Literatura
El hermano que me empujó a bailar

“Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja”
Oscar Wilde, el ruiseñor y la rosa.
Sentada frente a mí, tarareaba la canción que habíamos bailado hacía muchos años. Nos separaba una mesa con dos vasos de refrescos a medio terminar. El barman, un hombre de mejillas incendiadas y gorro de Tiziano sobre su cabeza, se había desentendido de nosotros. Se había parapetado detrás de un mostrador limpiando varias copas que colocaba cuidadosamente boca abajo sobre una improvisada cava, su vista periférica se posaba de vez en cuando sobre sus clientes, que éramos pocos los que permanecíamos esa noche. Se le escuchaba mezclar y batir un “Cuba libre” destinado a una parejita que permanencia en la penumbra acurrucada sobre una mesa.
Discretamente sonaba “Im not the only one”, de Sam Smith. Los compases de ese ritmo me hacían jugar con el vaso a medio terminar, después entendí que era un tic nervioso seguramente heredado de mi abuelo masón, quien siempre jugaba con sus dedos sobre un bastón que tenía una efigie parecida a Anubis, dios egipcio de la muerte y el inframundo. De vez en cuando, yo la observaba, no sé dónde leí que algunas mujeres, Dios las había creado para ser contempladas, me esforzaba y me decía a mí mismo que no era el momento para entrar en éxtasis y menos ante el regordete barman que ahora nos miraba fijamente y preparaba un “Martini seco” para un solitario extranjero que recién se acomodaba sobre la “bar cap”.
Ella “era alta y delgada hasta la exageración”, prestando una frase de Alejandro Dumas (hijo) cuando describía a su dama de las camelias. La mujer que estaba frente a mí con su cabellera negra rizada que le caía sobre los hombros, le daba un aire de condesa medieval, la elegancia de sus manos, hacía que no apartara mis ojos de esos dedos largos y gráciles, sus ojos rasgados y negros como zafiro, casi que ocultos por un barbijo la hacía ver como una guerrera sefardí. De un momento a otro, esos dos zafiros me escrutaron de arriba abajo y desnudaron mis malos pensamientos. Su labio superior sombreado por un incipiente bello, rezumaban gotas de sudor. Alguna vez tuve curiosidad sobre ese asunto, con una de mis hermanas en su juventud, ¿al preguntarle del porqué de la humedad en ese sitio?, desde la cocina mi madre que revolvía una olla humeante, respondió con desparpajo: “Es que va a ser celosa”, la verdad, nunca le pregunté al esposo de mi hermana si se había cumplido el oráculo de mi madre.
La “dama de la taberna”, como le llamaba, hizo una pausa en la disertación que hacía, eran varios temas que me parecían interesantes, al final habló algo sobre la peste del año 2020, que había arrodillado al mundo; se lamentaba que dicha peste se había llevado a muchos amigos y conocidos, yo la escuchaba en silencio. Colocando punto final a sus reflexiones, los dos zafiros se clavaron fijamente sobre mí y con sutil curiosidad preguntó:
──¿Cómo es que se llamaba esa canción? ¿La melodía de esa anoche? ─le hice señas al hombre del gorro y solícito se acercó a la mesa, le pedí un bolígrafo, tomé una servilleta y empecé a traducírsela…
Red, red wine goes to my head
Makes me forget that I still need her so
Red, red wine, it’s up to you.
La canción que había garabateado en un perfecto inglés era “vino tinto” de la agrupación británica UB40, compuesta por un grupo de jóvenes desempleados en la década de los 80, hibrido entre reggae y pop. Debo confesar que nunca me llamó la atención estudiar el inglés americano, me importaba un comino aprenderlo y querer largarme algún día para ese país y emular el estilo de vida de su mediocre y decadente sociedad, cosa que no sucedía con el exquisito ingles británico cuando me vi forzado a aprenderlo y cuando traduje algunos versos de Blake escritos en su lengua materna.
La había conocido una noche de abril, o mejor mi hermano me había “empujado” a hacerlo. En esa noche de frenesí, un arcoíris de luces voltaicas pestañeaban sobre la reluciente pista de baile construida en madera, varios machos alfa permanecían silenciosos en la barra mirando, calculando, cada movimiento de lo que sucedía a su alrededor, el milagro ocurrió para algunos de ellos, cuando sonó “Sacrifice” de Elton John, varias parejitas se animaron y coparon la pista, bailaban pausadamente al ritmo de esa melodía, mi hermano y su novia los secundaron, las mesas iban quedando solas, los machos alfa se lanzaron al ataque y algunos lograron su cometido, los menos fuertes murieron en el intento. Era la época en que saber bailar era un ritual, convertido en un códice de supervivencia, saber bailar era el rito de iniciación si querías pertenecer a esa “cofradía” de amigos que todas las tardes después de clases, vegetábamos en un “taedium vitae” como lo llamaban los romanos, entregados al placer y a los goces. Una de mis hermanas, la menor del matriarcado le leía a mi madre “la hormiga y la cigarra” de Esopo, mi madre asentía que lo que hacíamos era física pereza. Al final tronó diciendo que los romanos eran unos perezosos y lujuriosos, siempre nos sermoneaba sobre el valor del esfuerzo y el trabajo, emulando toda esa cartilla barata del capitalismo.
