por esa inescrutable verdad de que todos los textos son al final un solo texto, en uno de los relatos de mi dudosa autoría, dudosa porque al final todos los autores resultamos ser un solo autor; en un relato que titulé de forma desafortunada La escritura del dios, acudí a la referida leyenda del inventor del ajedrez: “Un día o una noche - entre mis días y mis noches, ¿qué diferencia cabe? - soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir, indiferente; soñé que despertaba y que había dos granos de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárcel y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando; con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil; la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable y morirás antes de haber despertado realmente”.
Debo regresar con ustedes esta noche a Buenos Aires para traer otro recuerdo. Esta vez el escenario fue la Escuela Camillo y Adriano Olivetti, en 1967, cuando me propuse desgranar mis obsesiones en público. Una de ellas, es un tema que se encuentra en todas las literaturas: el doble. Un tema sugerido acaso por los espejos, por nuestro reflejo en los espejos. O el de las piezas del ajedrez que tienen en cada bando su doble perfecto. En Las mil y una noches, por ejemplo, abundan los seres sobrenaturales; el del príncipe convertido por un mago en un mono. Ese mono demuestra su condición humana, ya que no puede hablar, jugando tres partidas de ajedrez con el rey y ganándolas. Es así liberado el hombre de la apariencia del mono.
Sólo a nosotros nos fue dado el ilusorio artilugio para detener el tiempo -ustedes saben que he invocado muchos intentos para retrocederlo o adelantarlo-; solo el Espíritu puede hacer esas complejas operaciones y eso me basta para invocar una trilogía de antiguas leyendas que rescaté con Adolfo Bioy Casares y que sentí que debía incluirlas en la antología. La primera la debemos a los desvelos de Edwin Morgan que las rescató en The Week-End Companion to Wales and Cornwall en 1929: “En uno de los cuentos que integran la serie de los Mabinogion, dos reyes enemigos juegan ajedrez, mientras en un valle cercano sus ejércitos luchan y se destrozan. Llegan mensajeros con noticias de la batalla; los reyes no parecen oírlos e, inclinados sobre el tablero de plata, mueven las piezas de oro. Gradualmente se aclara que las vicisitudes del combate siguen las vicisitudes del juego. Hacia el atardecer, uno de los reyes derriba el tablero, porque le han dado jaque mate y poco después un jinete ensangrentado le anuncia: -Tu ejército huye, has perdido el reino. Gracias a esta leyenda comprendemos que los hombres eran meros reflejos de las piezas de ajedrez; que la verdadera batalla ha sido librada en el tablero y no en el valle”.
En la segunda leyenda, que nos refiere Celestino Palomeque en su Cabotaje en Mozambique, nos traslada a otra geografía, donde la imaginación produce un tema similar: “Cuando los franceses sitiaban la capital de Madagascar, en 1893, los sacerdotes participaron en la defensa jugando alfanorona (una suerte de ajedrez), y la reina y el pueblo seguían con mayor ansiedad ese partido que se jugaba, según los ritos, para asegurar la victoria (…)”.
En la tercera leyenda, atribuida al eminente señor Wu Ch'eng-en (que vivió en la China del siglo XVI), nuevamente ajedrez de por medio, se repite el tema del doble, pero ya no entre hombres, sino entre un hombre y un dragón: “Aquella noche, en la hora de la rata, el emperador soñó que había salido de su palacio y que en la oscuridad caminaba por el jardín, bajo los árboles en flor. Algo se arrodilló a sus pies y le pidió amparo. El emperador accedió; el suplicante dijo que era un dragón y que los astros le habían revelado que, al día siguiente, antes de la caída de la noche, Wei Cheng, ministro del emperador, le cortaría la cabeza. En el sueño, el emperador juró protegerlo. Al despertarse, el emperador preguntó por Wei Cheng. Le dijeron que no estaba en el palacio; el emperador lo mandó buscar y lo tuvo atareado el día entero, para que no matara al dragón, y hacia el atardecer le propuso que jugaran al ajedrez. La partida era larga, el ministro estaba cansado y se quedó dormido. Un estruendo conmovió la tierra. Poco después irrumpieron dos capitanes que traían una inmensa cabeza de dragón empapada en sangre. La arrojaron a los pies del emperador y gritaron: -Cayó del cielo. Wei Cheng, que había despertado, lo miró con perplejidad y observó: -Qué raro, yo soñé que mataba a un dragón así”.