Esos sermones no impedían que fuéramos felices escuchando las últimas canciones que brotaban de un dial. En esa época, si no sabías bailar estabas muerto, yo había intentado aprender al interior del hermético y sofisticado matriarcado de mis hermanas, acolitadas por su grupo de meninas, educadas en los mejores colegios de “señoritas” regidos por monjas bajo las más estrictas reglas morales, la regla de María Goretti y santo Domingo sabio, dos niños elevados a los altares, la primera apuñalada por un bárbaro que se había enloquecido con su belleza, en su agonía perdonó a su agresor; el segundo, un monaguillo que murió a la más corta edad mirando el cielo abierto. Su lema de vida fue: “morir antes que pecar”. A las meninas, les tenían instructores, para canto, baile, poesía, deportes… algunas de ellas resultaron excelentes bailarinas. La “cofradía” de amigos había sucumbido varias veces ante el reclutamiento de ellas, solo para ser conejillos de indias. Nos sometían a extenuantes sesiones de baile, pasábamos por los brazos de todas ellas, ensayaban con nosotros una y otra vez los pasos “el cruzado o cross, lateral, giro a la derecha” ...sus otras amigas nos miraban silenciosas y en tono burlesco, y al final estallaban en risitas contenidas frente a un movimiento torpe, de nuestra parte. Esa era su venganza.
El matriarcado y sus amigas gravitaban en colegios conformados por miríadas de mujeres, en los descansos se les veía reunidas en corro, platicando, jugando con un pequeño artefacto de goma que rebotaba en la baldosa, contaban 1,2, 3, y lo atrapaban en el aire antes de caer. Los únicos hombres que tenían el privilegio de estar cerca a ese reino eran el jardinero y el fontanero, los cuales, nunca levantaban la miraba para poder contemplar ese ejército de amazonas, me supongo que el jardinero escucharía mientras cuidaba y podaba un pequeño edén, las cuitas y diabluras de todo ese reino de señoritas.
“Sacrifice” agonizaba y los machos alfa fueron premiados porque seguidamente sonó “Kingstown tow”, de UB40, el “Dj” un tipo metido en un cubículo, en la penumbra, miraba en silencio, con indiferencia lo emocionante que ocurría en la gran pista. Era su trabajo. Mi hermano que había notado mi desamparo estiró su largo cuello de cisne y me gritó al oído en medio del ruido que atronaba de los altavoces: ─ ¿porque no bailas, mira allá hay una sola? ─cuando dijo esa palabra “una”, yo volteé a mirar y la contemplé por vez primera, su perfil alargado y perfecto era difuminado por una nube de humo artificial que vomitaba un artefacto negro que giraba enloquecido, mi mirada no era la misma de los machos alfa que eufóricos, sentados en la barra consumían y reían animadamente. Ella estaba ahí, sentada en estado de abandono, parecía una expósita en medio de una tempestad; sus amigas bailaban y gritaban hasta el paroxismo “me vale” de maná.
Mi hermano volvió al ataque: “¡Ve y sácala a bailar!”. La miré nuevamente y seguía absorta mirando con desinterés la pista. Los machos alfa que habían muerto en el intento la observaban de reojo. “Es que yo “casi” no sé bailar”, le respondí a mi hermano. Dio un rodeo, se levantó de la silla como impulsado por un resorte y me arengó. No le entendí nada por el fuerte ruido salía de los parlantes, su actitud era parecida a la de un entrenador de boxeo en la esquina del cuadrilátero ante su pupilo que le asiente todo, pero que ya no lo escucha porque va perdiendo la pelea en el octavo asalto.
Yo había calculado los veinte pasos que me separaban de ella, mi hermano me “empujó” sutilmente, pero con firmeza y di el primer paso, la suerte estaba echada, no había vuelta atrás, vino a mi mente como una epifanía “el ruiseñor y la rosa” de Oscar Wilde, seguí avanzando con la respiración jadeante y el corazón brincándome en la garganta. Me acerqué y casi que me arrodillándome le parafraseé la frase de Wilde sobre el ruiseñor y la rosa. La asusté, me miró extrañada y sonrió; salimos tomados de la mano hacia la pista que estaba solitaria; mi hermano caminaba o mejor regresaba triunfal del cubículo del Dj que por primera vez en la noche había sonreído, vi que le había entregado algo parecido a un papel donde sobresalía la imagen de José Asunción Silva con su enigmática sonrisa. “Eclipse total del amor” había irrumpido en el ambiente. Mi hermano y el poeta Silva habían hecho el milagro.
Ubaldo Manuel Díaz
Sobre el autor

Ubaldo Manuel Díaz
Pluma libre
Sacerdote. Premio nacional de cuento y poesía Ciudad Floridablanca. Premio pluma de Oro de la asociación de periodistas de Barrancabermeja APB. Años 2018- 2019- 2022- 2024.en la categoría crónica, reportaje. Lector sin disciplina desde los siete años. Amante de la literatura rusa: Tolstoi, Dostoievski, Chejov... Ha escrito más de cien crónicas y reportajes. Actualmente reside en Barrancabermeja.
Email: sinuano1817@yahoo.es
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