¿Esta noche es real o es un sueño que soñé y esta ciudad es una ciudad imaginaria que Marco Polo muestra al Gran Kan con la ayuda del ajedrez y que Calvino intuye que es Bersabea la ciudad del cielo?. ¿Esta ciudad de lunas y gatos, tallada en la piedra, pudo haber sido aquella que buscó con tanta porfía Marco Flamario Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma, y que para su desdicha encontró; Secreta Ciudad de los Inmortales y donde bebió en el río el agua que lo volvió inmortal; condición, como sabemos, le fatigó hasta obligarlo a buscar el río que le borrara esa inmortalidad indeseada? Gracias a ustedes, podríamos quedarnos en esta noche eterna haciendo estas evocaciones que han sido tan gratas en mi vida y que alguna emoción he podido transmitir a los desprevenidos lectores; o podríamos quedarnos para hacer justicia a los gatos creando para ellos la constelación que les fue negada; o atrevernos a abrir la misteriosa puerta y cruzarla sin los afanes del regreso y descifrar el secreto de secretos que tanto desvela a las teogonías y filosofías que han sido y serán”.
El viaje terminó en Roma, donde Borges y Calvino compartieron unas horas. El autor de Las Ciudades Invisibles le expresó, en su nombre y el de los escritores italianos su gratitud por “El estudio asiduo y apasionado del texto capital de nuestra literatura, La Divina Comedia”. Al despedirnos, Borges me regaló el ejemplar de la antología que lo había acompañado durante este viaje (y que te remito). Me hizo una promesa (que no sé por qué ambos sabíamos que no podía ser cumplida): reunirnos en Palermo, el barrio de su infancia, para revisar la traducción del manuscrito que me había confiado.
Un par de años después, en su amada Ginebra, Borges cumplió su propia profecía: “Ajedrez misterioso la poesía, cuyo tablero y cuyas piezas cambian como el sueño y sobre el cual me inclinaré después de haber muerto”.
Javier Moscarella
Escritor. Este texto hace parte del libro “Mil y una noches con el ajedrez” (Tampa, 2012)
[1]Entrevista a Borges realizada por Madeleine Chapsal y publicada el 21.02.1963 en L´ Express. Reproducida por Juan Moreno Blanco. Borges desde Francia. UniEdiciones, 2017
[2]VC no incluye en su cuaderno referencias bibliográficas porque consideraba a Borges “un clásico viviente” cuyas obras debían ser patrimonio de la humanidad. Al texto original sólo le agregué algunas ilustraciones, que seguramente mi amigo habría aprobado.
0 Comentarios
Le puede interesar

Siempre habrá poesía: Bécquer
La imagen de un escritor a la luz de una chorreada vela que parpadea en un herrumbroso candil de un mísero cuarto con un catre arr...

El río Congo, en todos sus estados y en cada palabra
Hay lecturas que permanecen en la memoria porque, gracias a ellas, lo que antes aparecía llanamente en un mapa o en una simple fot...

José Eustasio Rivera, el gran caballero del soneto
Aunque en la actualidad no se conoce con precisión el número de sonetos escritos por el destacado novelista José Eustasio Rivera...

Si quieres ver el infinito cierra los ojos
Quien lee "La Insoportable Levedad del Ser" de Milan Kundera descubre sin proponérselo o sin esforzarse demasiado que se trata de una...

El gran putas
Volver a la tierra no siempre es un ejercicio reconfortante, no siempre te permite recargar baterías ni porque se tenga la receta qu...